
El hecho que tuvo por protagonista a un jubilado en Quilmes y a seis delincuentes que vinieron a asaltarlo, ha tenido derivaciones que permiten discutir un tema mucho más amplio que el que se limita solamente a los hechos.
Como sabemos, Jorge, de 70 años, ha sido imputado por asesinato y se discute incluso si su calificación podría estar agravada por alevosía. Frente a la reacción popular que en general avala lo que hizo, la profesión legal levanta la letra de la ley y justifica su prisión y su proceso.
Era la sexta vez que asaltaban a Jorge. Fue brutalmente agredido, golpeado y lastimado. Muchos dicen que si no se acepta el argumento de la legítima defensa (porque Jorge no mató al delincuente en su casa, sino fuera de ella luego de seguirlo) sí podría caber el principio de la emoción violenta teniendo en cuenta el marco general en que ocurrieron los hechos y los antecedentes en esa misma casa. Otros dicen que no, porque la persecución implica un tiempo que pudo ser utilizado para reflexionar y en consecuencia la pasión ciega que caracteriza a la emoción violenta no estaría (o no debería) estar presente.
Se trata en todos los casos de disquisiciones menores frente a la enorme posibilidad que nos da este caso para discutir la gigantesca distancia que hay entre la ley y el Derecho.
Todas las argumentaciones que tratamos de resumir aquí tienen que ver y están limitadas a los alcances de la ley escrita. Son contrastes entre el hecho y lo escrito por el legislador.
Pero lo que olvidamos es que lo escrito por el legislador -la ley- es un producto muy menor frente a la inmensidad del Derecho. Es más, bajo determinadas circunstancias podría no haber ley; pero siempre hay Derecho.
El Derecho constituye un conjunto de principios no escritos que reflejan el orden natural y corriente de las cosas, aquel que coincide con el orden cósmico y universal de la naturaleza que, si es transgredido, reacciona salvajemente.
En efecto, el Universo tiene un orden perfecto, inmenso, que no podría ser tan inmenso y tan perfecto si no tuviera un orden y que es tan perfecto e inmenso precisamente porque lo tiene.
La ley humana, ese producto subalterno, creado por un ser imperfecto, injusto y corrompible como el hombre, debería tratar -en la medida de lo posible- de ser el fiel reflejo de ese orden natural y, en todo caso, tratar, al menos, de no contradecirlo.
Cuando la ley humana contradice el orden natural y corriente de las cosas, el Universo estalla y se rebela. Y el que tiene razón es ese orden superior; la que está equivocada es la ley.
Toda vez que el hombre en uso de su invariable altanería se crea con poder como para desafiar lo dispuesto en el orden natural, se producirán graves disrupciones en la organización social con consecuencias imprevisibles.
Desde hace años, siguiendo un espíritu profundamente francés (más precisamente jacobino) el orden legal argentino -fabricado por personas educadas en aquel espíritu- se ha creído con poder para desafiar el orden de la naturaleza. Con poder de dar vuelta el orden natural y corriente de las cosas y transformar en “bien” lo que está mal y en “mal” lo que está bien. El resultado ha sido calamitoso.
Al conocimiento de ese orden se llega por percepción. Pero sus principios son tan claros que toda alma razonable y de buena fe puede discernirlos con cierta facilidad. Para ser claros y tajantes diremos que todo el mundo sabe lo que está bien y lo que está mal. La ley castiga el delito porque está mal; no es que las cosas están mal porque la ley diga que son delitos. Aun cuando una corriente negacionista aboliera todos los delitos en la ley escrita, los delitos seguirían estando en su lugar por el imperio del Derecho. Ese derecho es conocible por todos, porque está en el orden natural y corriente de las cosas.
Robar, ir a quitarle lo suyo a los demás, golpear, lastimar, matar está mal porque no está en el orden natural y corriente de las cosas que la gente ande por la calle matando a otra gente. Eso lo saben todos. Esté o no escrito en la ley.
El soberbio que decide rebelarse contra ese orden impuesto por el Cosmos y sale a robar, asaltar, lastimar, golpear y matar, debe atenerse a las consecuencias que la naturaleza tiene preparadas para él.
Como la ley escrita por el hombre asume para sí que todos la conocen una vez que pasó una semana de publicada, el Derecho (ese que representa el orden natural y corriente de las cosas) también es conocido por todos. Rebelarse altaneramente contra él tiene sus consecuencias.
Si aquel producto, chiquito, subalterno, de segundo orden (frente a la inmensa perfección del Universo), que es la ley, pretende -por retorcimientos humanos- contravenir lo dispuesto por el orden universal, el Derecho se las rebuscará de todos modos para hacer valer su supremacía.
Por eso hasta los propios profesionales de la ley (los abogados) admiten que a Jorge le conviene allanarse a tener un juicio por jurados porque saben que esa sabiduría llana de la gente rasa y sin contaminaciones “legales” absolverá a Jorge, porque entienden que su conducta puso los dados de la Justicia en su lugar.
El delincuente salió a desafiar lo que el Derecho manda no se puede hacer. Lo hizo igual. Y murió en el proceso. No fue Jorge quien lo mató. Fue la furia del Universo, cansado ya de que tanto lo atropellen.
La Tierra siempre tendrá un Derecho, aunque no haya leyes escritas. El Universo es demasiado perfecto como para ser gobernado por papeles con el soberbio nombre de “ley”. La humilde tarea humana debería consistir en compatibilizar la ley escrita con los dictados de la Naturaleza.
En el caso que nos ocupa, aunque al delincuente de Quilmes lo ampare la ley, a Jorge lo ampara el Derecho.