El peronismo, además de todos los males que le trajo al país, tiene, encima, una gran propensión a ofenderse.
Ni bien se ponen en blanco sobre negro los indudables desastres que provocó -de los cuales el país nunca se repuso- inmediatamente saltan como leche hervida con un novedoso y tentador cliché: “culpar exclusivamente al peronismo de todos los males es una simplificación y un exceso”.
Por muy simplista que parezca, algunas explicaciones acerca de lo que ocurre con los países son efectivamente muy sencillas de exponer y en algunos casos no hace falta más que ver unos simples gráficos de coordenadas con los datos duros de la realidad (como el de la Fundación Libertad y Progreso que ilustra el encabezado de esta nota) para advertir la enorme decadencia (que aún no encuentra piso) que sufrió la Argentina desde que el peronismo apareció en la vida pública del país.
Si bien es cierto que entre 1946 y 2022 hubo otros gobiernos que no fueron peronistas y no pudieron retrotraer la situación a los años de gloria de la Argentina vividos antes de Perón, esa es la mejor prueba del peor daño que el peronismo le ha hecho al país: ha contagiado su esencia a todos los sectores políticos que, con sus más y sus menos, han replicado en su seno la “mentalidad” peronista.
En efecto, ese contagio ha producido un efecto residual que aún genera resultados desastrosos décadas después de que el virus original fuera inoculado. El peronismo fue capaz de cambiar el sentido común medio de la sociedad -una aspiración gramsciana que torna explicable por qué la obra del intelectual marxista italiano, Antonio Gramsci, encontrara su primera traducción mundial fuera de Italia en la Argentina- introduciendo un corpus jurídico completamente nuevo y antagónico con la letra y el espíritu de la Constitución de 1853 que rige, con su letra y con su alma, hasta el día de hoy.
Comparativamente es muy usual en el estudio económico ver las performances de dos países del Sur, parecidos en el hecho de su lejanía con los mercados centrales y en algo (solo algo) de su geografía como Argentina y Australia para dar cuenta de la enorme diferencia que nos sacaron los Aussies a partir de la llegada de Perón, cuando, antes de ello, teníamos no solo performances parecidas sino incluso con ventajas para la Argentina.
A partir del gobierno peronista de 1946 el país ingresó en una espiral inflacionaria (la cuna de la pobreza) de la cual nunca pudo salir. El promedio de inflación anual desde que Perón asumió el poder se acerca al 70% anual.
La emisión de dinero descontrolada que protagonizó el Banco Central le hizo perder 13 ceros al 1 de abril de 1991 (10.000.000.000.000) al peso moneda nacional que había existido inalterado desde 1881 hasta 1946. Eso sin contar los que debería perder ahora para poder manejarnos con números normales y no con cifras astronómicas.
Esa destrucción monetaria eliminó las características definitorias de una moneda como son ser una unidad de cuenta y una reserva de valor, con lo cual el país no tiene lo que la técnica económica llama “moneda”. Tiene una ilusión pintada de colores cuyo valor se esfuma ni bien se lo recibe en las manos.
El Banco Central está técnicamente quebrado y sus reservas liquidadas, cuando el país, en 1946, era un acreedor neto de la mayoría de los estados que habían estado en guerra hasta hacía poco. Mucha de esa riqueza se despilfarró comprando rezagos de guerra, nacionalizando y estatizando servicios y con incomprensibles operaciones llevadas adelante por una agencia gubernamental conocida como IAPI.
La Argentina en ese momento participaba en más del 3% del comercio mundial total. Es decir que de cada 100 dólares operados en transacciones internacionales, tres eran argentinos, una enormidad teniendo en cuenta la escala y hasta la ubicación geográfica del país. Hoy esa participación se ha reducido a menos del 0.3%.
Tanto el PIB absoluto como, principalmente, el PIB per cápita cayeron en picada y nunca más se recuperaron. Entre 1895 y 1896 la Argentina fue el primer PIB mundial per cápita, pero aun cuando perdió ese lugar de privilegio en los años siguientes se mantuvo entre los siete u ocho países más desarrollados y ricos de la Tierra hasta 1946, incluso habiendo pasado por las terribles consecuencias que arrojó el fin de la Primera Guerra Mundial, la Crisis de 1929 y el golpe de Estado de 1930.
