Los EEUU han sido siempre un grano para el mundo. Un país diferente al resto que, desde su mismísimo nacimiento por una serie de factores geográficos, religiosos y culturales que fueron quirúrgicamente explicados por Alexis de Tocqueville luego de una visita de nueve meses allí y que hoy la doctrina internacional conoce como el “excepcionalismo norteamericano”, le ha presentado a la humanidad desafíos de compatibilidad y de concepciones de vida que ésta no siempre ha sabido interpretar.
Su extensa geografía bioceánica y su enorme potencial de recursos naturales combinados con un sistema cultural y socio-económico proclive a estimular la búsqueda del éxito material como señal religiosa de que quienes lo alcanzaran estarían a salvo en el reino de los cielos, hicieron que funcionara más bien como una isla autónoma bastante aislada del resto de los países.
Desde ese momento el mundo no supo cómo tratar con ese fenómeno. Si lo desafiaba, perdía; si lo trataba con indiferencia, ni se inmutaba; si lo adulaba, se encontraba con una respuesta diplomática agradable pero nunca con un cheque en blanco. Con el correr de los años este fenómeno se hizo muy poderoso.
Atendió las súplicas de los países que habían caído en dictaduras abominables y ganó dos guerras mundiales.No obstante no se abusó de ese resultado y, si bien ganó posesiones territoriales en muchas áreas del mundo, las fue devolviendo una vez que consideró que su misión allí estaba cumplida. Esta notoria preeminencia, que se imponía por su propio peso pero no por una expresa decisión nacional de aplastar a nadie, fue engendrando un fuerte sentimiento de envidia y recelo.
Convertido en una verdadera aspiradora de población mundial -porque todos los jóvenes (y no tan jóvenes) con ganas de emprender querían ir a vivir allí- los Estados Unidos se convirtieron en una potencia sin competencia.
El resto del mundo comenzó entonces a pergeñar maneras de enfrentar este fenómeno. La Europa libre, por ejemplo, decidió construir una unidad supranacional que uniera los recursos materiales y humanos de todo un continente para ofrecer al Universo una alternativa cultural y de vida diferente a la que ofrecían los Estados Unidos.
Lo más curioso del caso es que fueron los propios Estados Unidos los que estimularon ese proceso y los que, en mucha medida, lo financiaron. Más allá de que ni así Europa logró acercarse nunca al drive, a la innovación y a la ingeniosidad norteamericana, está claro que hoy ambos son socios y aliados en lo que podríamos llamar un “Primer Mundo” (en EEUU se suele usar la expresión “Free World” para distinguir a este colectivo de países).Fue una actitud europea que, finalmente, dio resultado, porque, más allá de algunos resquemores de ciertos sectores nacionalistas duros que siguen sin resignarse a ser algo así como “los segundos”, ha traído bienestar y un gran nivel de vida para todos.
Estados Unidos sigue siendo, en esa alianza, el socio innovador y práctico y Europa el socio intelectual y romántico. Naturalmente, Australia, Nueva Zelanda, Canadá, Japón y Corea del Sur forman parte de este al club y de ésta concepción frente a la vida.
El problema sigue siendo aún insoluble, sin embargo, para el resto del mundo. En ese barrio se distinguen claramente, a su vez, dos submundos diferentes: uno integrado por dos países que fueron potencias imperiales en el pasado y ambos con experiencias comunistas recientes o, de hecho, actuales, como son Rusia y China; y otro integrado por una multiplicidad de países menores que nunca terminaron de ser nada convincentes por sí mismos y que hoy son escenarios de convulsiones, violencia, autoritarismo, fracaso económico y, en muchos casos, pobreza y miseria. Las dos potencias imperiales de este “Segundo Mundo” (Rusia y China) nunca se han resignado a que un país relativamente nuevo, sin épica, de gente común vestida con horribles camisas a cuadros, los haya superado tan largamente en todos los aspectos de la vida.
Esa frustración generó profundos caldos de cultivo para la envidia y el resentimiento que, sugestivamente, dirigieron a ambos a caer en el mejor canalizador que el mundo ha conocido para esas inmundicias: el comunismo. Uno de ellos -Rusia- vio a su vez como su propio país pasaba de haber tenido alguna vez la aspiración de ser un férreo e impenetrable imperio, a desplomarse sin pena ni gloria sobre sus propios escombros de servidumbre.
