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El Antiguo Régimen y la Revolución

Veinte años después de publicar “La Democracia en America”, Alexis de Tocqueville produce otra obra monumental que tituló  “El Antiguo Régimen y la Revolución” en la que completa y amplía el concepto que había esbozado en su obra sobre los EEUU y que muchos terminaron llamando luego “la paradoja de Tocqueville”.

Se le da este nombre al fenómeno que se produce en una sociedad en la que la frustración social crece (fomentando la irrupción de revoluciones) cuando las condiciones sociales no empeoran (como sostenía el marxismo) sino cuando mejoran.

Tocqueville observó que las condiciones de igualación social que produce la democracia liberal hacen que se genere una profunda aversión por la más minima diferencia social, alimentándose así odios en los que pueden reverberar los ánimos revolucionarios.

Quizás no haya mejor explicación para entender el fenómeno peronista de mediados del siglo XX que la paradoja de Tocqueville.

En efecto, el capitalismo liberal de la Constitución de 1853/60 había producido tal afluencia económica, que las condiciones sociales mejoraron notoriamente haciendo posible una extendida conciencia de igualdad.

Frente a esa generalización de la uniformidad en la abundancia, los más mínimos elementos distintivos fueron generando un caldo de cultivo rencoroso y resentido que, años después  explotó en lo que se conoció como la revolución de la justicia social peronista.

La idea de terminar con las diferencias sociales (como la Revolución Francesa que estudia Tocqueville se propuso terminar con la diferenciación de clases) generó, paradójicamente, un régimen que profundizó las diferencias, encumbrando a una nueva élite millonaria y desigual (la corporación peronista y sus ramificaciones) por encima de un pueblo raso pobre y en el que lo que se destaca no es la abundancia sino la escasez.

La persistencia de ese régimen produjo dos efectos inversos. Por un lado, el odio a la diferenciación hizo que se aceptara una igualdad en la miseria (aunque ello significara endosar, aguantar y hasta justificar la existencia de una casta privilegiada y desigual que, con el ejercicio del poder del Estado, pretendía asegurar que allá abajo, “en el pueblo”, no hubiera diferencias). Y, por el otro, la formación de un creciente caldo de cultivo para una contrarrevolución que intentara destronar a la casta para liberar al pueblo del yugo “igualitario” y con ello, paradójicamente, regresar a la igualdad en la abundancia por oposición a la igualdad en la miseria.

Es en este punto en el que se encuentra la Argentina hoy: una especie de reedición del “Antiguo Régimen y la Revolución”. La diferencia es que, mientras el contraste que marcaba Tocqueville en su libro, se refería a lo que ocurría en Francia en ese momento (en donde la democratización de las costumbres venía produciendo mejoras en las condiciones de vida que, por ser consideradas insuficientes, desembocaron en los hechos de 1789, completándose la paradoja cuando, años mas tarde, la “Revolución” terminó imponiendo [finalmente incluso por el Terror] un regimen aun más fascista que el de la monarquía absoluta), en la Argentina se da el fenómeno inverso: es el notable deterioro de las condiciones sociales provocados por el Antiguo Régimen (peronista) lo que desemboca en la “Revolución Libertaria”.

Sin embargo, el “Antiguo Régimen” pelea. Fueron tantos años de solidificar un sistema que, aun cuando una porción social ahora mayoritaria, haya decidido terminar con él los que eran sus privilegiados no están dispuestos a renunciar a sus prerrogativas así nomás, fácilmente, sin pelear. Y están peleando.

Aún lo hacen con el verso de la “Justicia Social”, pese a que, en el fondo, lo que quieren es no perder los privilegios que los distinguen del pueblo raso.

Enfrente, el Presidente Milei también corre el riesgo de caer en paradojas insostenibles. Él se ha presentado como el ariete para materializar el hartazgo social contra el “igualitarismo” y, fundamentalmente, para terminar con la mentira que hace posible que, en realidad, solo unos pocos vivos sean diferentes, privilegiados y millonarios.

Pero esa cruzada es tan pura, que la mas minima impureza la contamina, la delata y la hace peligrar, igual que las pequeñas desigualdades fermentan odios que ponen en peligro a las afluentes sociedades democráticas. Veamos un ejemplo.

