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Lo que puede el odio

La lectura de labios en el rostro de Marcelo Macarrón fue clara cuando el mismísimo fiscal del caso “Nora Dalmasso” dijo que le ahorraría tiempo a la defensa y que él mismo solicitaría la absolución del viudo: “hijo de puta” le dijo el hasta ese momento imputado por el crimen de su esposa a Hernán Vaca Narvaja, el periodista de la revista “Sur” que a toda costa durante 16 años había querido colocar el apellido Macarrón en la escena del crimen…

Quiero decir: cualquier Macarrón. Le daba lo mismo que fuera Facundo (el hijo del matrimonio que fue el primer imputado serio en la causa [digo “serio” porque previamente habían detenido brevemente a un perejil -Gustavo Zapata- un pintor que estaba haciendo trabajos de refacción en la casa]) o Marcelo, el viudo que en el momento del crimen estaba jugando un torneo de golf en Punta del Este.

Forzó de mil formas los hechos, los retorció con su relato cargado de odio clasista en la revista para la cual escribía con tal de convencer a la audiencia de que las bajezas de la “clase alta” llegan a veces a caer tan bajo que terminan en escenas de sexo, promiscuidad y muerte como lo probaba el caso de Nora Dalmasso.

Marcelo Macarrón era un médico traumatologo reconocido en la sociedad riocuartense y Nora venía de una familia de clase media alta cuya familia siempre tuvo distintos comercios.

El nivel de vida que llevaban en el barrio Villa Golf no se los había regalado nadie, como cuenta en el reciente documental de Netflix que relata la historia del crimen y del juicio, Cecilia Balbo, una amiga de la familia.

Habían trabajado duro para comprar primero el terreno y luego construir la casa que habían soñado. Pero, justamente, toda esa carrera de mérito no contaba para el resentido social Vaca Narvaja. Fiel al odio que destila el apellido de esa familia (Fernando, el tío de Hernán y consuegro de Cristina Fernández de Kirchner, fue un asesino confeso que lideró la banda terrorista Montoneros, que bañó de sangre al país en los ‘70) se había propuesto condenar socialmente a los Macarrón porque para él constituían el epítome de todo lo que odiaba: estilo de vida, viajes, tipo de deportes que jugaban (Marcelo había sido un buen jugador de rugby y ahora jugaba al golf), su ropa, sus amigos, sus preferencias… En fin, todo aquello era un combo que en su estómago funcionaba como un enorme bollo de bilis envidiosa.

Hasta publicó un reportaje a un piloto que dijo que habría sido físicamente posible para Macarrón tomar una avioneta clandestina en Punta del Este, volar 890 km hasta Rio Cuarto, matar a su mujer y regresar a Punta del Este para presentarse a jugar el torneo de golf a la mañana siguiente. Un delirio completo.

De Facundo había dicho que había matado a su madre luego de que tuviera una fuerte discusión con ella cuando le confesó que era gay. Facundo estaba en Córdoba Capital esa noche, pero de todos modos insistió en que había viajado en auto a Río Cuarto esa noche, que había asesinado a su madre y luego regreso a la capital de la provincia para asegurar su coartada.

Vaca Narvaja se convirtió, desde afuera de los tribunales, en el principal motor que mantenía encendida la máquina acusatoria de los Macarrón. Llegó a tal extremo la agresividad y el ensañamiento que el abogado de la familia le inició y le ganó un juicio por injurias y daño moral pero del que luego se arrepentiría considerándolo el “peor error táctico” de su carrera pese al triunfo legal, debido a que el nivel de furia lejos de disminuir, subió.

Detrás de esa infantería periodística de odio (que Vaca Narvaja lideraba junto a otros dos periodistas locales) funcionaba la clásica tropa de periodistas pusilánimes que, pese a que no cargaban con esa dosis de odio social que caracterizaba a la “infantería”, no se atrevían a desafiar el clima que los resentidos habían logrado instalar.

Ese funcionamiento del periodismo ocurre con repetida sincronicidad muchas veces. Sucedió también con el caso García Belsunce en donde el “linaje” de la familia fue su peor enemigo cuando María Marta fue asesinada en octubre de 2002.

En aquel caso, la familia -pese a los horrores “tácticos” cometidos en las horas que siguieron al crimen- siempre señaló a Nicolás Pachelo, un residente de Carmel que ya tenía antecedentes por robos dentro del country y que testigos presenciales vieron en la cercanía de la casa de María Marta el día del asesinato.

Sin embargo, la maquinaria periodística que mezcla a la infantería odiosa con la retaguardia pusilánime, machacó y machacó hasta colocar a alguien de la familia en la escena del crimen la tarde del asesinato.

Carlos Carrascosa pasó años en la cárcel hasta que la Justicia lo declaró finalmente inocente. Hace no mucho tiempo, el caso se reabrió con pruebas contundentes que respaldan la que había sido la hipótesis inicial de la familia: Pachelo fue el asesino.

Resulta francamente repugnante que la profesión se haya visto invadida por esta suerte de oleada de militantes que responde a una tendencia ideológica que tiene al éxito, a la buena posición social, a cierto abolengo (si se quiere) como centro de sus biliosos ataques de envidia.

