
Si bien no tuvimos nuestra columna de ayer lunes, el espectáculo gratuito brindado por el elenco político de la provincia de Buenos Aires el sábado a la noche cuando, teóricamente, debía operarse el cierre de listas para las elecciones provinciales del 7 de septiembre, no podemos obviarlo porque creo que entrega la sospecha de una evidencia inquietante.
Hasta ahora gran parte del país tenía la esperanza de que el peronismo fuera una anomalía (transformada en desgracia con el correr de las décadas) que, como toda anomalía, podía ser corregida, extirpada o adaptada para que dejara de producir sus efectos malignos sobre la sociedad y ésta, de una buena vez, pudiera regresar a lo que, en el resto del mundo (en donde el peronismo no existe), sería más o menos un país normal.
Sin embargo, lo ocurrido el sábado pone en dudas aquella esperanza.
En primer lugar, digamos que el peronismo no perdió la oportunidad de volver a demostrar la indignidad, la malicia (entre paréntesis digamos, por ejemplo, que en la Argentina futbolera a la malicia se la llama “personalidad”, solo para tener un botón de muestra de los valores de la sociedad) y a la delincuencia que lo caracteriza haciendo cortar la luz en La Plata para tener una excusa para no presentar las listas a tiempo.
También digamos que, por un rato que se “cortó la luz”, la Justicia Electoral de la provincia le dio 38 horas de ventaja para completar el trámite legal… En fin: delicias de la peronización argentina.
Pero del otro lado el espectáculo no fue mucho más edificante. Hasta último momento hubo sordas peleas para conformar las listas del “Frente Libertada Avanza” y algunos analistas hablan de que el PRO aceptó poco menos que un sometimiento para que las listas pudieran cerrarse a tiempo y evitar escándalos públicos que perjudicaran la “causa” de vencer al kirchnerismo.
Una serie de intendentes, bajo el gastado argumento “de no estar con ninguno de los dos” generó segundas y terceras opciones que, a mi modo de ver, no son otra cosa que fusibles útiles al kirchnerismo residual.
Todo este espectáculo excede al peronismo y ya abarca a gran parte de la sociedad, lo que nos lleva a plantear el inquietante interrogante sobre si, mas allá de los episodios delincuenciales del movimiento creado por Perón, no hay en el promedio argentino una tendencia a la trampa, a la prepotencia, a la burla de la ley, al encadenamiento de actos que suponen “mini delincuencias” diarias y a una preferencia por la fuerza antes que por el orden legal.
Eso nos lleva hacia otra duda: ¿Fue el peronismo el que creó este tipo humano proclive a andar por los bordes de la ley o, advirtiéndolo, el peronismo lo utilizó (y profundizó) en su propio beneficio?
De la respuesta a esta aparentemente marginal duda depende cuál podría ser el escenario futuro de la Argentina.
Si por los albores del siglo pasado una oscura figura del ejército advirtió estas tendencias arrabaleras del argentino e ideó un plan para aprovecharlas a su favor, pero no fue él quien las impuso (sobre un pueblo hasta ese momento noble y ordenado) entonces las esperanzas de que, acabado el peronismo -o sus variantes incluso más perniciosas como el kirchnerismo- la Argentina pueda retornar al seno de los países normales, observadores de la ley, casi diría “inocentes” (o sin malicia) en la resolución del entramado cotidiano de su vida, se reducen dramáticamente.
En ese escenario, el país podrá andar un poco mejor o un poco peor económicamente pero la estructura de su comportamiento social lo mantendrá siempre fuera del circuito del progreso por la sencilla razón de que para progresar se necesita invertir y nadie invierte en un país de tramposos.
Este debería ser el fondo de la discusión argentina: es cierto que las cuentas de un país deben estar ordenadas para que los dueños de las decisiones de inversión lo tomen en cuenta. Pero si la conducta social del país lo inclinan naturalmente a la violación de las leyes y de los contratos podrá esperarse bien poco del orden macroeconómico.
Por otro lado, resulta más que natural que las costumbres sociales tarde o temprano se vean reflejadas en el tipo de dirigencia que el país tiene y, si el tipo de dirigencia que el país tiene replica los comportamientos tramposos e ilegales, el país nunca saldrá adelante.
Es más, no hace falta explicar mucho para demostrar que, efectivamente, el país hasta se vanagloria de violar la ley, los contratos y sus compromisos.
En ese sentido el ejemplo más recordado quizás sea el de todo el Congreso vitoreando de pie a Rodríguez Saa cuando el presidente interino anunciaba que el país dejaría de pagar la deuda externa.
Pero es en los comportamientos cotidianos de los argentinos individuales en donde también se puede notar una secreta reverencia a la “avivada” (que es el nombre suave que se le da a la violación tipo hormiga de la ley) muy ejemplificada en el fútbol en donde existe, incluso, una corriente mediática que reivindica a los equipos tramposos bajo el argumento de que “son las armas con la que luchan los más pobres contra los más ricos”.
Esta idea de la pobreza como purificadora y como vehículo apto para redimir ilegalidades es muy argentina. En efecto, no es raro que se utilice ese argumento para excusar a quienes actúan fuera de la ley.
En ese sentido, el presidente Milei tiene razón cuando explica que el fondo del problema argentino no es económico sino moral. Si bien él lo hace para respaldar su idea de que el concepto socioeconómico de “Justicia Social” (causante de la inflación) es una inmoralidad, lo cierto es que da en el clavo cuando corre del fondo de las soluciones al mero acomodamiento económico para poner allí dudas más profundas que hacen a la ética con la que los argentinos no manejamos.
El espectáculo del cierre de listas del sábado coincide con todo este aquelarre inmoral. No estoy seguro de cómo calibra esto el argentino medio. No sé cuanta importancia le da a que se mande a cortar la luz para violar la ley y cómo tomara esa conducta a la hora de votar.
Volviendo al futbol (tan representativo nuestro), sugestivamente, el corte de luz también ha sido una vía a la que se echó mano más de una vez para torcer el resultado o el trámite de un partido.
Entonces, de nuevo, ¿Cuál es la valoración concreta que el argentino medio le da a estas prácticas? ¿Las castiga o secretamente las venera con una sonrisa sorda mientras que, con tono de admiración, dice “que hijos de puta…”? (A propósito considerar también el sentido “positivo” y de fascinación que tiene el dicho “¡qué hijo de puta!”, entre nosotros)
Mientras estas dudas de fondo no sean aclaradas será difícil pronosticar el escenario futuro de la Argentina.
Sin dudas que un orden económico de fondo puede ayudar. Pero mientras los cimientos morales del país privilegien lo incorrecto por sobre lo correcto, mientras el “correcto” sea algo parecido a un idiota y el “hijo de puta” algo parecido a un canchero (al punto de que un tipo serio y cumplidor sea catalogado, justamente, como un “correcto”, en el sentido peyorativo del término) no tendremos arreglo.