Es cierto que desde la crisis financiera de Wall Street y de la interrupción institucional de 1930 el país ya había comenzado a dar señales de apartamiento de los principios que lo habían llevado a la cima del mundo. Quizás podríamos llamar a eso lo que Churchill hubiera llamado el “cernirse de la tormenta”, la formación de las primeras razones que, años más tarde, harían alumbrar al peronismo. Pero nada se comparaba con lo que iba a venir.
El nivel de vida argentino no volvería a ser el que fue. El peronismo produjo un fenómeno de concentración urbana y una migración interna nunca antes vista, dando nacimiento a un país macrocéfalo, con una megalópolis superpoblada y desigual, dejando un interior sin esperanzas de crecimiento propio y casi sin actividades que despertaran el ánimo de quedarse y progresar en el lugar de pertenencia. Generó una monumental transferencia de recursos de los sectores productivos a los improductivos con una red demencial de subsidios y alquimias económicas artificiales que desquiciaron el desempeño natural de los mercados.
En menos de un año (entre enero de 1946 y noviembre de ese año) Perón sancionó 16356 decretos leyes, todos inconstitucionales porque le arrebató al Congreso su función de sancionar las leyes. Esa creación legislativa superó a todo el cuerpo legal que la Argentina había generado desde 1860, que aproximadamente se componía de poco más de 12000 leyes en ese momento.
Ese “Nuevo Orden” (plasmado luego a nivel constitucional con la sanción amañada de la Constitución de 1949) cambió por completo el corazón del espíritu de la legislación argentina. Se pasó de un orden jurídico basado en la creencia de que la persona individual es el centro del universo a otro en donde ese centro pasó a estar ocupado por el Estado.
Se cambió la regla de la “permisividad” por la regla de la “prohibición” de resultas de lo cual se pasó de un sistema de vida en donde se presumía que el accionar libre de las personas era lícito a otro en donde esa licitud debía probarse con un permiso concedido por el Estado.
Todo el impulso de la creatividad, la innovación y la inventiva tuvo una brusca detención. Hasta ese momento la Argentina era uno de los principales países del mundo en materia de registro de inventos y marcas. Esa realidad cambió por completo.
En materia laboral se dio inicio a uno de los mayores latrocinios en materia de generación de empleo formal y de aumento de productividad. De hecho esos dos conceptos se aniquilaron, literalmente. Esa reforma sirvió para dar origen a una oligarquía sindical -en muchos casos rayana en la delincuencia- que extorsiona empresas, que secuestra trabajadores cada vez más pobres y que vive eternizada en sus sillones, generando, muchas veces, una monarquía gremial por la que los cargos del mandamás lo heredan sus hijos.
Todo este sistema significó un disparo a la línea de flotación de la competitividad argentina que vio cómo sus costos de producción se multiplicaban al infinito.
El esquema de subsidios caprichosos y plagados de corrupción pretendió financiarse con un astronómico crecimiento de la presión fiscal llevando el total de impuestos en el país a la escandalosa cifra de 170 a nivel nacional. Aun así el déficit fue la regla en la “era” peronista con lo que no quedaron otros caminos más que aumentar más los impuestos, emitir y generar deuda.
La combinación de todos estos factores originó un enorme desaliento al trabajo, al emprendimiento y a las ansias de arriesgar dinero propio para perseguir un sueño. Esas energías se direccionaron, en cambio, en conseguir un conchabo con el Estado para asegurarse un ingreso permanente y seguro, todo lo cual derivó en una maraña corrupta tejida entre los funcionarios y los empresarios prebendarios que en lugar de invertir y crear se dedicaron a aceitar sus relaciones con los capitostes del gobierno.
El resultado económico de estas ideas está a la vista. En el país florecen las villas miseria como hongos, crecen sin cesar en tamaño y cantidad, multiplicando los factores de desigualdad exponencialmente cuando, paradójicamente, el peronismo se presentó como el vehículo de la igualdad y la justicia social. Lejos de aceptar la responsabilidad por esa afrenta, el peronismo se sube a su caballo y atiza más la división y el enfrentamiento entre los que tienen y los que no tienen (sin admitir que los que no tienen, no tienen por su culpa), entre los que producen y los que reciben, entre los que bancan el gasto y quienes viven de él.
