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El 4 de Julio como símbolo más allá de los Estados Unidos

El año de 1776 representa un momento clave en la historia de la humanidad. Pocos momentos como los acontecimientos que reunió ese año tuvieron el peso y la envergadura como para formatear los contornos de la vida en Tierra como lo hizo ese año bisiesto comenzado en un lunes y que, seguramente, no les permitió a sus contemporáneos tomar debida nota de la dimensión de lo que estaba sucediendo.

A ambos lados del Atlántico una cadena de hechos cambiaría para siempre (y para mejor) la historia humana. En Gran Bretaña, Adam Simith, un economista escocés, publicaba su libro más famoso: “Una Investigación Sobre la Naturaleza y las Causas de la Riqueza de las Naciones”, que sirvió para entender el funcionamiento espontáneo de las fuerzas productivas de la sociedad de una manera completamente diferente a como se creía hasta el momento, liberando unas energías escondidas que, fluyendo sin restricciones, dirigieron a Gran Bretaña primero y al mundo después, a un nivel de prosperidad jamás antes conocido. Smith se adelantó casi 200 años a la lógica elemental de Ludwig Von Mises en la “Acción Humana”.

Apenas unos meses más tarde, el 4 de julio, al otro lado del océano,  las trece colonias inglesas de América del Norte, en un hecho inédito y revolucionario, proclamaban su derecho a desvincularse del Imperio británico del cual formaban parte, declarando su independencia.

Voy a transcribir aquí el texto completo del documento de la Declaración de la Independencia de los EEUU, cuyo 248° aniversario se recuerda hoy:

“Cuando, en el curso de los acontecimientos humanos, se hace necesario para un pueblo disolver los vínculos políticos que lo han ligado a otro y tomar entre las naciones de la tierra el puesto, separado e igual, a que las leyes de la naturaleza, y del Dios de esa naturaleza, le dan derecho, un justo respeto al juicio de la humanidad le obliga a declarar las causas que lo impulsan a la separación.

Sostenemos por ser autoevidentes, estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, entre los cuales están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que siempre que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla, e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio sea la más adecuada para alcanzar la seguridad y la felicidad.

La prudencia, claro está, enseña que no se deben cambiar por motivos leves y transitorios gobiernos de antiguo establecidos; y, en efecto, toda la experiencia ha demostrado que la humanidad está más dispuesta a padecer -mientras los males sean tolerables- que a hacerse justicia aboliendo las formas a que está acostumbrada.

Pero cuando una larga serie de abusos y usurpaciones, dirigida invariablemente al mismo objetivo, demuestra el designio de someter al pueblo a un despotismo absoluto, tiene el derecho, tiene el deber, de derrocar ese gobierno y establecer nuevas garantías para su futura seguridad.

Tal ha sido el paciente sufrimiento de estas colonias; tal es ahora la necesidad que las obliga a reformar su anterior sistema de gobierno. La historia del actual Rey de la Gran Bretaña es una historia de repetidos agravios y usurpaciones, encaminados todos directamente hacia el establecimiento de una tiranía absoluta sobre estos Estados.

Para probar esto, sometemos los hechos al juicio de un mundo imparcial… En cada etapa de estas opresiones hemos pedido justicia en los términos más humildes; a nuestras repetidas peticiones se ha contestado solamente con repetidos agravios. Un Príncipe, cuyo carácter está así señalado, con cada uno de los actos que pueden definir a un tirano, no es digno de ser el gobernante de un pueblo libre. Tampoco hemos dejado de dirigirnos a nuestros hermanos británicos. Les hemos prevenido frecuentemente de las tentativas de su poder legislativo para englobarnos en una jurisdicción injustificable.

Les hemos recordado las circunstancias de nuestra emigración y establecimiento aquí. Hemos apelado a su innato sentido de justicia y magnanimidad, y los hemos conjurado, en los vínculos de nuestro parentesco, a repudiar esas usurpaciones, las cuales interrumpirían inevitablemente nuestras relaciones y correspondencia.

También ellos han sido sordos a la voz de la justicia y de la consanguinidad. Debemos, pues, aceptar la necesidad de nuestra separación y considerarlos como consideramos a las demás colectividades humanas: enemigos en la guerra, amigos en la paz.

