El fallecimiento del presidente Carlos Menem presenta una nueva ocasión para discutir y recordar su legado. Para ese cometido es preciso, antes que nada, salir de la pusilanimidad clásica que caracteriza a gran parte del periodismo argentino que carece de las agallas necesarias para sobreponerse a las “modas”del momento y circunscribirse a la verdad objetiva de los hechos. Lamentablemente, luego de las tribunas y las tarimas de los políticos, los siguientes elementos más proclives a la demagogia son las cámaras, el teclado y los micrófonos.
Pero si somos capaces de hacer ese esfuerzo de honestidad intelectual caeremos en la conclusión de que, analizada en su contexto, la presidencia de Carlos Menem supera con ventaja a las que las precedieron en democracia y, desde ya, a las que lo sucedieron. Además, el caso de Menem, como intentaremos explicarlo aquí, es un curioso escenario en donde el creador de un modelo exitoso y potencialmente revolucionario, boicoteó su propia obra por un inexplicable apetito político personal del momento.
Digamos que la presidencia de Menem tuvo que empezar con lo que en el fondo fue una fuerte confiscación de ahorros. Ese hecho es innegable. El denominado plan Bonex no fue otra cosa más que eso. La diferencia con otras confiscaciones radicaba en que la medida fue tomada en un contexto que, si se perseveraba en él, era posible creer que se hubiera tratado del último manotazo estatal a los bolsillos de los argentinos.
Consumado ese paso, el presidente puso en marcha el 1 de abril de 1991, el llamado “Plan de Convertibilidad”. El mismo estaba lejos de ser una mera ocurrencia para hacer empardar altaneramente el valor del peso con el del dólar, sino una medida que impedía la emisión de dinero espurio, fuera de la base legítima de respaldo monetario con la que contaba el Banco Central.
Paralelamente el gobierno de Menem y del ministro Cavallo inició un fuerte trabajo de desregulación y de desburocratización de la economía. Dicho de modo general, el gobierno invirtió la tendencia prohibitiva que tenía el orden jurídico argentino respecto de las actividades económicas y paso a una amplia posibilidad de hacer. Derribó miles de barreras estúpidas para el emprendimiento y abrió la posibilidad de llevar adelante ocurrencias productivas de la más variada índole.
El primer mérito del plan no fue económico. En realidad consistió en cambiar por completo el humor social. Una ola de optimismo y esperanza en un futuro mejor invadió el país. Al poco tiempo, la inflación, el mal endémico de 50 años de la Argentina, se desplomó como una enorme montaña de arena vieja.
Al mismo tiempo, los modales del propio presidente llevaron al país a sellar heridas de décadas. Menem se fue a abrazar con el Almirante Rojas, el símbolo de la resistencia antiperonista de los años ’50. Un viento de abuenamiento y de concordia fue muy rápidamente evidente.
El gobierno se desprendió de elefantes inútiles que se habían caracterizado por la ineficiencia, el robo y la corrupción durante los anteriores 60 años: las empresas del Estado. Es verdad que el proceso podría haberse hecho mejor y todos son genios con el dinero ajeno. También es cierto que hubo “vueltos” sueltos en esas operaciones y que muchas tuvieron que ser concedidas teniendo en cuanta un valor menor que el que muchos hubieran pensado. Pero lo cierto es que nadie quería venir a la Argentina, un país caracterizado por la locura y la confiscación del fruto del trabajo ajeno.También habría que introducir aquí un párrafo aclaratorio para explicar que, efectivamente, las empresas no fueron “vendidas” sino que fueron “concedidas” por plazos largos, en la mayoría de los casos de 99 años.
Esa movida significó, además de la liberación de los enormes déficits que esas empresas producían y que impactaban en los bolsillos de todos los argentinos bajo el conocido formato inflacionario, la llegada de decenas de empresas nuevas con una enorme inversión que renovó la alicaída infraestructura argentina. Solo en fibra óptica, apta para la transmisión de datos, voz e imagen, se invirtieron 20 mil millones de dólares. El esquema de privatización de la energía eléctrica, por ejemplo (con su división en generación, transporte y distribución), fue un modelo seguido por todos los países del sudeste asiático que, por esa época, empezaron con procesos similares.
