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El increible viaje argentino

El presidente, Alberto Fernández, creó el Plan Federal Sanitario “Mi Baño”. La Resolución 125/2023 fue publicada en el Boletín Oficial con la firma de la ministra de Desarrollo Social de la Nación, Victoria Tolosa Paz.

Se trata de una iniciativa que busca “brindar soluciones para el acceso a servicios de saneamiento e higiene, en forma progresiva, para personas en situaciones de vulnerabilidad, priorizando la atención en mujeres y niñas, la eliminación de letrinas y la defecación a cielo abierto”.

A esto se suma el “Plan MI Pieza” que otorga una ayuda económica a las mujeres para la mejora de viviendas en barrios populares. Se concreta a través de un pago, segmentado, que realiza la ANSES. El programa, que entrega subsidios de entre $100.000 y $240.000, está orientado a mujeres que necesiten hacer arreglos o ampliaciones en sus casas.

A ver si ponemos esto en contexto. La Argentina, cuando se organiza en París la Exposición Universal 1889 apenas 29 años después de que quedará definitivamente arreglada la integración de la Confederación, sorprende al mundo con la inauguración de un pabellón nacional que impacta a los más poderosos de la Tierra a tal punto que las publicaciones que daban cuenta de los datos geográficos y económicos del país que fueron conocidas y ampliamente difundidas a partir de allí, describían al país como uno que por su potencialidad y proyección se encaminaba a ser los Estados Unidos del Sur.

Este concepto perduró por largo tiempo, bien entrado el siglo XX y las pruebas empíricas que entregaba el país (su participación en el comercio mundial, en el Registro Mundial de Marcas, Patentes e Invenciones, su población en constante crecimiento, el crecimiento anual de su PIB, su estabilidad política y económica, su vida pacífica, etcétera) antes que desmentirlo lo afirmaban cada vez más.

Corrientes migratorias de todo el mundo eran atraídas por la promesa de un futuro venturoso, por una tierra cuya ley garantizaba el fruto del trabajo, por un lugar que permitía soñar y concretar los sueños por la vía del trabajo honrado. Naturalmente por razones históricas llegaron centenares de miles de españoles e italianos, pero también ingleses, alemanes, galeses, polacos y hasta rusos y coreanos.

El mundo no podía literalmente creer que una tierra que era un desierto infame apenas 50 años antes de la exposición de París, estuviera entreverada entre las naciones más ricas de la Tierra.

¿Cómo pasamos de eso a entregar planes estatales para que la gente construya baños que eviten la proliferación de letrinas y la defecación a cielo abierto?

Muy sencillo: porque la concepción del orden jurídico que había construido a la primera Argentina fue sustituida por otra concepción que dio origen a las letrinas y a la defecación a cielo abierto.

Es más, para ser más precisos se debería hablar de tres Argentinas, no de dos. La primera en realidad corre desde 1810 hasta 1853 en donde, pese a la Revolución de Mayo primero y a la Independencia después, el tipo de orden jurídico que se seguía aplicando en el país era el que regía en la Colonia: autorizaciones estatales para todo, prohibiciones de todo tipo, la exigencia de “licencias” para trabajar (las “papeletas” que Alberdi menciona en Sistema Económico y Rentístico de la Confederación Argentina), monopolios, transas, acomodos, nepotismo, corrupción, entongues entre privados y funcionarios estatales… En fin, una amplia pléyade de roscas que habían hecho del país una tierra independiente pero no libre: al contrario el país era el resultado de una innumerable multiplicación de cadenas paralizantes.

Como resultado de ese orden jurídico el país era muy pobre. En realidad, se debatía en la miseria. Las únicas opciones del ciudadano eran acatar las prohibiciones o cumplir con lo que era obligatorio. Allí se acababa su posibilidad de elegir.

