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Hacia la independencia dependiente

Muy orondo el presidente se sentó frente al zar ruso, Vladimir Putin, y le dijo que “la Argentina quería dejar atrás su dependencia de los EEUU y que quería convertirse en la puerta de entrada de Rusia a América Latina”.

¡Qué singular declaración! Los capitanes del Ejército de Liberación Argentino entregándose a los brazos del oso ruso, así, sin más. Porque el presidente no declaró la independencia de cualquier potencia extranjera -como decía la Declaración de la Independencia del 9 de Julio de 1816 cuando aclaró que la desvinculación no era solo de España- sino que expresamente aclaró que abandonaba una supuesta dependencia para echarse a los brazos de otra.

La Argentina nunca dependió de los EEUU en los términos en que las palabras dependencia o independencia se interpretan en los términos internacionales. Es más, desde principios de siglo XX se planteó a sí misma ser un competidor de los EEUU. Entendió que tenía con qué entrar en esa competencia y salir airosa de ella y no escatimó esfuerzo alguno por manifestarla y por intentar sostenerla.

Quizás en esas lecturas tempranas de la diplomacia local se puedan hallar las respuestas a muchos de los interrogantes que surgieron luego, no solo en el plano de la ubicación internacional de la Argentina frente a hechos de conmoción mundial sino a su propia situación interna.

En términos de inversiones y comercio, los EEUU han perdido total preponderancia en el cuadro de resultados de la Argentina. Ambas variables han caído sostenidamente desde hace años.

En términos culturales los gobiernos peronistas han hecho un ostensible esfuerzo –que justamente continúa ahora- por cortar todo lazo de influencia norteamericana en las costumbres, en las marcas de consumo, en la jurisprudencia, y en los usos cotidianos de la sociedad (todo esto, claro está con independencia del éxito que hayan tenido en su cometido)

El propio nacimiento de la Argentina se vincula, sin embargo, con el fuerte cimbronazo intelectual que produjo la Revolución Americana en todo el mundo. La élite pensante de la Argentina que configuró, luego de los años de la Guerra Civil 1820-1852, los contornos institucionales del país se inspiraron precisamente en las instituciones norteamericanas, las primeras que le habían dado al mundo una prueba práctica de haber inventado un sistema de convivencia que funcionaba en los hechos de la vida concreta de los ciudadanos comunes.

Nuestra Constitución, como dijo el convencional constituyente Gorostiaga, “está vaciada en el molde norteamericano”. Eso dio origen a un seguimiento de doctrina que comenzó a trazar las primeras líneas de la jurisprudencia argentina.

El país se catapultó al estrellato de la mano del seguimiento de esas instituciones. Su éxito, repito hacia las primeras décadas del siglo XX, le hizo creer que más que el mejor alumno mundial de un sistema de vida que funcionaba, se podía convertir en su contestatario.

Hoy, un siglo después estamos viendo qué fue lo que logró ese extraordinario chiste: un país sumido en la pobreza, en donde más de cinco millones de personas no comen lo que deben comer para su desarrollo y en donde el peso específico del país se hunde cada día más en una ominosa decadencia que no se detiene.

Quizás la frase de Fernández frente a Putin es una firma simbólica final sobre ese recorrido de abandono de la Argentina de las mejores tradiciones democráticas que el mundo conoce. El presidente ha dicho que queremos poner fin a todo vestigio que aun quede presente de la “dependencia” de un modelo republicano para pasar, no a ser independiente para buscar nuestro destino bajo nuestras propias formas (algo que también sería osado en la medida que el mundo ya sabe lo que hay que hacer para vivir bien y producir un nivel de confort generalizado en la ciudadanía), sino a ser un apéndice de una autocracia que persigue disidentes, enmudece a los adversarios políticos, invade países vecinos, troncha la vida de los homosexuales y de las mujeres y le rinde culto a un tótem humano que juzga y decide sobre la vida y el futuro de sus súbditos (porque no se puede hablar de “ciudadanos” en esas condiciones)

A este carro inmundo quiere atar el peronismo el vagón argentino: a los designios de un país que no renuncia a sus objetivos imperiales, completamente inconfiable como proveedor (como lo probó el vergonzante episodio de las vacunas Sputnik) como socio comercial y como aliado institucional.

El presidente prometió que la Argentina, bajo esta nueva dependencia (a la que sí se aspira, a la que sí se quiere, a la que sí se persigue, a la que sí se recibe con los brazos abiertos) será “la puerta de entrada de Rusia a América Latina”.

¿Qué imagina el presidente? ¿Una nueva Cuba a los pies de una nueva Unión Soviética -imaginaria en los hechos pero real en el corazón de Putin- que encuentra una cabecera de playa americana para llevar una nueva revolución de servidumbre al resto del hemisferio? ¿Eso quiere el perokirchnerismo?

Resulta patético ver a un hombre sin formación alguna –y lo que es peor, sin convicción alguna- comprometer alegremente al país con un paraíso de esclavitud y silencio, con un imperio atrasado tecnológicamente que no duda en utilizar la fuerza para reprimir a su población y para aplastar la independencia de sus vecinos, solo por protagonizar un nuevo vómito de envidia y resentimiento contra quien, pese a todo, sigue siendo el faro de la libertad mundial, le guste a quien le guste.

El papel de Fernández como un Parrilli más, como un amanuense que cumple las órdenes y los designios de una vicepresidente visiblemente desequilibrada que desde hace rato filtra todas sus decisiones por un paño de odio y rabia contra todo lo que contradice sus complejos de juventud, es francamente triste. ¿Qué sentirá el presidente cuando el espejo le devuelve la imagen de un hombre sin carácter, que la va de guapo, pero que no tiene lo que hay que tener para pararse de manos delante de tanta impostura?

A veces es preferible mantenerse en el llano antes de alcanzar los más altos sillones del Estado para, desde allí, subir a la cima del oprobio y el deshonor.

Por Carlos Mira
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