Toda la cadena de valor de esas empresas se renovó enteramente. Ese proceso empresario forzó una modernización impresionante de trabajos, servicios y prestaciones que ni siquiera se conocían en la Argentina. Se crearon miles de empleos nuevos, surgieron cientos de negocios de provisión de materiales y servicios y una enorme cantidad de actividades conexas que se requerían para la gigantesca tarea de actualizar una infraestructura que llevaba cinco décadas de inacción.
La productividad enseguida se incrementó, el PBI creció 54%, el poder adquisitivo del salario real se revalorizó singularmente porque la moneda que los trabajadores ingresaban en sus bolsillos no perdía su valor, siendo que la inflación era prácticamente cero. La economía se abrió y se establecieron bases de competencia que debían continuar con una segunda parte del programa que enseguida explicaremos.
Los efectos sobre el nivel de vida argentino fueron tan ostensibles que era evidente que la sociedad endosaba cada uno de los capítulos del modelo en vigencia.Esa fue la perdición de Menem y del programa que podría haber sacado a la Argentina del ostracismo. Se acercaba el momento de apretar el acelerador e ir por todos los capítulos que aun quedaban modificar para hacer sólidas las bases de una economía saludable y de un país pujante en camino a un sólido desarrollo.Se acercaba el fin del periodo presidencial. Recordemos que la Constitución de 1853 sabiamente impedía la reelección contigua del presidente en ejercicio, que debía esperar al menos un período para volver a presentarse.
Ese momento crucial de la historia le daba al presidente Menem la posibilidad de elegir entre ser un estadista o seguir siendo un viejo caudillo peronista. Lamentablemente el presidente eligió esto último. Empujado por ese ADN maldito de mantener a toda costa el poder, inició gestiones para modificar la Constitución, remover el impedimento de la reelección y con ello acceder a un segundo período. Para lograr ese cometido necesitaba, naturalmente, de los votos calificados del Congreso: dos tercios de cada cámara.
Por esa época el plan necesitaba ingresar en una agresiva segunda generación de reformas. La etapa de bajar la inflación a cero, desregular la economía, abrirla, permitir hacer lo que antes estaba prohibido y traer inversiones masivas, requería de una nueva sintonía. La profundización de la la reforma del Estado, la eliminación masiva de impuestos, la reforma del anticuado orden jurídico laboral, la modificación del sistema de unicato sindical, la reforma del sistema previsional y una actualización moderna de las leyes que regulaban el mercado de capitales, eran condiciones absolutamente necesarias para que todo lo que se había hecho entre 1991 y 1995 no se arruinara y, al contrario, se consolidara. Si esas reformas no se hacían la economía comenzaría a chirriar como lo hacen todas las piezas de un mecanismo forzado: no se puede reformar una parte de un organismo y dejar la otra parte con las viejas regulaciones porque los costos de la antigua estructura lo harán incompatibles con las nuevas reglas y todo sucumbirá.
Concretamente si a las empresas se las obliga a competir a primer nivel internacional para alinear los precios locales con los del mundo (en consonancia con el deseado objetivo de incorporar a la Argentina al mundo civilizado, avanzado y occidental) se deben derriban todos los elefantes que se apoyan sobre las espaldas de esas empresas. El famoso “costo argentino” compuesto por regulaciones burocráticas, leyes laborales fascistas, impuestos ridículos (y, muchas veces, confiscatorios), disposiciones que retiraban de la soberanía de los inversores las decisiones sobre cómo administrar el fruto de su trabajo y de su propiedad, y otras imposiciones semejantes debían ser embestidas y derribadas tal como se embiste y se derriba un muro que impide la libertad y el goce pleno de los derechos.