Ese modelo social -que dio origen al feudalismo caudillista en donde seis o siete capitostes regionales eran los dueños de porciones de la Argentina (como si esta estuviera dividida en distintas estancias inmensas que se manejaban con los patrones de la propiedad privada pero con el respaldo de la fuerza bruta del “Estado”)- fue vencido en Caseros el 3 de febrero de 1852.

A partir de allí, y en base a los diseños que había proyectado básicamente lo que se conoció como “la generación del ‘37” (Ingenieros, Echeverría, Alberdi, Sarmiento, José María Gutiérrez, entre otros) el país se enderezó hacia el Congreso Constituyente de Santa Fe que redactó la versión final de la Constitución de 1853, basada fundamentalmente en el trabajo de Juan Bautista Alberdi.

Ese fue el click jurídico que cambió todo. Siete años más tarde, con la incorporación definitiva de Buenos Aires, la Argentina comenzaría un período de crecimiento de casi 90 años hasta que, con el advenimiento del peronismo, se cambia una vez más la concepción filosófica del orden jurídico y se vuelve, en gran medida, al tipo de ordenamiento legal de la primera Argentina (de la que corrió entre 1810 y 1853) naturalmente con las adaptaciones (incluso más peligrosas por el avance de los métodos de control) de los nuevos tiempos.

Esta nueva concepción (en realidad, no “nueva” sino más bien la restauración del viejo orden colonial) empezó a producir efectos de inmediato y la velocidad del deterioro no ha dejado de crecer hasta hoy en que, como en la Colonia, tenemos “defecaciones a cielo abierto”. Concepciones jurídicas similares producen, con el tiempo, efectos similares.

Hoy hemos regresado a un sistema en donde, una vez más, las opciones del ciudadano basculan entre la prohibición y la obligatoriedad: lo que no está prohibido es obligatorio. Los argentinos sólo pueden optar entre cumplir con lo obligatorio y abstenerse de hacer lo prohibido. Esas son sus únicas alternativas.

Como consecuencia de ello, hace rato ya, se está verificando un fenómeno demográfico inverso al que cambió la Argentina a comienzos del siglo XX (la formidable inmigración propiciada por la Constitución que trajo brazos, sueños, trabajo, ideas, ansias de libertad) y que está siendo protagonizado por centenares de miles de argentinos que se van, que emigran a otras tierras. Pronto si el país quisiera mantener la nacionalidad de esas personas debería despedirse del clásico principio del “Ius Solis” (que siempre considera nacionales a los que nacieron en un determinado suelo y que por tanto siempre es defendido por los países que reciben oleadas inmigratorias) y adoptar el “Ius Sanguinis”, que mantiene la nacionalidad de aquellos que llevan la “sangre” de la patria madre aunque no estén ya en ella.

La enorme tristeza que todo este proceso histórico nos entrega 213 años después del 25 de mayo de 1810, es el que se refleja en el ánimo que predomina hoy en una sociedad que presiente que no tiene horizontes ni futuro.

Parece mentira que un país que había superado los traumas de una legislación que lo mantuvo en la barbarie durante 43 años, casi 100 años después haya vuelto a caer en ella. Realmente, no creo que haya otro ejemplo como el argentino sobre la faz de la Tierra. El país se autodestruyó sin que haya habido una guerra, una catástrofe natural de dimensiones oceánicas, sin que haya sido invadido por una potencia extranjera… Nada. Lo único que existió fue un ida y vuelta de un tipo de orden legal cuyas características empobrecedoras y miserables ya estaban probadas. Eso es lo que no deja de sorprender. Cuando uno sospecha que el regreso a las prohibiciones y a la bota estatal sobre las cabezas de todos los ciudadanos no fue otra cosa que una rebelión resentida contra la desigualdad en la opulencia, no puede menos que profundizar ese sentimiento de pena al confirmar que una mayoría electoralmente decisiva prefirió vivir en una igualdad miserable donde lo que se debaten no son sueños para crecer sino planes para construir baños para que la gente no cague en el suelo.

Por Carlos Mira
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