Con todo, lo más triste no es ese extremo que integran personajes fácilmente reconocibles en la profesión. Lo peor es la segunda línea, integrada por periodistas timoratos que no se animan ya no solo a desafiar lo que tendencia logra instalar, sino siquiera a exponer con valentía lo que ellos opinan de verdad respecto del caso.

Esa gente que parece que siente una tremenda vergüenza por contradecir lo que el extremismo logra instalar es aún más repudiable que el propio extremismo.

Y lo digo porque la pregunta es clara: ¿qué se puede esperar de un conjunto de odiosos que responden a un rencor y a una aversión que uno no entiende muy bien de dónde viene o cómo se originó? Esa gente está completamente perdida. Con ellos no se puede contar para nada: es una bolsa de animadversión irrescatable. 

Pero los pusilánimes son inexplicables. ¿Por qué no levantan la voz cuando uno -en off- sabe que ni siquiera ellos creen en lo que escriben o en lo que hablan? ¿Por qué no se atreven a desafiar a los colegas que integran la infantería de una tendencia ideológica y que no trabajan para un diario, para una radio o para un canal de televisión sino para lo que ellos consideran una “causa”? ¿Por qué no escriben o dicen lo que de verdad piensan? ¿Por qué se pliegan a un tachín tachín que no trabaja por la verdad sino por la imposición de un sistema?

’No lo sé. Tampoco lo entiendo. Pero estas pequeñas muestras que los casos Dalmasso y García Belsunce ponen en evidencia, demuestran que en la sociedad argentina existe un profundo odio por un estilo de vida caracterizado por la abundancia y la prosperidad que, lamentablemente, un conjunto de periodistas (pero que Antonio Gramsci llamaría “agentes inorgánicos”) está llamado a ampliar y profundizar.

Para ellos no vale, como dijo Cecilia Balbo, que Macarrón se “haya roto el culo” para lograr lo que logró: para ellos lo que cuenta es que ellos viven bien, disfrutan la vida y, aparentemente, son felices.

Su odio es contra ese logro. Su discurso dice que con esfuerzo no se puede llegar a vivir como vive esa gente; que esa gente logró vivir así porque cagó a alguien o porque explotó a gente menos afortunada que ellos. ¡Qué discurso atroz, por Dios!

Pero sea como fuere ese discurso ha penetrado la sociedad y va costar mucho removerlo: va a costar mucho lograr que, como primer pensamiento, la gente -cuando ve que alguien tiene éxito en la vida- tenga la idea de que esa gente se esforzó para tener lo que tiene y que no por vivir bien cagó a alguien o simplemente “tuvo suerte”.

Son años y años de un discurso odioso y generaciones y generaciones criadas en ese ambiente de mierda. Sin llegar a los extremos de los Macarrón y los García Belsunce ¿cuánta gente habrá sometida a este bullying social frente al cual parecería que tuvieran que pedir perdón por haber logrado algo en la vida? No lo sabemos.

Pero lo que sí sabemos es que el mayor daño que causa la envidia lo sufre el envidioso. Con lo traumático que ha sido todo para los Macarrón y los Garcia Belsunce, son los que destilaron todo su veneno contra ellos los que en realidad viven una vida contaminada… Una vida de mierda.

Por Carlos Mira

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4 thoughts on “Lo que puede el odio

  1. jorge josé bacigalupo

    Si el Sr. Periodista define con pelos y señas, que cosa son los periodistas, vulgares cagatintas y sus empleadores los “medios de desinformación y calumnias”, así debe ser, sin lugar a duda alguna.-

    Muy bien Sr. Carlos Mira, aquel que quiera entender que entienda lo que ud. tan bien dice sin guardarse nada.-

    Muchas gracias.
    Atte. Jorge José Bacigalupo

  2. Donata Chesi

    Coincido totalmente con tu editorial. En nuestra Argentina ser exitoso es casi sinónimo de«  algo habrá hecho «  con un halo de sospecha envidiosa . Trabajo, esfuerzo y éxito son palabras inquietantes y peligrosas para quienes las ejercitan . . Vi la documental . El trabajo de la policía científica fue vergonzoso ! El FBI ? De crímenes sin resolver tenemos para escribir una enciclopedia ! Y lo del caso Belsunce tampoco se podría decir q todo haya quedado en la transparencia ! Nisman y cientos de víctimas menos glamorosas !

  3. Rafael Sosa

    Excelente análisis dentro de una contundente descripción de este hecho aberrante, nuestra sistema de justicia es LAMENTABLEMENTE SUPER DESONESTO Y CORRUPTO , sin duda alguna, hay miles de pruebas contundentes que comprueban esta categoríca descripción de JUSTICIA ARGENTINA CORRUPTA.

  4. Guillermo

    Impresionante lo suyo! Un análisis exacto de una mentalidad social que odia el éxito, desconfía de los logros obtenidos con esfuerzo y se mofa de quienes creen que pueden concretar sus sueños con trabajo y dedicación. Una sociedad envidiosa, que si bien fue una víctima fulminada por el rayo peronizador, es innegable que desde sus orígenes tiene un campo fértil para fomentar ese tipo de ideologías perversas. Va a ser muy difícil remover al gnomo resentido que llevamos dentro. Si bien se está produciendo un cambio positivo, el tiempo dirá si el Argento promedio está dispuesto a tener la paciencia y la disciplina que hace falta para remover tantos años de hipnosis depositada en el inconsciente colectivo.

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