Pero con ser autoevidentes los daños provocados al funcionamiento económico del país (que es la realidad fría que reflejan los cuadros) ese no fue el peor de los males que la aparición del peronismo le trajo al país. Esa es la razón por la que gobiernos de otro signo no pudieron resolver el problema y no pudieron regresar a la Argentina opulenta.
El peor daño que el peronismo le hizo al país no fue económico, fue moral. El peronismo pudrió la raíz moral de la Argentina y consagró costumbres y prácticas que ultrapasaron sus propios límites, convirtiéndolos en usos, costumbres y prácticas que los demás que no pudieron abstraerse de usar para no correr “con desventajas”.
El peronismo inauguró una era de prepotencia y matonismo propia de los arrabales de la delincuencia. Importó hacia la política usos y modos antes solo practicados en el hampa; esparció una cultura de la fuerza bruta y de llevarse por delante al otro que era desconocida antes de Perón. La idea de trabajar “hasta que no quede un ladrillo que no sea peronista” (Evita dixit) caló muy profundamente en la cultura política argentina y quien no esté dispuesto a jugar con las mismas reglas empieza el partido en completa desventaja.
Ese matonismo impera a la vista de todo el mundo en el campo sindical en donde muchos de sus dirigentes no son otra cosa que eso: matones que hacen alarde de su condición y que son avalados por la estructura política del movimiento.
El peronismo nunca aceptó ser un “partido” en el sentido democrático de la palabra. Y no lo aceptó porque no se resigna a ser “parte” de un todo: quiere ser el todo mismo. Por eso siempre se llamó así mismo “movimiento” como si fuera una masa rodante que eventualmente terminará cubriendo todo el terreno sobre el que avanza.
Eso lo llevó a ser refractario de la libertad de expresión y de las manifestaciones que no fueran peronistas. Insinuó (y hasta llegó a decirlo directamente) que el que no es peronista no es argentino y que todo aquel que profese una idea diferente es un antipatria o un cipayo.
Creó una sinonimia entre la argentinidad y su propia identidad al punto de transmitir que la Patria es el peronismo. Mimetizó sus símbolos con los del país y siempre intentó tapar las voces disidentes en la prensa, en la cultura y en la educación.
Copó la educación pública utilizando los sindicatos como arietes y destruyó la calidad educativa que había hecho de la Argentina una perla distintiva en la región y en general en Latinoamérica. Desalentó el mérito y el esfuerzo y propició una igualdad gris, indistinguible, en donde ser mejor no valía nada.
Vulgarizó el trato y las costumbres tildando a los que prefieren la educación y los buenos modos como pacatos y “moralistas”. Se adueñó patrimonialmente del Estado como si sus bienes fueran propios, utilizando las estructuras públicas bancadas por los impuestos de todos los argentinos (peronistas y no peronistas) como si fueran propias, como si formaran parte de su patrimonio privado.
Tejió alianzas corporativas corruptas con sectores de poder para perpetuarse en el gobierno y desde la mismísima legislación propició la no-alternancia en los cargos públicos y sindicales en abierta rebelión contra uno de los cimientos formativos de la república y el Estado de Derecho.
Utilizó el aparato del Estado para enriquecer patrimonialmente a sus propios dirigentes que pasaron de la modestia a la opulencia sin que se le conocieran actividades que justificaran el enriquecimiento.
Inauguró, en una explosión de demagogia, el culto al pobrismo, tendencia por la que se le transmite subliminalmente a la sociedad la idea de que el pobre es moralmente superior al rico y que la patente de pobre entrega un salvoconducto de bondad e inocencia sin admitir prueba en contrario. Generó una cultura de animadversión a la persecución de la riqueza material por medios lícitos, (persiguiendo al exitoso con estigmatización social y con impuestos) pero hizo la vista gorda frente a demostraciones obscenas de opulencia cuando ella provenía de actividades non santas como la corrupción pública o el narcotráfico. Pulverizó los incentivos para “pertenecer” a la clase media, porque, más allá de sus dichos, con sus hechos (que son los que cuentan) la destruyó con impuestos y con desplantes hechos públicos desde la tribuna política.