El otro -China- antes de terminar igual, recogió el barrilete, se metió el orgullo comunista en el bolsillo y resignó la idiotez de la economía planificada a cambio de mantener, al menos, la esclavitud política.De todos modos, es obvio que los dos siguen aspirando a aliarse para vencer a un país que, si por él fuera -paradójicamente- no tiene ningún interés en pelear con ellos.
Los países de segunda clase de este “Segundo Mundo” -en los que impera una ostensible frustración colectiva e individual- han visto en las ex-potencias imperiales (Rusia y China) un barco adecuado al cual subirse para canalizar tanto fracaso y rencor.
A pesar de que, cuando se los compara con EEUU, tanto Rusia como China son países insignificantes en términos de calidad de vida (el nivel de vida promedio de un chino es apenas el 20% de un norteamericano y el de un ruso probablemente algo menos) no hay dudas de que frente a lo que pueden ser hoy los países latinoamericanos o africanos o la mayoría de los asiáticos, Rusia y China son “potencias”.
En ese “Segundo Mundo”, entonces, se ha producido una alianza de conveniencias: por un lado, Rusia y China buscan los recursos de esos países menores (que los tienen en abundancia, siendo la Argentina, quizás, el mejor ejemplo) y, por el otro, esos países se entregan a los “gigantes”, en la esperanza de que ellos los lleven de la mano a “vengarse” de los EEUU y de ver, por fin, al gigante vencido.
Si las admoniciones bíblicas son ciertas, es obvio que este Segundo Mundo (y dentro de él, menos aún los países menores) no tiene ninguna posibilidad de éxito dado que nunca el odio y el resentimiento se impondrán sobre la ingeniosidad y la buena fe.
Pero mientras el tiempo juega sus fichas para que ese orden cósmico ponga todo en su lugar, ese “Segundo Mundo” insiste con su insidia. Una de sus últimas insistencias ha sido la creación del llamado grupo de los “BRICS”, un nombre que simplemente nació como un agrupamiento económico a partir de ciertos índices de esa índole que eran comunes a Brasil, Rusia, India y China (más tarde se incluyó también a Sudáfrica) pero que con el correr de los años China identificó como un foro adecuado para llevar su rivalidad con EEUU a otro escenario.
En los ‘70, el mundo había conocido al grupo de los “No Alineados”, un conjunto heterogéneo de gritones cuyo único denominador común era el odio a los Yankees y su entrega a precio vil a la entonces Unión Soviética. Los BRICS son los “No Alineados” del siglo XXI.
El presidente decorativo Fernández anunció con bombos y platillos la semana pasada la inclusión de la Argentina en ese carro desvencijado. Más allá de que un gobierno saliente (y más en las condiciones de éste) no debería tomar una decisión de ese tipo sin someterla ad referéndum de quien gane las elecciones, lo cierto es que la movida es un eslabón más en la larga cadena argentina de desaciertos en materia de política exterior, desaciertos, todos derivados, de su imberbe complejo de inferioridad frente a los EEUU.
Se ve que el kirchnerismo con tal de creer que con sus acciones ofende a las EEUU, no tiene empacho en sentar al país al lado de Irán (otro de los ingresados ahora) a pesar de que este país le metió dos bombazos que mataron a casi 200 argentinos.
Lo más patético es que muchos creen que están decisiones “incomodan” a los EEUU. Es más, hay muchos que las estimulan solo por eso.
Estos idiotas viven en un aldeanismo tan triste y su falta de mundo es tan trágica, que no alcanzan a ver lo intrascendente que suenan sus extravagancias a los oídos de un país que, igual que cuando nació, solo se preocupa por seguir haciendo la suya, mientras los demás solo atinan a verlo alejarse cada vez más de los niveles de vida que estos frustrados inoperantes pueden darle a cada uno de sus pueblos.
La verdad, andar por la vida tomando decisones en función de otro que, encima, ni te registra, debe ser bastante sombrío y doloroso. Quizás tanto como la triste vida que estos países se han dado a sí mismos.
Pero, bueno, ¿qué podía esperarse de un gobierno como el de Alberto Fernández? Si debía haber un capítulo de despedida en el orden internacional, éste no podría haber sido más adecuado como para entregar un fotograma mas de su pusilanime presidencia.