Imagine por un instante que no sabe absolutamente nada de la ciudad de Nueva Orleans. Abone el terreno para la sorpresa. Vaya a Google Maps y observe a ojo de pájaro esa planta en forma de media luna que abraza el Mississippi a la que la ciudad debe su apodo de “The Crescent City”. A continuación eche un vistazo al callejero, una verdadera red de avenidas de nombres extravagantes y rimbombantes. Recréese: Tchoupitoulas, Elysian Fields, Prytania, Cherokee, Leonidas, Colapissa, Urquhart, Tricou. Hay muchos más. Baje ahora a esas calles e imagínese sentado en un banco frente al río, sobre el que reposa el barco turístico a vapor Natchez mientras usted mantiene todavía en la boca el regusto del último sazerac bebido en el restaurante y se prepara para escuchar a John Boutté versionando a Leonard Cohen en el d.b.a. Ya tenemos nuestro escenario. Sigamos.
Varios datos para aproximarnos a lo que es y significa Nueva Orleans: en Treme, el barrio que encierra la esencia cultural de la ciudad, se decidió de forma mezquina construir una autopista que atravesara su avenida principal, pero sus habitantes siguen desfilando estoicamente en carnaval y otras fechas bajo los puentes de hormigón, decididos a que el vecindario no pierda su esencia. Otro dato: se estima que hasta un 15% de la población sigue practicando alguna forma de vudú, y que un 100% se concentra en pequeños placeres mundanos y formas simples de reírse y disfrutar de la vida. Ejemplo: una vez al año, durante el Tennessee Williams Literary Festival, se rinde homenaje al dramaturgo mediante un curioso concurso (Stella Shouting Contest) consistente en emular con la mayor pasión y credibilidad posibles el famoso grito de Marlon Brando en Un tranvía llamado deseo. Esa permanente afirmación vital puede ayudar a explicar que en 2006 se decidiera, para pasmo de la nación, seguir adelante con la celebración del carnaval pocos meses después de la devastación provocada por el huracán Katrina, lo cual enlaza con la célebre costumbre local de los jazz funerals, en los que un pausado desfile de músicos y ciudadanos invitados al sepelio (o no) es súbitamente interrumpido por una frenética celebración en la que todos bailan y cantan para despedir al difunto, contentos de no estar en el ataúd. No existe aquí frialdad ni cruel ironía: como dice el periodista, novelista y guionista ocasional de Treme Tom Piazza en el libro Why New Orleans Matters, escrito apenas semanas después del brutal paso del Katrina, los funerales de jazz nos recuerdan que La Vida, con mayúsculas, es más importante que la existencia individual de cada uno. Es por tanto deber de los que asisten al funeral celebrarla, homenajearla y seguir contribuyendo con su ser al gran río de la vida.
Quizá estos datos le ayuden a desvelar en parte el intrincado misterio por el cual miles de personas siguen empeñadas en residir en esta extensión de tierra rodeada por el río Mississippi al sur y el lago Pontchartrain al norte, de una altitud media de entre uno y dos pies (medio metro) bajo el nivel del mar y permanentemente amenazada por la temporada anual de huracanes. También castigada por una tasa de criminalidad bastante superior a la media nacional y por varios niveles de corrupción municipal. Para comprender por qué muchos de sus vecinos no conciben la vida fuera de aquí, dedicaremos unos cuantos artículos a las muchas bondades de este lugar y sus mil capas inagotables: tendremos tiempo para hablar largo y tendido de los beignets del Café du Monde, de los platos de gumbo a deshoras, del Jazz & Heritage Festival, del carnaval y el Mardi Gras, de la serie de televisión Treme, de las second lines o del Garden District. Y por supuesto nos encantará hablar de Dr. John, The Meters, Snooks Eaglin, Allen Toussaint, Wynton Marsalis, Ernie K Doe, Coco Robicheaux y decenas de músicos más.