Por tanto, los Representantes de los Estados Unidos de América convocados en Congreso General, tomando como testigo al Juez Supremo del Universo de la rectitud de nuestras intenciones, en nombre y por la autoridad del buen pueblo de estas Colonias, solemnemente hacemos público y declaramos: Que estas Colonias Unidas son, y deben serlo por derecho, Estados Libres e Independientes, que quedan libres de toda lealtad a la Corona Británica, y que toda vinculación política entre ellas y el Estado de la Gran Bretaña queda y debe quedar totalmente disuelta; y que, como Estados Libres o Independientes, tienen pleno poder para hacer la guerra, concertar la paz, concertar alianzas, establecer el comercio y efectuar los actos y providencias a que tienen derecho los Estados independientes. Y en apoyo de esta Declaración, con absoluta confianza en la protección de la Divina Providencia, empeñamos nuestra vida, nuestra hacienda y nuestro bien más sagrado, el honor.

En primer lugar quiero que presten atención a la manera en que Thomas Jefferson (el redactor del documento) encara la cuestión: lo hace como si se tratara de dos partes que se presentan ante un juez imparcial frente al cual, una de ellas, presenta pruebas irrefutables de una divergencia de opiniones tan trascendente respecto de cómo debe entenderse la vida, que hace imposible la continuidad de la convivencia y del reconocimiento por esa parte de la autoridad de la otra.

Más allá de que, hacia el final,  el documento anticipa que las Colonias están preparadas para la guerra, su aspiración de máxima parece ser resolver esta disputa pacíficamente, con el reconocimiento de los abusos y usurpaciones de parte de la autoridad británica. Puede parecer inocente, pero ese detalle indica la naturaleza sobre la cual los Estados Unidos nacieron y se formaron.

En segundo lugar destacaría la apelación del pueblo americano al pueblo (no a la realeza) británico, al que considera su propio pueblo por consanguinidad y del que anticipa que podrá ser enemigo en la guerra pero del que siempre será amigo en la paz.

En tercer lugar, pediría que presten atención a lo que el documento considera “verdades autoevidentes”:

1.- Que los hombres son creados iguales,

2.- Que el creador le entrega a esos hombres derechos inalienables entre los que se encuentran la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. (Era la primera vez que un documento de naturaleza política hacía referencia a la búsqueda felicidad individual como derecho de las personas al nacer),

3.- Que los gobiernos que se establecen entre los hombres, se establecen, precisamente, para garantizar esos derechos y no al revés,

4.- Que esos gobiernos derivan su legitimidad del consentimiento de los gobernados,

5.- Que cuando un gobierno no respeta esos derechos, los gobernados tienen el derecho y el deber de reemplazarlo,

6.- Que los gobernados pueden reemplazar el gobierno opresor por uno que garantice la seguridad y la felicidad.

Vale la pena aclarar aquí la ligera diferencia entre el concepto de “felicidad” que tenemos los latinos que descendemos de la cultura europeo-continental del concepto de “happiness” que tiene la cultura anglosajona, que es la que aparece en el documento. “Happiness” refiere a la idea de que las cosas sucedan y que sucedan de la forma que la libertad de cada uno sueña que sucedan, sin la interferencia de terceros y menos del gobierno, siempre que esos sueños sean lícitos y no ofendan ni agravien a un tercero.

Hoy se conmemora un nuevo aniversario de este hito. Si bien, naturalmente, es una recordación básicamente norteamericana, los valores detrás de la Declaración deberían ser festejados universalmente: la aspiración a resolver las disputas pacíficamente, apelando a que una de las partes reconozca la autoevidencia de los derechos que le asisten a la otra; la convicción de que los hombres nacen con ciertos derechos por obra de la Naturaleza y no porque ninguna autoridad graciosamente decida concederselos (lo que implicaría admitir que, como se los concedió, se los puede retirar); la idea de que los seres humanos tenemos el derecho a definir nuestra propia felicidad con los contornos lícitos que queramos y de que el Universo nos dotó con el derecho de buscarla también lícitamente.

La Argentina debería ser de los países más alineados en ese sendero. Nacida por la fuerza de convicciones similares y a pocos días de celebrar en Tucumán no solo otro aniversario de la Independencia propia sino la firma del Pacto de Mayo, debería pensar que esas ideas fueron la fuente de la prosperidad de los países que supieron interpretarla. Y no solo eso: debería recordar que fue en esos pilares de libertad y autonomía donde ella misma fue próspera alguna vez.

¡Feliz 4 de Julio! ¡Y que los efluvios de progreso que nacieron de aquellas ideas simples lleguen la próxima semana a Tucumán para que de allí surja un nuevo tiempo de abundancia que deje atrás tantas privaciones, tanta ceguera y tanta injusticia!

Por Carlos Mira

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