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El índice de calidad institucional

En lo que la propia fundación que lo elabora -Libertad y Progreso- considera el índice más importante de toda su abundante producción (el llamado “Índice de Calidad Institucional”) la Argentina ha registrado un nuevo retroceso regional y general que la acerca a los peores países de América y la ubica muy en el fondo de la tabla mundial.

Hay que aclarar aquí que por “institucional” entendemos reglas que limiten el poder público en beneficio de las libertades civiles.

Esto es, las instituciones no son -como muchas veces confunden los argentinos- “organizaciones” de personas (“la iglesia”, “Boca Juniors”, “la policía”, “la ONU”, etc) sino disposiciones jurídicas que limitan el poder del Estado sobre los ciudadanos.

Así serían “instituciones” la libertad de prensa, la división de poderes, el habeas corpus, las elecciones libres, la estabilidad monetaria, etc.

Todos los valores combinados de esos institutos han ido para peor en la Argentina de 2021, respecto de la Argentina de 2020.

Y todo hace pensar que los números de 2022 serán peores que los de 2021.

El desagregado de ese índice es más dramático aún en el área económica: si bien el país ocupa el puesto número 76 en materia de “libertades políticas” (porque, en general, se dan por limpias las elecciones, se considera que hay cierto espacio para la expresión libre de las ideas y, dentro de las limitaciones, existe un poder judicial que aún pretende funcionar) en lo que hace a las “libertades económicas” la Argentina desciende al mismísimo infierno, ubicándose en el puesto 140.

Lo alentador de estas publicaciones es que los encaramados en los primeros lugares, como Nueva Zelanda, Letonia o Estonia -para poner tres ejemplos diversos-, eran países con enormes inconvenientes y regulaciones respecto de las libertades públicas hace unas décadas atrás.

Basta decir que, en el caso de los dos últimos mencionados, eran directamente integrantes de la entonces Unión Soviética y hoy están entre las primeras 20 posiciones.

En ese sentido, entonces, el cambio es posible si es que se lo quiere y se lo encara con las políticas públicas correctas.

En el “pago chico” latinoamericano, Uruguay, Chile y Costa Rica siguen apareciendo como las estrellas de la región si bien hoy con un gran interrogante sobre el futuro chileno.

El presidente Lacalle Pou, en ese sentido, parece haber resumido muy bien el camino tomado por la República Oriental del Uruguay.

Recientemente se le preguntó al presidente sobre las diferencias de su país con la Argentina.

Lacalle, dejando a salvo todas las elegancias de la diplomacia, respondió que él, a simple vuelo de pájaro podía advertir 4 diferencias. Y enumeró:

1.- En Uruguay los gobiernos empiezan y terminan

2.- En Uruguay tenemos transiciones políticas civilizadas

3.- En Uruguay tenemos un respeto irrestricto por la división de poderes y la independencia del Poder Judicial

4.- En Uruguay sabemos continuar las políticas de Estado.

Pero agregó una característica más, que él consideró la más importante: “En Uruguay”, dijo, “la sociedad no le permite excesos a sus políticos”.

Quizás en esta síntesis se haya resumido el espíritu de lo que la Fundación Libertad y Progreso estudia con su “Índice de Calidad Institucional” y quizás por ello se puede explicar el constante crecimiento uruguayo en esa tabla de posiciones que habla de la reputación internacional de los países.

Lo que resta saber en el caso argentino es si el completo desbarranque del país en estas mediciones se debe a que no quiere emprender las reformas o si incluso ha decidido encarar “reformas” de sentido inverso.

Y, en ese preciso sentido, cuando uno escucha hablar a la señora de Kirchner parecería más seguro que una parte aún electoralmente decisiva del país quiere encarar reformas sistémicas que profundicen la decadencia y destruyan el poco margen institucional que aún queda en el país.

Si ese movimiento no se detiene lo que es un dato reflejado en una posición estadística del país en un determinado índice se consolidará con las formas de más pobreza, miseria y escasez.

Por Carlos Mira

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