La mañana en Vitoria-Gasteiz comienza con el aire fresco que se cuela entre las callejuelas del Casco Viejo. Tras un desayuno rápido en el Café Dublín, con tostadas y café con leche, salimos rumbo al norte con un solo plan: disfrutar de una de las rutas más escénicas del País Vasco y cruzar la frontera hacia Francia en busca de mar, sabores y vistas inolvidables.

La carretera N-1 nos guía serpenteando entre valles y colinas. A medida que dejamos atrás Álava y nos adentramos en Gipuzkoa, los tonos verdes se intensifican, los montes se vuelven más abruptos, y el cielo parece bajar hasta rozar las copas de los árboles. A mitad de camino, una parada en Tolosa nos recuerda por qué el País Vasco es sinónimo de buen comer: en el restaurante Botarri, una sidrería tradicional, las chuletillas y la tortilla de bacalao nos devuelven el alma al cuerpo.

El viaje continúa rumbo a la joya costera del norte: San Sebastián. Llegamos poco después del mediodía y nos recibe la majestuosa Playa de la Concha, donde turistas y locales se mezclan en la arena dorada mientras los surfistas buscan olas más allá de la bahía. El agua está fresca, pero el sol aprieta lo justo para disfrutar un buen rato en la playa.

Después de caminar por el paseo marítimo, toca el ritual donostiarra por excelencia: los pintxos. El casco antiguo es un festival de bares, y nosotros elegimos Borda Berri y Gandarias, donde nos deleitamos con carrilleras, risottos en miniatura y el infaltable txakoli, ese vino blanco y ácido que acompaña con frescura cada bocado.


Por la tarde, retomamos la ruta por la costa hacia el este. La GI-636 serpentea junto al mar, regalando postales desde el volante: acantilados que se funden con el Cantábrico, túneles tallados en la roca, y pequeños pueblos con tejados rojizos que salpican el paisaje.

En menos de una hora, cruzamos la frontera sin darnos cuenta. Francia nos da la bienvenida con su encanto delicado. Saint-Jean-de-Luz aparece como una pintura: casas blancas con contraventanas rojas, aroma a pan recién horneado, y una bahía tranquila donde el mar parece un espejo.

Estacionamos cerca del bulevar Thiers y caminamos hasta la Grande Plage, una playa amplia y familiar, resguardada por diques naturales. Ideal para una última zambullida antes del atardecer. Las olas aquí son suaves, el ambiente relajado, y el contraste con San Sebastián inmediato: aquí todo es más pausado, más dulce.


Para cerrar el día, cena en Chez Kako, donde los mariscos son protagonistas. Ostras, chipirones a la plancha y una copa de vino blanco del País Vasco francés completan la jornada con sabor y elegancia.

Volver a Vitoria será mañana. Hoy, el camino fue el destino.

