
Voy a ser directo para que, desde el principio, quede claro lo que quiero transmitir. Y para hacerlo no tengo mejor herramienta que transcribir un párrafo de la obra que quizás haya sido -al mismo tiempo- el más importante tratado de filosofía social y de sociología política de la historia humana y la obra menos referida y consultada por el mainstream de los think tanks, de los analistas y de los filósofos políticos actuales.
Me refiero a la monumental obra de Alexis de Tocqueville, La Democracia en América, que en 1835 fue un milagro de la literatura sociopolítica y un arresto de clarividencia sobre lo que sería el mundo a partir de allí.
Dice Tocqueville en el Tomo 1 de la obra: “En Europa estamos habituados a mirar como un gran peligro social la inquietud del espíritu, el deseo inmoderado de riqueza, el amor extremado a la independencia.
Pero son precisamente todas estas cosas las que les garantizan a las repúblicas norteamericanas un largo y pacífico porvenir.
Sin estas inquietas pasiones, la población se concentraría en determinados lugares y no se tardaría en experimentar -como sucede entre nosotros- necesidades difíciles de satisfacer. […]
A menudo los americanos llaman “laudable industria” a lo que nosotros llamamos “amor al lucro” y ven con cierta pusilanimidad lo que nosotros consideramos como moderación de los deseos.
En Francia la sencillez de los gustos, la tranquilidad de las costumbres, el espíritu de familia y el amor al lugar de nacimiento se consideran como positivas garantías de la tranquilidad y la felicidad del Estado; pero en América nada parece tan perjudicial a la sociedad como las referidas virtudes […]
¡Feliz país el del Nuevo Mundo en donde los vicios del hombre son casi tan útiles a la sociedad como sus virtudes!”
Traslademos esta mirada a América Latina en general y a la Argentina en particular. Nuestra matriz cultural viene indudablemente de la Europa continental a la que se refería Tocqueville. No solo eso: nuestra herencia es la de la hispanidad católica, inquisidora, prohibitiva, chata, culposa, estratificada, organicista, piramidal.
Tocqueville describe las diferencias entre los Estados Unidos y su Francia natal, que, aún en Europa, tenía respecto de la España católica, indudables ventajas en cuanto a la apertura mental y a la aceptación de algunas libertades del espíritu. No obstante, Tocqueville anotaba las distancias que los Estados Unidos tomaban de aquellas costumbres quedadas y pusilánimes cuando de tener una concepción de vida frente a la riqueza material se trataba.
Naturalmente esas tradiciones migraron a la América española con la conquista. Es más, España y en particular el catolicismo español, se proponían aislar a las nuevas tierras de los peligros que acechaban a la mismísima Madre Patria en Europa.
La rebelión contra el statu quo debía ser barrida de la faz de la Tierra; nadie podría desafiar el orden jerárquico ni mucho menos aspirar a abrirse paso en la vida por sí mismo. Eso era un anatema.
Esta leche es la que nuestra cultura ha mamado. Por si aquellas costumbres apocadas y temerosas (aunque pretendieran esconderse bajo el justificativo de que el real prestigio social debe provenir no del dinero ni de la riqueza sino de la grandeza espiritual y de la reputación intelectual) no fueran suficientes nos cayó encima de la cabeza la peor versión del catolicismo “antigüista”, atrasado, estratificador, unanimista, corporativo y jerárquico.
Hoy en día, en la Argentina, aún los partidos democráticos y de los que no puede dudarse de sus buenas intenciones y de su pasado democrático -como, típicamente, es la Unión Cívica Radical, por ejemplo- puede notarse ese intríngulis irresuelto en una guerra interior entre sus convicciones democráticamente constitucionales y sus aspiraciones de frenar -de algun modo- lo que Tocqueville llamaba el “deseo inmoderado de riqueza”.
Dicen que la búsqueda exclusiva del bienestar material -más allá del que ya sería suficiente para vivir bien- es una actitud nociva para la sociedad y que, si bien, en principio, no son partidarios de poner obstáculos para el crecimiento individual y para el ascenso social, no deben estimularse esas conductas, sino, al contrario, hacer lo posible para transmitir que lo socialmente elevado es la moderación.