Pero urge, en primer lugar, hacer un ejercicio de empatía, ponerse en la piel de sus gentes, hurgar en su carácter ancestral. Y es que para empezar a comprender todo lo anterior conviene saber, por ejemplo, que Nueva Orleans fue en parte fundada para crear una estafa económica de enormes proporciones. Que años después, para sobrevivir al ataque de las tropas británicas, la ciudad hizo un pacto con un pirata. Y que a principios del siglo XX creó y cimentó lo que hoy supone su mayor regalo cultural al mundo en un barrio de burdeles. Comencemos:
Born on the Bayou
Jean-Baptiste Le Moyne de Bienville fundó Nueva Orleans en 1718 bajo los auspicios de la Compañía Francesa del Mississippi, una sociedad comercial dedicada a defender los intereses coloniales franceses ante el avance británico en la zona. La Compañía estaba dirigida por un empresario escocés, John Law, quien creyó desde el principio que nadie podría vivir en esa tierra de pantanos (swamps en inglés, bayous en Louisiana), mosquitos, calor y humedad, y acechada por arcaicas tribus nativas. Fue así como Nueva Orleans nació ya como pura contradicción.
Pero lo que interesaba a Law no era quién pudiera vivir allí, sino a quién podía embaucar en el Viejo Continente para ir a vivir allí. Law exageró la riqueza de la Luisiana francesa hasta extremos inconcebibles, convenciendo a decenas de colonos para que se mudaran a esa tierra pantanosa. En Francia, donde Law vendió participaciones y miles de hectáreas de tierra a centenares de incautos, las perspectivas de riqueza de estos llevaron a la impresión incontrolada de papel moneda y la consecuente inflación, provocando una burbuja cuyo estallido provocó un caos económico general en Europa y obligó a Law a escapar de Francia disfrazado de mujer. Moriría en Venecia en la más absoluta pobreza.
Pero Nueva Orleans sobrevivió, por más que en sus primeros días no fuera más que un conglomerado de soldados, mercaderes, esclavos, convictos varios y filles à la cassette, un grupo de jóvenes enviadas a la ciudad por el gobierno francés para paliar la ausencia de mujeres. En 1723 la ciudad ya era capital de la Luisiana francesa y construía su pequeño núcleo urbano en torno a la Place d’Armes (hoy Jackson Square). En 1731 la compañía de Law renunció a sus derechos sobre la ciudad y esta pasó a estar bajo control directo de la corona francesa. Comenzó entonces a desarrollarse una algo más sofisticada sociedad creole (criolla) de terratenientes (y sus correspondientes esclavos) en torno al Mississippi, que exhibía con orgullo su origen francés y que tenía su epicentro en la elegante vida social del Vieux Carré (hoy French Quarter).
Sin embargo, no eran los únicos habitantes de habla francesa de la zona: en 1755 los acadianos, campesinos franceses católicos que acababan de ser expulsados por los británicos de Nueva Escocia (Canadá), comenzaban a instalarse a lo largo de la costa del Golfo de México. Sus descendientes siguen viviendo unos kilómetros al oeste de Nueva Orleans, orgullosos de su cultura rural y su herencia culinaria y musical, como veremos. Hablamos de los cajunes.
La dominación española y la compra de Luisiana
En 1762 el rey francés entrega la ciudad y la Luisiana francesa al oeste del Mississippi a Carlos III en el tratado secreto de Fontainebleau. Los residentes de Nueva Orleans no conocerán la noticia hasta 1764. La orgullosa sociedad afrancesada de la ciudad no recibirá con buenos ojos la nueva dominación española, y en 1768 se las arreglará para expulsar al gobernador mandado por Carlos III. Un año después, España manda una fuerza militar de 3000 soldados para sofocar la por otra parte tímida rebelión. Empieza entonces un período de algo más de treinta años en el que surge una nueva cultura criolla de orígenes nobles españoles cuyas huellas arquitectónicas se perciben aún en el French Quarter, sobre todo después de que los devastadores incendios de 1788 y 1794 obligaran a reconstruir buena parte de la zona. Todavía hoy todas las calles del barrio francés lucen placas con su denominación en este período, como en el ejemplo de la célebre Bourbon Street que acompaña a estas líneas. Cuando en 1800 el territorio es devuelto a Francia, los interlocutores han cambiado: el período español ha visto el ascenso de Napoleón y la guerra de Independencia americana. Ambas partes firman en 1803 la célebre compra de Luisiana, por la que Napoleón vende a los recién creados Estados Unidos toda la Luisiana francesa por 15 millones de dólares.
