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“El Estado será el motor después de la pandemia”

El Estado moderno fue creado por el liberalismo iluminista del siglo XVIII para ser el guardián de los derechos que ese mismo liberalismo reconocía que el hombre tenía por el solo hecho de nacer.

Esa misión de cuidar los derechos civiles debía asentarse sobre ciertas funciones irrenunciables que solo el Estado podía realizar, que eran indelegables y que en términos modernos eran “imprivatizables”.

Entre esas funciones, el Estado debía velar por la seguridad, por la defensa, por la salud pública, por la educación, por proveer un servicio de justicia limpio, eficiente e imparcial, por suministrar un servicio transparente de administración del Tesoro Público y por proveer un servicio público de atención educada al contribuyente.

Analicemos una a una esas funciones y veamos cómo las ha gerenciado el Estado argentino, recordando, una vez más que estamos hablando de sus funciones esenciales e indelegables, aquellas que le corresponden por su propia naturaleza.

¿Cómo ha gestionado el Estado la seguridad pública? ¿Cómo creen ustedes que el Estado ha manejado esta función?

La respuesta más diplomática es que fue un desastre: hoy ningún argentino se siente seguro de andar por la calle. A eso se le suman las innumerables evidencias de la connivencia de las fuerzas de seguridad con los propios delincuentes.

Todo allí es tierra arrasada, desde la policía y su formación hasta las cárceles, toda la estructura de la seguridad en el país no sirve para nada, salvo para robar, hacer negocios personales y para sumir en el terror a la población.

Pasemos a la defensa. Otro desastre. El país duraría apenas unas horas a manos de cualquiera que quisiera atacarlo.

Las fronteras son un colador. Por allí pasan ilegalmente personas, sustancias y mercaderías que el Estado debería controlar como una de sus funciones elementales.

Las Fuerzas Armadas no existen más que para ser sinónimo de un estigma de indignación.

¿Qué decir de la salud pública? Si bien este es un servicio que el sector privado puede prestar, el Estado debe proveer un mínimo de atención en hospitales que lleve a toda la sociedad a tener piso de necesidades satisfechas. Otra decepción.

Los hospitales públicos en la Argentina son el último lugar adonde la gente quiere ir, empezando por los funcionarios del propio Estado que son los primeros en correr a centros atendidos por el sector privado.

Los profesionales de la salud -y se esta viendo en esta pandemia más que nunca- no cuentan con el equipamiento, los suministros y los insumos mínimos para poder trabajar dignamente. Y menos aún los disponen los pacientes.

La educación pública es otro latrocinio. El hecho de que, como con la salud, también sea un servicio que el sector privado puede proveer, ha servido para mostrar el desastre de la escuela pública.

La educación ha sido degradada a propósito, convertida en una herramienta de adoctrinamiento partidario y alejada de su misión de trasmitir buenos valores de decencia, ética, mérito y esfuerzo.

Los maestros han sido reemplazados por avanzadas del populismo que toman el aula como cabecera de playa para multiplicar la transmisión de un mensaje colectivista que ha envenenado millones de mentes.

La Justicia ha perdido toda la confianza de la sociedad. El concepto que el hombre común tiene de un juez, de un tribunal o incluso de la propia Corte Suprema, es paupérrimo. “Más vale un mal arreglo que un buen juicio”, dice el dicho popular.

Y eso hablando de las minucias cotidianas que pueden ser objeto de una disputa entre dos ciudadanos privados.

¡Qué decir cuando la Justicia debe entregar seguridad jurídica a los ciudadanos dirimiendo cuestiones en donde la política es parte! Allí sí que el nivel de podredumbre alcanza ribetes dantescos.

¿En qué se ha convertido la administración del Tesoro Público sino en una catapulta para el robo de los aportes que el pueblo hace a través del sufrido pago de los impuestos?

La reciente “década ganada” ha sido una orgía de corrupción y de oportunidades para que un conjunto de facinerosos se sentara en los sillones públicos y desde allí robara a mansalva hasta límites que nunca antes la Argentina había conocido, con el cuento, claro está, del rol sacrosanto del Estado.

Veamos la simpleza de atender bien a la gente. Los empleados públicos son maleducados, atienden mal, se ensañan con el contribuyente a quien le piden mil trámites en la esperanza de cazar alguna coima.

Muchas agencias del Estado se han convertido en perseguidores sistemáticos de los ciudadanos a quienes exprimen con impuestos y exacciones de todo tipo.

Las oficinas y edificios públicos son antros de superpoblación de gente que en muchos casos no tienen una tarea específica asignada. Esos espacios públicos son impersonales y muchas veces son anticuados, sucios, imprácticos e ineficientes.

Es decir, en una palabra, el Estado hace todo mal. Incluso aquello que ningún otro podría hacer, en donde no tendría competencia y en aquello que debería ser su especialidad por naturaleza: todo eso lo hace mal; desastrosamente mal, para ser precisos.

¿Y frente a esto yo me tengo que creer que los mismos inútiles que no son capaces de cortar el pasto al costado de una ruta o a quienes no les da el piné para atender como corresponde a la gente en un mostrador público, van a ser los encargados de “motorizar la economía después de la pandemia” como salieron a decir el jefe de gabinete y el ministro de obras públicas?

¡Pero por favor, señores! Terminemos con la pelotudez altanera de creerse que sirven para algo: ¡No sirven ni para aquello que tendrían que servir!
Su aspiración a “manejar todo” solo puede emparentarse con su ánimo de seguir robando, para lo cual, claramente, confiscar los medios de producción es una herramienta funcional.

Esa metodología, obviamente, seguirá multiplicando la riqueza de ustedes, más allá de la que ya robaron y más allá del daño que ya han producido.
Pero de allí a creer que el Estado puede ser “motor” de algo que no sea robo y corrupción hay tanta distancia como de aquí a Neptuno.

No sirven ni para espiar, muchachos. En todo lo que sea servir a la gente su presencia es un fiasco y una broma de mal gusto. Están allí solo para beneficiarse personalmente a costa de la miseria del pueblo.

No pueden administrar ni siquiera las funciones elementales e indelegables para las cuales el Estado fue creado.

Solo un milagro y alguna explicación sociológica que indague en los factores insondables de la envidia puede explicar que su discurso aún cale en algún oído desprevenido.

Son de cuarta. No sirven para nada. Si servir para algo quiere decir deberse a la función pública y pensar primero en el pueblo antes que en sus propios bolsillos.

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