La lástima produce sentimientos encontrados. Mientras algunos la consideran un valor, si no plausible, al menos “tierno” y empático, otros lo entienden poco menos que como un insulto: tenerle lástima a alguien es, para esta segunda acepción, algo casi degradante.
El sesgo con el que una sociedad considera la lástima influye mucho -aunque no se crea- en el rumbo, el desenvolvimiento y la suerte de esa sociedad.
Dar lástima, trasuntar la idea de que una persona, un grupo de ellas, o una sociedad, sufre consecuencias inmerecidas e injustas de parte de circunstancias aleatorias (que le son ajenas pero que alguien se supone debe arreglar) puede constituirse en un vector de organización social en la medida en que ese concepto pueda imponerse con una buena base de sustentación como para tener la fuerza necesaria para moldear la legislación.
Una sociedad organizada alrededor de la lástima produce un determinado tipo de ley que, en general, aletarga de tal manera los factores productivos que los fines altruistas que fueron fogoneados por la lástima no solo no se consiguen sino que la situación de aquellos por los que se tiene lástima, empeora.
Al lado de estas cuestiones, la lástima puede derivar en dos vicios interconectados que se retroalimentan el uno al otro y que, cuando se asientan fuertemente en el mainstream social, son muy difíciles de erradicar: uno es la victimización y el otro es la industria de la lástima.
La victimización consiste en presentarse como un damnificado por factores ajenos a la propia persona que, de por sí y casi por ese solo hecho, son reputados como intrínsecamente injustos. Ese rol viene junto a la exigencia de una reparación, porque, como toda injusticia, alguien debe terminarla.
La contracara de esa convicción social es el nacimiento de agentes estatales y paraestatales que se presentan como los arietes que van a terminar con la inequidad y que van a luchar contra los factores que la producen.
Este elenco prepara el terreno perfecto para el nacimiento de una sociedad muy corrompida que no solo lo es sino que emite un determinado tipo de orden jurídico preparado para profundizar y expandir tanto la victimización como la industria de la lástima.
Como todo “mercado” la lástima como factor de organización social produce ganadores y perdedores. Los ganadores son, por un lado, los que, con éxito, logran convencer a los demás de que son víctimas de la injusticia; y, por el otro, los que se convierten en “empresarios de la lástima” y que desarrollan una muy lucrativa actividad que consiste en convertirse en grupos de presión que exigen se desvíen fondos públicos para atender las necesidades de las “víctimas”.
Como en todo arbitraje de fondos se generan “comisiones” por la gestión de la lástima que enriquecen a los que participan de la industria.
¿Y quienes son los perdedores en una sociedad organizada a partir de la lástima? El gran perdedor, en última instancia, es el país en cuestión y las razones de por qué esto es asi son varias, pero aquí podríamos anotar las principales.
En primer lugar, los costos de la industria de la lástima caen con toda severidad sobre toda la sociedad porque la enorme corrupción generada por la connivencia de los empresarios de la lástima, del Estado y del resto de las corporaciones que viven de esa industria se traduce en inflación, perdida de competitividad, aislamiento del comercio, etcétera.
En segundo lugar, una sociedad organizada alrededor de la lástima paulatina y subliminalmente se covierte en una sociedad “floja”, entendiendo por “floja” ese estado mental débil ante la adversidad y sin bravura para enfrentar momentos duros, aunque, paradojiocamente, mantenga hasta maneras patoteras y bravuconas para reclamar aún más ayuda en esas circunsatncias adversas.
En tercer lugar, un elemento importante que se destaca en este tipo de países, es la culpa por el éxito. En efecto, las diferencias sociales no son vistas como circunstancias a vencer con trabajo honrado sino como la manifestación culposa de la injusticia, lo que tiende a producir “soluciones” que en lugar de elevar a los que están peor, hunden a quienes están mejor.
La permanencia en el tiempo de la lástima como factor de organización social tiene, obviamente, efectos muy nocivos para una sociedad.
Por un lado, es muy factible que los empresarios de la industria de la lástima desarrollen un costado violento para obtener lo que reclaman en nombre de los que dan lástima o que, al menos, no descarten el uso de la fuerza para presionar o incluso extorsionar.
Por el otro, es muy probable que las filas de los que “dan lástima” aumenten porque si el esquema de transferencia de recursos funciona, muchos querrán formar parte de la fila de “lastimeros” como destinatarios finales de esos recursos, sin preocuparse por los costos del arbitraje.
