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La locura argentina

La Argentina es un país increíble, único en el mundo.

Los problemas obviamente no son exclusivamente argentinos y en todas las latitudes se cuecen habas. Hay problemas de distinta entidad en todas partes.

Pero ningún país atraviesa situaciones complicadas por haberse metido en ellas haciendo lo mismo que ya le había causado problemas en el pasado. Esa es solo una tara argentina.

Es más, por no dar el brazo a torcer e insistir en hacer variantes de lo mismo que viene haciendo en los últimos 80 años es que el país ha llegado a este grado inédito de decadencia.

La persistencia peronista en la comisión de errores repetidos y fracasados es una marca en el orillo del país. Se trata de una especie de locura que, claramente, no sucede en otras partes.

En esos 80 años solo hubo un paréntesis de 10, en donde una variante peronista intentó otra cosa. Y por cierto no le fue nada mal: fueron los años de la estabilidad, el crecimiento y la modernización que trajo la Convertibilidad.

Pero, interpretadas por el peronismo y secuestradas por una estructura completamente refractaria de los cimientos completos de la libertad, esas ideas terminaron chocando contra el empecinamiento de no tocar los intereses de los peces gordos peronistas y la estructura estatal y paraestatal de la que viven.

Así y todo, el país pudo tener una idea de lo que significa aliviar el peso de las regulaciones sobre las espaldas de los ciudadanos. 

Pero la presión por el mantenimiento de los antiguos privilegios tuvo más fuerza y todo aquel avance se derrumbó como un castillo de naipes.

De allí en más el país retrocedió a lo peor de lo que habían sido las causas de su estancamiento producido a mediados del siglo XX y, en muchos casos, multiplicó y profundizó el mismo tipo de políticas que lo habían postrado. Esa sería su regla por las siguientes dos décadas, dominadas ambas por el montonerismo kirchnerista.

Destacadas figuras de ese engendro político (entre ellas la jefa del movimiento, Cristina Fernández de Kirchner, y una reciente ministra de economía, Silvina Batakis) señalaron a José Ber Gelbard como su referente económico y cómo el mejor ministro de economía de la historia.

No era extraño entonces que, con esas inclinaciones, los desvaríos de los ‘70 regresaran renovados, como si el país no los hubiera probado ya y no se hubiera estrellado con ellos contra una gruesa pared de hormigón.

En eso consiste la excepcionalidad argentina: la perfecta definición de la locura que nos entregara Albert Einstein, “pretender obtener resultados distintos de hacer siempre lo mismo”.

Por eso el país es un país fuera de sus cabales.

Ahora ha regresado la multiplicidad de tipos de cambio. Cómo el kirchnerismo es un as en la pretensión de que borrando del lenguaje ciertas palabras, lo que denotan esas palabras deja de existir de verdad (así lo ha hecho con la inflación, con la pobreza, con el desempleo) ahora se ha propuesto borrar del mapa la palabra “devaluación” y se empecina en mantener el tipo de cambio oficial bajo mini modificaciones diarias para “hacer de cuenta” que nadie las nota.

Pero como con esa terquedad toda la actividad cruje con si estuviera a punto de partirse en mil pedazos, va inventando cotizaciones del dólar ad hoc que surgen de aplicarle al tipo de cambio oficial distintas alquimias que lo alteran.

Las distintas combinaciones de esas alquimias han dado como resultado la existencia en el país de 40 tipos de cambio diferentes, según sea la actividad que uno desarrolle.

Se trata de una involución de unos 500 años en la historia del Derecho que trajo al mundo como uno de sus primeros principios que las reglas deben ser generales para todos y que no puede haber piezas jurídicas poco menos que con nombre y apellido. 

La Argentina está encabezando una contra rebelión universal contra ese principio, inventando, todos los días, reglas con nombre y apellido (Qatar, Coldplay, Netflix, Soja, Lácteo, para nombrar solo unos pocos de esas 40 cotizaciones distintas del dólar)

Lo peor del caso es que la Argentina ya sabe cómo termina la película. Es precisamente esa la medida de la dimensión de su locura: sabe que se va a estrellar pero mantiene y profundiza el rumbo de la colisión.

No es extraño que en este contexto hayan salido a relucir como si fueran hongos viejos después de una intensa lluvia, todo tipo de publicaciones de aquellas épocas que permiten constatar cómo el país calca sus errores en la esperanza de que esta vez el dibujo calcado resulte diferente.

Pues no resultará diferente: a iguales políticas, iguales resultados.

El genio económico referente del kirchnerismo, José Gelbard, embretó al país en una irrealidad de congelamientos y regulaciones que lo dirigieron al fenomenal estallido del Rodrigazo: ajustes dramáticos que pulverizaron en nivel de vida de millones.

Alegremente vamos hacia eso. El Instituto Patria le encargó a su encuestadora cautiva, Analogías, una encuesta con dos preguntas: si se está de acuerdo con un congelamiento de precios y con un aumento de salarios de suma fija.

Cómo los encuestados respondieron que “sí” en un 56% y un 53% respectivamente, están presionando a Massa para que implemente eso rápidamente: Gelbard puro.

Nótese que pese a lo direccionado de la encuesta “solo” una mínima mayoría respondió que sí. Ese es el lado positivo de la historia: ya casi la mitad del país entendió que el congelamiento de precios y las subas de salarios por decreto no sirven para mejorar el nivel de vida. Eso sí: todavía hay una mayoría de cabezas de termo que lo creen. Eso explica la perdurabilidad kirchnerista.

Pero más allá de todos estos avatares, lo que queda claro es la manifiesta inclinación argentina por repetir lo que la destruye.

Los días que vivimos no son una excepción (sino más bien una confirmación) a esa regla.

Por Carlos Mira
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