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Uruguay y la constitución de 1853

La terminología que está utilizando el presidente uruguayo para seguir con su política de atracción de extranjeros a su país, me hace acordar a la que usaban los constituyentes, y especialmente Alberdi, en los años previos a la Constitución de 1853. Se trata de una receta simple: dar beneficios para que la gente venga. ¿Qué tipo de beneficios? Por supuesto beneficios de bolsillo y de seguridad.

Los años pasan pero la naturaleza humana no cambia: siempre busca que no le roben el fruto de su trabajo y estar seguro con su familia. No es difícil.

La Argentina, que fue pionera en América Latina en entender y adoptar esos principios tan primarios -desentrañados de los pliegues psicológicos de la conducta humana por los americanos del norte-, sufrió una increíble involución hacia mediados del siglo XX con la irrupción del fascismo peronista.

Ese impacto desafió la lógica humana y comenzó a instaurar un tipo de legislación que, en lugar de basarse en la más natural condición del hombre, lo hizo en expectativas supererogatorias como si los seres humanos estuvieran hechos de una materia diferente de la que están hechos.

Sobre la base de la estafa de la “justicia social” impuso un régimen de exacción vendiendo la demagógica idea de que el Estado iba a quitar riqueza “excedente” de aquellos que la tuvieran “en exceso” para redistribuirla entre quienes no la tenían. El resultado está a la vista: 75 años de decadencia completa y sin pausa.

Lo de la “Justica Social” no fue más que un verso para robar riqueza ajena y quedársela ellos, en un gambito de corrupción que también corroyó las bases morales del país, retroalimentando su desplome.

A partir de ese momento comenzó a extenderse la imagen de políticos ricos y ciudadanos cada vez más pobres; de entongues entre unos cortesanos que comenzaron a formarse a la vieja usanza del régimen colonial para obtener riquezas, no por imponerse en la competencia del mercado (como había sido hasta ese momento, con el consumidor como beneficiario) sino por conseguir un conchabo con el Estado y sus funcionarios.

La persistencia de este sistema, construyó un orden jurídico nuevo que anuló y reemplazó el que se derivaba de la Constitución; un orden jurídico, restrictivo, prohibitivo, inquisitivo, intrusivo, confiscatorio, burocráticamente denso, regulador, complicado, contradictorio y oscuro que inmediatamente generó una reacción de autodefensa.

La economía del país giró completamente hacia la informalidad para tratar de evadir el fárrago de resoluciones complicadas, extractivas y violatorias de los derechos civiles, con lo que el Estado comenzó a recaudar cada vez menos en términos relativos al mismo tiempo que multiplicaba exponencialmente sus gastos. Más gastos, más impuestos legislados y menos impuestos cobrados.

El resultado fue el nacimiento de enormes déficits que fueron cubiertos con otra ocurrencia disparatada: la emisión monetaria.

El peso argentino, una de las monedas más fuertes del mundo al terminar la Segunda Guerra Mundial con un respaldo en oro metálico incomparable, comenzó a perder valor aceleradamente hasta que terminó, hacia el inicio de los ’90, con 13 ceros menos, luego de casi 60 años de inhalación del gas peronista.

Obviamente, una consecuencia de la profundización de este dislate durante el kirchnerato I y II, fue la creciente expulsión de ciudadanos individuales y de empresas que progresivamente se fueron yendo del país.

Algunos lo han hecho físicamente incluso, privando a la Argentina de las mejores mentes, que se retiraron a colaborar con el engrandecimiento de otras tierras. Otros lo hicieron patrimonialmente, poniendo sus ahorros a resguardo de un Leviatán insaciable que no tiene piedad con el derecho de propiedad. A los efectos prácticos unos y otros producen las mismas consecuencias: pobreza.

Es decir, luego de 75 años la enorme mentira peronista queda al descubierto aún para los más tercos. No hay más que mirar cómo viven, por un lado,  un dirigente peronista o un sindicalista hoy  y, por el otro, un votante peronista,  para tener una dimensión de quién ha sido el beneficiado de la instauración de este régimen de “justicia social”.

En el otro extremo, Uruguay, un país chico, apenas a unos kilómetros de nosotros, ha abierto los ojos. Después de caer en delirios semejantes a los de la Argentina (no tan ridículos, pero sí semejantes) tiene hoy un presidente que se expresa en estos términos: “El Uruguay ofrece un país de puertas abiertas con una política migratoria que otorga un marco de seguridad pública, jurídica y económica para todas las personas extranjeras que deseen radicarse” y es “intención del Poder Ejecutivo impulsar una política de estímulo a la inversión como instrumento idóneo para la generación de empleo y mejora del bienestar general”.

¿Descubrió el humo de la pólvora? No, eso ya está inventado hace siglos. Como también está inventada la naturaleza humana. Lacalle no ha tenido más mérito que el de ser suficientemente humilde ante ella, entenderla y legislar en consecuencia. Lo mismo que había hecho la Argentina hace 170 años.

Si esa política uruguaya continúa, es posible que el país pase a tener 10 millones de habitantes en algunos años, que su riqueza se multiplique, su infraestructura progrese y su pueblo alcance la igualdad en la riqueza (que es siempre disímil) mientras otros se hunden en la deshonrosa igualdad de la miseria.

Ah, me olvidaba: ¡Viva Perón!

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