La cuestión de tener a la lástima como factor de organización social se agrava mucho más cuando ella se enseñorea en una sociedad de costumbres de por sí corruptas y en donde siempre se está a la caza y a la pesca de un “negocio” del que se pueda vivir sin trabajar: la lástima puede ser, en ese sentido, un gran negocio.
En 1910, con motivo de los festejos por el Centenario, y en medio de uno de los períodos más brillantes de la historia argentina, varios viajeros internacionales llegaron o fueron directamente invitados a venir a ver por sí mismos el “fenómeno del Plata”.
Entre ellos llegó un italiano, Genaro Bevioni, que, como resultado de su viaje, produjo una obra -“Argentina 1910, Balance y Memoria”- en donde resumió sus impresiones. Más allá de otros párrafos laudatorios quiero resaltar uno que es particularmente llamativo, máxime teniendo en cuenta, una vez más, el momento en que la observación fue hecha.
Dice Bevioni: “El único modo de obtener algo de la actividad burocrática [del Estado] es ofrece una propina… […] En los contactos con los poderes públicos, la propina es una institución: tiene un nombre solemne, de una resonancia griega, que abre todas las puertas: se llama coima… […] Mi impresión sincera -y la escribo sin vacilar- es que en este país la coima corre siempre, ante todo, cuando están de por medio los grandes negocios estatales. Ahora bien, si pensamos en las proporciones que aquí tienen los contratos del estado para armamento, ferrocarriles, puertos, concesiones de tierras, emisiones de préstamos, etc., se comprende de inmediato que el erario sufre continuamente enormes pérdidas a causa de los acuerdos desfavorables que deben conceder quienes tratan en nombre de la Nación, en compensación por la coima recibida”.
Vuelvo a remarcar el momento en que estas observaciones fueron vertidas: 1910, poco menos que el pico de gloria de la Argentina.
La llegada del peronismo (un instigador innato de la industria de la lástima) 35 años después, multiplicó al infinito estos negocios y, además, los “privatizó” otorgando a grupos privados de presión patentes de corso para extorsionar en nombre de la lástima y exprimir recursos, no solo del Estado, sino de donde pudieran a cambio de ofrecer soporte político a lo que Perón llamaba el “Proyecto Nacional” (o la “Doctrina Nacional”). Los principales beneficiarios de la privatización de la industria de la lástima fueron los sindicatos, definidos por Perón como la columna vertebral del movimiento.
Imbuidos de ese poder, los sindicatos (es curioso cómo la industria del doblaje latino del cine traduce con la palabra “sindicato” el vocablo inglés “mob” que en EEUU se utiliza como sinónimo de mafia) desarrollaron un fortísimo costado violento y extorsionador.
Lo que se vio ayer en Buenos Aires no fue otra cosa que la reacción sindical a la intención gubernamental de, en primer lugar, cortar los beneficios de la industria de la lástima, y, en segundo lugar, terminar con la mismísima lástima como factor de ordenamiento social.
Esa intención del gobierno de Milei es un tiro al corazón económico y cultural de cómo la Argentina fue organizada desde mediados del siglo XX.
No es raro que, en análisis más sutiles de la “experiencia Milei”, se haga referencia a que el gobierno quiere reemplazar la “sensibilidad social” por la “crueldad del mercado”. Por supuesto ninguno de los que usan estos argumentos se preguntan qué más cruel se puede ser que mandar la mitad del país a la pobreza y a la mitad de la fuerza de trabajo activa a la informalidad salvaje del trabajo en negro. Parecería que eso no es “crueldad” sino, al contrario, algo muy “sensible”. Pero, bueno, dejémoslo ahí.
Naturalmente ese “olvido” se comprende mejor cuando se investiga quiénes son los principales beneficiados por el costo del arbitraje de la lástima, que, claro está, no son otros que los sindicatos que salieron a la calle ayer y que no se ponen colorados por pavonear su violencia.
¿Podrá el gobierno de Milei desactivar la lástima como factor de organización social? Y, fundamentalmente, ¿podrá hacerlo contra la industria de la corrupción que Bevioni comentaba hace ya 114 años? Se trata de las preguntas culturales del millón. Solo el tiempo nos traerá las respuestas.
Solo con una fuerte e impuesta equidad se logrará que cada uno soporte la pérdida.
Porque convengamos Nadie absolutamente Nadie en su justa voluntad quiere perder.
La imposición sin poder real resulta imposible.
Las cartas está hechadas.
Será la Argentina capaz.?