La batalla de Nueva Orleans y el pirata Jean Lafitte
Para la sofisticada sociedad francesa de la ciudad la entrega a los españoles había supuesto una afrenta, pero la venta a los vulgares y advenedizos americanos superaba la barrera del insulto. Los americanos fueron “invitados” a instalarse fuera del French Quarter, al oeste de la actual Canal Street, iniciando así la expansión de la ciudad. Pero la historia reservaba a ambas comunidades la oportunidad de unirse ante un enemigo común.
Quien haya visto la serie Treme recordará a ese inmenso personaje que es Davis McAlary disfrazado de pirata en el primero de los capítulos dedicados al Mardi Gras. Jean Lafitte fue el pirata con el que Andrew Jackson, futuro presidente de los Estados Unidos, selló un pacto durante la guerra de 1812 contra el Reino Unido para que Lafitte y sus secuaces proporcionaran munición y cañones para la defensa de la ciudad. El pirata habría sido propietario del Lafitte’s Blacksmith Shop, actualmente un pintoresco bar en el 941 de Bourbon Street y uno de los edificios más antiguos del French Quarter. Su contribución y el hecho de que los residentes franceses y americanos unieran fuerzas ante los británicos fueron claves en la victoria en la batalla de Nueva Orleans del 8 de enero de 1815. Irónicamente, ambas partes desconocían que un acuerdo había puesto fin al conflicto quince días antes.
Tras la guerra de 1812 llegan los primeros barcos de vapor por el Mississippi y explota la industria del azúcar y del algodón con plantaciones a lo largo del río. Grandes cantidades de esclavos procedentes de África llegan entonces a la ciudad, uniéndose a los criollos negros locales y demás esclavos de origen caribeño. Muchos de ellos se instalaron en un nuevo barrio situado justo encima del French Quarter, creado después de que el terrateniente propietario de la zona (Claude Tremé) diera una parte de las tierras a sus trabajadores. El barrio sigue llevando aún hoy su nombre, y da título a la excelente serie de HBO. Treme es también el barrio afroamericano más antiguo de los Estados Unidos, y su plaza principal (Congo Square) está reconocida como el lugar en el que nace la identidad musical de Nueva Orleans: allí se reunían los esclavos en las tardes del domingo junto con hombres libres de color para enormes y frenéticas celebraciones de baile y música de ritmos primitivos africanos en los que pueden rastrearse los orígenes de los géneros que años después nacerían allí. Estos son también los años de Marie Laveau, reina del vudú, así como de varias leyendas y mitos sobrenaturales que siguen jalonando el folclore popular de la ciudad.
Con el auge del comercio llegan la prosperidad y el aumento de población. También varias epidemias de fiebre amarilla y la declaración de Louisiana, en 1861, de secesión de los Estados Unidos. Tras la derrota en la Guerra Civil y la abolición de la esclavitud comienza la depresión económica. Nueva Orleans se convierte en referencia para el vicio, la diversión y la prostitución (Herbert Asbury, autor de Gangs of New York, describiría la atmósfera depravada de la Nueva Orleans del siglo XIX en un libro parecido). La situación es incontrolable y en 1897 se decide trasladar y encerrar ese submundo en torno a Basin Street, en Treme: se crea así el distrito de Storyville, donde la prostitución es legal hasta 1917 y donde nace el jazz. El género da sus primeros pasos de la mano de músicos como Papa Jack Laine y su Reliance Brass Band, la Original Dixieland Jass Band (responsables de las primeras grabaciones comerciales del género) y personajes insignes de Storyville como Charles “Buddy” Bolden o Jerry Roll Morton.