De nuevo, citando a Tocqueville: nada es más perjudicial para el bienestar social e incluso para la estabilidad política y la paz social que la propensión a ese pensamiento.
La moderación puede ser una virtud personal, individual. Pero no puede convertirse en la brújula cultural del país porque de ser así la Argentina no saldría de una medianía gris. En este sentido, la moderación hacia la riqeza se parece mucho a la solidaridad: no puede ser impuesta como una regla moral del Estado.
Estimular (ejerciendo una fuerte influencia sobre la media cultural del país) un tipo de orden jurídico y social que ponga cortapisas (legales o provenientes del “concepto social” [cuya presión es a veces más fuerte que la que proviene de la ley]) a los bríos de los que tienen un “deseo inmoderado de riqueza”, rompe uno de los motores más formidables que la humanidad ha conocido para avanzar, mejorar la condición social de todos, generar paz, tranquilidad y eliminar o reducir drásticamente la pobreza.
Hemos dedicado las últimas columnas que escribimos en este lugar a los orígenes del pobrismo en la Argentina y a los daños palpables (tenemos 50% de pobres y 60% de pobreza entre los chicos de menos de 14 años) que ha producido.
Pero al lado de ese sinsentido extremo -que una parte cada vez más consistente de la sociedad afortunadamente condena- existe un producto socialmente más extendido, como una cultura adquirida, que ve con recelo la búsqueda indisimulada de riqueza.
Todo el mundo se ataja y dice que, más allá de sus convicciones personales en cuanto a lo que debería entenderse por una vida “ideal”, no estimularían una legislación que les prohíba a las personas hacerse ricas, muy ricas o directamente opulentas. Pero lo ven mal. Son muchos los que lo ven mal. Es una especie de “sí, pero”: “de ninguna manera estableceremos prohibiciones o límites (mientras la riqueza sea producida lícitamente) para que las personas tengan un supuesto techo hasta donde podrían crecer… pero veríamos mejor que la gente no persiga la riqueza desmedidamente y que se autolimite a una vida austera”.
Pues bien, esta postura, que no es la del pobrismo, desde ya, pero que le cuesta admitir que una persona o que muchas personas pongan todas las energías de su vida en tener más riqueza es precisamente la que configura un lastre, un ancla para la Argentina y que, desde luego, las fuerzas del pobrismo explotan políticamente a su favor.
Mientras esta estupidez no sea removida de la conciencia social argentina, el país será, cuando mucho, un país mediocre, como si funcionara con un motor que ratea.
Fíjense, entonces, la dimensión que tiene el problema que enfrenta el país: no solo hay que terminar con el extremismo del pobrismo católico, fascista, peronista, de cruz y espada, sino luego ir por una capa cultural más profunda y aceptada por una gran mayoría (incluso por muchas franjas sociales que repugnan el pobrismo peronista) según la cual perseguir la riqueza material está mal.
Mucho de este choque cultural se ve en los subsuelos de Juntos por el Cambio. Hay allí una guerra sorda entre los que se animarían a desatar todos los amarres a los que hoy está sujeta la creatividad individual argentina y los que siguen creyendo que sería conveniente mantener algunos de esos amarres porque, después de todo, no son tan malos.
El país está muy mal como para proponer soluciones a medias. Aquí el bisturí debe ir a fondo para terminar definitivamente con la gangrena de la miseria. Si no desatamos las manos de los que desembozadamente quieren volverse ricos, si los señalamos con el dedo moral de la acusación social o si -tanto peor- les seguimos prohibiendo trabajar directamente por la vía de la ley, la Argentina (y mucho más los pobres) jamás saldrá de su condena a la miseria.
“Si no desatamos las manos de los que desembozadamente quieren volverse ricos …”.
Carlos: el problema es que los que tienen las manos desatadas desde hace rato son los políticos y toda su casta. A esos habría que atárselas (o cortárselas). Saludos