Si el deseo ideal de la sociedad es mejorar su actual condición, la Argentina está frente a un problema serio; quizás el más serio que un país pueda enfrentar.
Porque para mejorar, la Argentina debería regresar a sus “peores” prácticas. En otras palabras, para mejorar debería “empeorar”.
Y con esto no me refiero a los usuales casos en donde la aplicación de una medicina dolorosa, da paso, luego, al goce de una mejor condición. No. Me refiero a un regreso axiológico a los “peores” valores de la vida para poder mejorar.
Pero, ¿cómo es eso de volver a los “peores” valores de la vida para poder mejorar?, ¿acaso te volviste loco?, se me podrá decir. Pero, no, no me volví loco. Sólo estoy jugando aquí un poco con la ironía.
Durante décadas el populismo de origen gramsciano ha hecho un constante repiqueteo sobre ciertos valores fundacionales del ser humano. No hablo aquí de la Argentina. Hablo en general de los valores que nuestros abuelos y padres nos enseñaron y fueron trayendo a la humanidad hasta donde está. Hablo del mérito, de la responsabilidad, del respeto, de la contracción al trabajo, de la puntualidad, de la limpieza, del cumplimiento del deber, de la satisfacción por un trabajo bien hecho, por la plenitud del que da un servicio, por el orgullo del que crea algo nuevo, por la aceptación de las consecuencias de los errores, las fallas o las malas decisiones, de la cortesía, y del don de gentes.
Todos esos valores han sido sistemáticamente vilipendiados, ofendidos, ninguneados. Se han orquestado campañas explícitas y subliminares para mofarse de ellos y se ha ido llevando a la gente al convencimiento profundo de que esos son valores descartables; que son lo peor.
Sin embargo esos valores han sido los que han llevado -no solo a la Argentina cuando los practicó- sino al mundo entero a progresar y a constituir sociedades civilizadas y avanzadas.
La contracción al trabajo, la responsabilidad, la recompensa merecida a la creatividad y a la innovación, impulsaron a cientos de millones de personas (países enteros) a dejar la pobreza atrás y adentrarse en un mundo de confort y avances que la humanidad nunca antes había conocido.
La Argentina disfrutó brevemente del imperio de esos valores cuando a oleadas inmigratorias que solo buscaban paz y seguridad jurídica para el fruto de su trabajo se les unió una legislación que premiaba el esfuerzo, reconocía el mérito, recompensaba la inventiva y estimulaba el progreso sobre la base del respeto y de la responsabilidad individual; por el simple trámite de reconocer y hacerse cargo de las decisiones propias.
El éxito rotundo que ha tenido el constante bombardeo sobre esas ideas ha llevado al convencimiento de una masa muy sólida de ciudadanos (especialmente los más jóvenes) que esos valores no valen nada; que son antigüedades inservibles que solo caracterizan a estúpidos que creen que lo bueno vendrá con el tiempo.
La inmediatez exigida para los resultados es directamente contradictoria de la idea del “sacrificio” del goce actual para obtener mejores condiciones luego: nada de “mejores condiciones luego”, yo quiero lo mejor ya mismo.
¿Quién convence ahora a esa base extendida de ciudadanos que es necesario volver a las fuentes de lo que ellos consideran los “peores” valores para poder mejorar? ¿Quién los convence cuando, además, los resultados del cambio de valores no va a ser inmediato sino que, justamente, habrá que esperar tiempo para verlos?
Este es el intríngulis en el que el populismo peronista ha puesto al país. Al destruir la educación clásica y haber inculcado en la mente de los jóvenes la idea de que los valores de sus padres y abuelos eran un conjunto de inmundicias, destruyó también el motor más fabuloso jamás inventado por el hombre para progresar y mejorar: la noción de sembrar hoy para cosechar mañana. El peronismo tiene la excusa de que no es el único que ha impulsado estas ideas en un país. En efecto, son varias las sociedades que están atravesando por calamidades similares. Y en eso, de alguna manera, podemos ver el enorme éxito que han tenido las tácticas del marxista italiano Antonio Gramsci.
Pero en ningún otro lugar del globo la destrucción ha sido tan marcada como en la Argentina. En ningún otro sitio puede verse el contraste entre dos etapas de un país: una marcada por la concreción del desarrollo y otra por la estrepitosa caída en la miseria.
“Empeorar” es lo único que nos queda para mejorar. E incluso al “empeoramiento” irónico al que hemos recurrido en nuestra exageración, es muy probable que siga un empeoramiento real por el que habrá que pasar para recién luego volver a asomar la cabeza hacia el progreso.
¿Qué argentino estaría dispuesto a, primero entender, y luego ejecutar ese camino? ¿Ustedes creen que hay muchos que lo entenderían? Y puesto que alguno lo entienda, ¿creen ustedes que luego estén dispuestos a arremangarse y comenzar el camino?
El daño producido por la destrucción de los mejores valores hasta convencer, incluso, a la gente de que esos eran los peores valores ha sido inmenso. Para muchos definitivo. Insalvable.