Bolden, nacido en 1877 y proclamado the first man of jazz (aunque por desgracia no nos hayan llegado grabaciones suyas) posee una biografía rodeada por el mito. Tocó la corneta en su banda hasta 1907, cuando su esquizofrenia le hizo ingresar en un manicomio donde habría vivido hasta su muerte en 1931. En cuanto al pianista Jelly Roll Morton, hombre extravagante y extremadamente arrogante, proclamaría ser el inventor del jazz, y ciertamente quizá se trate del primer compositor real del género. En sus grabaciones para la Librería del Congreso (publicadas en una edición de lujo de ocho discos) contaría sus vivencias de juventud en Storyville, rodeado de jugadores y prostitutas.
También en aquellos años, un niño proveniente de una familia rota que vive en la miseria más absoluta es recluido en el hogar para niños sin techo de Nueva Orleans, lugar por él bien conocido debido a sus frecuentes actos de pillaje y delincuencia de bajo nivel. La causa en esta ocasión es algo más grave: ha sido detenido por la policía tras disparar una pistola al aire en la noche de Año Nuevo. La reclusión, por tanto, será prolongada. Un profesor del hogar trata de reconducir su temperamento instándole a seguir desarrollando su temprana afición por la corneta y la trompeta. Al obligar al pequeño a tocar el instrumento, desconoce la que acaba de liar. El niño se llama Louis Armstrong, y en ese hogar crece el mayor regalo de Nueva Orleans al mundo.
Tras salir del hogar para niños Armstrong se une a varias bandas de la ciudad, con músicos como Kid Ory o su mentor King Oliver, con cuya Creole Jazz Band registra en 1923 y 1924 algunas de las mejores grabaciones tempranas de jazz de Nueva Orleans. En esos mismos años graba con los Red Onion Jazz Babies, todo un “supergrupo” de figuras (entre ellas otro ilustre músico de la ciudad, Sidney Bechet), y entre 1925 y 1928 entrega, ya con su propia banda, las inmensas Hot Five & Hot Seven Recordings, que contienen esta maravillosa píldora de alegría concentrada en tres minutos llamada Potato Head Blues. No sorprende que Woody Allen la incluyera entre sus razones por las que la vida vale la pena al final de Manhattan.
Nueva Orleans ha dado muchos más motivos por los que vale la pena vivir. Los seguiremos viendo en capítulos posteriores. Urge un repaso a la casi inabarcable herencia musical de la ciudad, por supuesto, pero propondremos también varias rutas turísticas, muchas de ellas alejadas de esa trampa que es a veces el French Quarter. Aun así, le invitaremos igualmente a descubrir varios rincones de visita imprescindible del barrio francés, y le sugeriremos varios itinerarios por los clubes nocturnos del resto de la ciudad. También (es inevitable) tendremos que hablar del puto huracán, pero ello nos permitirá acercarnos a una admirable historia de superación colectiva no exenta de miles de tragedias personales. Habrá que hablar de este drama, de los problemas de inseguridad, de la corrupción municipal y de la alegría de vivir por encima de todo ello, por más que ya lo esté haciendo la, quizá, mejor serie de televisión que puede verse en estos momentos. Tocará hablar de Treme, por supuesto, y de los indios del Mardi Gras. Y de gumbos, jambalayas, po’boys, comidas en el Commander’s Palace y cenas en el Bayona. De una ciudad que es, por encima de cualquier otra cosa, un estado de ánimo. Venga cuando quiera, es barato: a veces basta con abrir el Spotify y dejarse llevar.