Obviamente había una madeja de intereses muy fuertes para que eso no sucediera. Caciques sindicales que habían construido sus fortunas y su vida de reyes sobre la base de esa legislación que los privilegiaba a ellos en lugar de satisfacer las necesidades de los trabajadores; políticos de barricada que vivían del gasto público bancado por los bolsillos de los argentinos; empresarios prebendarios e ineficientes que habían hecho fortunas sobre la base de acomodarse a las regulaciones dictadas por el Estado fascista; franjas geológicas enteras que habían “trabajado”a la sombra del Estado, veían que se les venía la noche.Para todos ellos la ambición caudillista de Menem fue una bendición. El presidente, para modificar la Constitución y presentarse a la reelección, necesitaría los votos de los políticos que, en el Congreso, pertenecían a aquella misma corporación de indeseables. De modo que su planteo fue muy simple: “Así que vos querés ser reelecto?”, le preguntaron sin ambages. “Muy bien… la cosa es así: vas a tener nuestros votos si paras ya mismo toda esta pantomima de plan ‘liberal’… La desregulación, el proyecto de cambiar las leyes laborales, sindicales, la baja del gasto del que nosotros vivimos… todo eso debe pararse ya mismo”.
Menem, en lugar de blanquear la extorsión, la aceptó. En lugar de buscar, como hubiera hecho un estadista, alguien que, dentro de su equipo, pudiera continuar la tarea sin ser rehén de nadie para hacer implosionar, de una vez y para siempre, esa alianza de sátrapas que desde hacía siete décadas tenía secuestrada a la Argentina, cayó víctima de los mismos secuestradores. Tenía opciones? Claro que las tenía. Pero su ADN de caudillo peronista pudo más.
Menem fue reelecto y el plan, de hecho, fue abortado. Los peligros que estaban escritos en las previsiones de cualquier economista más o menos avispado se empezaron a concretar al poco tiempo: la estructura de costos de una economía regulada, planificada y aun prohibitiva en muchos aspectos no podía convivir con un frente abierto a la competencia y con las concepciones completamente antagónicas que se habían llevado adelante durante la implementación de la primera parte del programa. La olla a presión de lo “contranatura” empezó a saltar por algún lado. Cuál fue ese lado? La desocupación y el cierre de empresas expuestas a competencia eficiente y a las que se les impedía competir con las mismas armas.
El descontento creció. Otras aristas del gobierno de Menem recibieron un resalte que, hasta ese momento, dado el éxito económico, habían sido hipócritamente ocultadas. Casos de corrupción (que, de todos modos, al lado de los que conocimos después de la mano del robo kirchnerista parecen hoy extraídos de unos dibujos animados infantiles) poblaron la tapa de los diarios.
Se conocieron investigaciones por contrabando de armas; por intervención en un conflicto armado del cual el país era garante de paz para que, justamente, no se produjera, entre Ecuador y Perú, enviando armas a una de las partes que, para colmo, no era el país históricamente amigo de la Argentina; un arsenal entero en Río Tercero, en Córdoba, voló por los aires para encubrir un delito; en fin, una serie de eventos reñidos con la ley y la ética fueron el motivo ideal para que quienes eran las víctimas del modelo económico (si es que este se hubiera podido completar) vieran el filón adecuado para expulsar del poder a esa concepción del mundo y volver a su amado fascismo.
Menem cometió el peor de los crímenes: asesinar una idea que no terminó de implementar como correspondía. A partir de allí, la gente comenzó a asociar a la libertad con las consecuencias negativas que tuvo, justamente, el no mantenerla y profundizarla. La Argentina no se hundió por la liberalización: se hundió porque la liberalización fue abandonada; se hundió porque se regresó al fascismo, no porque se intentara salir de él.Resulta lamentable -y particularmente en el periodismo- que la reconstrucción de aquella época no se haga con el rigor que debería tener la verdad. Uno de los mayores deberes de la prensa debería consistir, justamente, en la defensa y la búsqueda, de esa verdad, aunque para eso sea necesario contradecir los patrones que dicta la moda de un determinado momento.
Con motivo del fallecimiento del presidente Menem, todas esas miserias salieron a la luz. Para protegerse de la incorrección política que supondría contar toda la verdad de lo que ocurrió, la mayoría del periodismo argentino ocultó lo que ocurrió. Menem fue un presidente que pasó a la historia. Pero puedo haber pasado de otra manera: como aquel que liberó al país de una alianza delincuencial de intereses corporativos que han decidido volverse ricos a expensas del futuro del pueblo al que mantienen engañado para que, no solo les crea, sino que los apoye y los defienda.