Enfrentó con su bravata a los productores con los trabajadores, haciéndoles creer a estos últimos que eran un objeto de explotación por parte de los primeros, dinamitando con ello la armonía social y la concordia de la comunidad, generando odio y división entre los argentinos. Llevó esa paranoia (como mínimo por la boca de alguno de sus personajes más marginales) hasta el mismísimo racismo pretendiendo instalar en la Argentina una supuesta lucha entre los “negros” pobres y buenos contra los “blancos” ricos y malos.
Elevó esa grieta hasta extremos impensados, alentando el alzamiento en armas de grupos paramilitares que mataron a miles de personas en nombre de Perón para generar luego grupos de tareas de signo opuesto dirigidos a exterminar los propios focos revolucionarios que ellos mismos habían creado, llevando a la Argentina a un baño de sangre.
Nunca aceptó la división republicana del poder ni la prensa libre. Siempre dedicó parte de su energía a terminar con ambos pilares democráticos, desde amañar al poder judicial -amenazándolo si no se alinea- hasta perseguir medios de prensa (cerrándolos incluso en algún caso) y periodistas independientes.
Fiel a su origen fascista alineó al país con los peores autoritarismos de la Tierra, aspirando incluso a liderarlos en lo que fueron -en los ’70 y parte de los ’80- el Grupo de los No Alineados. Repudió la pertenencia de la Argentina a la tradición occidental liberal con mensajes ambiguos cada vez que la libertad y los derechos civiles estuvieron en peligro en el mundo.
Sembró el Estado con parientes y con amigos a quienes les solucionó la vida en base a salarios millonarios pagados con el presupuesto público en cargos ridículos, mientras los jubilados, que solventan ese presupuesto con sus impuestos, cada vez se mueren más de hambre.
No duda en desestabilizar gobiernos democráticos que no sean de su signo, a quienes subliminal o abiertamente emparenta con la dictadura y a los que no les da un minuto de paz con escraches en las calles, cortes de ruta, de accesos públicos, de calles y avenidas, todo acompañado con la tradicional camorra peronista.
Adhirió al abolicionismo penal soltando presos peligrosos a las calles, desde que inauguró esa costumbre en 1973 hasta hoy. Miles de argentinos inocentes han muerto como consecuencia de ese chiste que pretende teñir de “humanidad” lo que no es otra cosa que una manera más de esparcir el terror en la sociedad para que ésta sea sumisa y esté preparada para acatar lo que se le ordena.
Como se ve el capítulo económico de la destrucción de la Argentina propiciada por el peronismo no es, ni con mucho, el más importante y el más difícil de revertir. El peronismo ha descompuesto algo mucho más profundo que unos meros fundamentals de la economía. Por eso nadie pudo arreglar el problema y por eso mismo esos que no pudieron arreglarlo le han entregado al peronismo la maquiavélica excusa de que ellos no son (o al menos no lo son en exclusividad) los responsables de la ruina del país.
Pero la realidad sí es simple para quien quiere verla. Echar mano a una pretendida sofisticación y tildar de “poco pulido en el análisis” a quien pone en blanco sobre negro lo que pasó no es más que una excusa barata y sin peso. No son excesivos los cargos; pero sí es simple la evidencia.
Carlos, que extraordinaria pieza histórica has construido, esa descripción feroz, descarnada, terrible y horrenda de lo que es y ha sido el peronchismo merece un Pulitzer (perdón si lo escribo mal), mis respetos hacía ti, me inclino.
Respecto al sindicalismo, hay que entender que debe ser uno de los pocos países en donde el crímen organizado tiene estatus institucional formal. Eso es lo que son los sindicatos: Mafiosos al mejor estilo Chicago, pero avalados por la ley y el Estado. Coincido con todo, Carlos. Y me siento tremendamente desgraciado de permanecer en esta republiqueta.
Que resumen brillante! Mis felicitaciones. Lo haré rodar por las redes todo lo que pueda. Especialmente a los Kirchos de mi entorno.