El regimen impositivo especial de Tierra del Fuego le cuesta al país casi medio punto del PIB. El presidente ha explicado hasta el hartazgo que la razón que produce pobreza, falta de oportunidades y de progreso en la Argentina es la inflación.

A su vez la inflación es producida por el deficit fiscal que no es otra cosa que la diferencia negativa que hay entre los ingresos y egresos del Estado.

Por lo tanto para terminar con la inflación hay que terminar con el déficit y para terminar con el deficit hay que equilibrar el presupuesto.

El presidente dijo que el costo de ese equilibrio lo iban a pagar los beneficiarios del Antiguo Régimen para que los beneficios del Nuevo Régimen lo reciban los perjudicados por el Antiguo.

Sin embargo, un grano deslumbrante del Antiguo Régimen (el esquema de desgravación impositiva de Tierra del Fuego que, solo con eliminarlo, aliviaría en casi 3 mil millones de dólares el presupuesto público) sigue en pie… Al mismo tiempo, el Presidente -que dijo que se cortaría un brazo antes de aumentar los impuestos- amagó con restaurar el impuesto a las ganancias que él ayudó a derogar cuando era diputado y que indudablemente favorece a los perjudicados por el Antiguo Régimen. Solo cuando la discusión con los gobernadores (los barones mas encumbrados del Antiguo Régimen) puso en peligro la continuidad del Proyecto de Ley Bases, dejo de lado -al menos por ahora- esa idea.

El Presidente debe cuidarse de las paradojas. La increíble oportunidad que la Argentina le puso enfrente es demasiado grande como para desaprovecharla.

Lo peor que podría ocurrir es que la Revolución Libertaria profundice los perfiles dibujados por el Antiguo Régimen, así como la Revolución Francesa no hizo mas que generar un monstruo mayor que el que se suponía venía a terminar.

Solo hay dos maneras de resolver disyuntivas: por principios o por pragmatismo. A veces resolver por principios puede acotar el margen de la salida. Y otras, resolver por puro pragmatismo puede hacer que no salgas del lugar que quieres salir.

La solución ideal seria aplicar tantas dosis de pragmatismo como sean soportadas por los principios. Pero rechazar cualquier solución práctica porque no es la ideal, dirigirá al Presidente hacia la paradoja de Tocqueville. A su vez, los que supuestamente se presentan como “ayudadores” del Presidente no deberían amenazar todo el tiempo con las virtudes del pragmatismo, porque sin una dosis de principios opuestos a los que se venían aplicando durante el Antiguo Régimen lo mas probable es que lo que tengamos sea una variación cosmética de ese régimen con lo que se desembocará en una notoria frustración social que archivará, para siempre quizás, la aspiración a una vida más libre.

Como se ve, la tarea de producir una verdadera revolución exitosa necesita del aporte sincero de los que se supone deben ser exégetas de la voluntad expresada en las urnas: el Presidente debe atacar primero a los beneficiarios del Antiguo Régimen (la casta, los privilegios, las guildas, las corporaciones) y debe defender a quienes eran sus perjudicados (la clase media, los profesionales liberales, los trabajadores informales, los jubilados, los monotributistas, los autónomos); los “ayudadores” del Presidente deben aceptar algunos de sus principios para darle el derecho de poner en práctica el programa que prometió y con el que -a diferencia de la casi totalidad de los candidatos a la presidencia de todos los tiempos- no engañó a nadie.

Solo esa diagonal entre el pragmatismo y los principios de todos puede sacar al país del pantano en que se encuentra.

La presente tensión paralizante no solo no conduce a ninguna parte sino que no puede aguantar mucho más. Es preciso que todos los que coincidieron en que el Antiguo Régimen estaba terminado se aúnen en un consenso mínimo que haga parir un sistema nuevo que -paradójicamente, en el caso argentino- no sería otro que el ya le dio al país sobradas muestras de que funciona y de que entrega no solo abundancia sino una dosis de igualdad que la “revolución de la justicia social” solo vendió como señuelo para enriquecer a unos pocos y estafar a la mayoría.

Por Carlos Mira
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