
Hay una cuestión que no sé si termina de entenderse bien en el concierto teórico y filosófico bajo cuyos cristales se analizan muchas de los temas que están ocurriendo con ciertos gobiernos, no solo en la Argentina sino en el mundo.
Se trata de cómo interpretar el concepto que encierra la palabra “liberal”.
Hace ya mucho tiempo los norteamericanos (que pronuncian ese término con acento en la “i”) lo han relacionado con las políticas generalmente asociadas al Partido Demócrata y que tienen el denominador común de perseguir un aflojamiento de las severidades sociales encarnadas por lo que en EEUU es el Partido Republicano y a las que se le asigna el término “conservative”.
Allí con la palabra “liberal” se pretende aludir a una liberalización de los corsets impuestos por las tradiciones y las costumbres que vienen de las raíces puritanas de la sociedad. Dejemos para dentro de un rato cómo ha funcionado ese esquema semántico en EEUU cuando se lo contrasta con la suerte de las libertades y derechos individuales.
En los países de habla hispana la cuestión se complica un poco más porque la palabra “liberal” (que se pronuncia sin acento en la “i” sino más bien en la “a”) ha servido para referir a dos concepciones antagónicas lo cual confunde notoriamente el análisis teórico y hasta periodístico.
En efecto, quizás por la influencia norteamericana, los sectores identificados con el intervencionismo estatal -fundamentalmente en los aspectos económicos de la vida cotidiana- han cooptado para sí el uso de la palabra “liberal” para con ello trasmitir la idea de que ellos son partidarios de “liberar” al individuo del cumplimiento de patrones de comportamiento rígidos y, al contrario, estimular costumbres sociales laxas que retiren de la mente de las personas la sensación de culpa por llevar un determinado estilo de vida.
En ese sentido, entonces, han calificado de “iliberal” a toda corriente o gobierno que defienda un esquema social en donde ciertos valores tradicionales no se pierdan.
La cuestión queda reflejada muy claramente en los temas de género. Desde ya no son el único campo en donde puedan encontrarse estas particularidades, pero sí es el que entrega los ejemplos más visibles de lo que quiero decir.
Quien pretenda mantener (incluso en el campo legal y de las minucias leguleyas cotidianas) la clásica división de los sexos en “hombre” y “mujer” y en los géneros “masculino” y “femenino”, es catalogado de “iliberal” o de estar atacando las libertades básicas de las personas.
Lo paradójico (y lo que más complica el análisis y contribuye a las confusiones) es que la evidencia empírica mundial demuestra que los regímenes “liberales” que han aflojado las costumbres sociales más tradicionales han producido, en paralelo, una notoria restricción de los derechos individuales de decisión soberana de las personas y han reemplazado esa autonomía de la voluntad por un esquema burocratizado en donde los aspectos simples de la vida dejan de estar gobernados por la libertad innata y natural de las personas para pasar a ser cuestiones decididas por el funcionarado estatal.
Entonces, recapitulando: quienes se presentan como “liberales” y se espantan por lo “iliberal” de aquellos que sugieren que ciertas costumbres de toda la vida deben seguir respetándose, son quienes, en los hechos, más libertades cotidianas le quitan al ciudadano común que ya no decide por sí mismo en un amplio abanico de temas y que entrega esa autonomía a un burócrata.
No es extraño -y al contrario muy sugestivo- que en los lineamientos dejados por Lenin a sus seguidores haya estado, precisamente, abogar por ese “aflojamiento” de las costumbres sociales bajo el convencimiento que tenía el asesino bolchevique de que, cuando esa afasia “muscular” de la sociedad estuviera completada, sería más fácil el derrocamiento de la democracia tradicional y el advenimiento de la dictadura del proletariado.
Fijénse ustedes que quienes se han presentado como los confiscadores de derechos individuales más burdos de la historia (en la Argentina y en otros países también) son los que se presentan como “ampliadores de derechos” y como los que presentaran “resistencia” a quienes vengan a “restringir” derechos “conquistados”, cuando en la realidad de los hechos los individuaos nunca han perdido más derechos concretos en la cotidianeidad de sus vidas como cuando este tipo de régimen llega al poder.
Esta paradoja se da porque, en efecto, la liberalidad de la libertad real necesita de una sólida y pétrea base de convicciones morales sin cuya firmeza y robustez es imposible mantener las libertades en superficie.
Quienes eficientemente logren hacer tambalear esos cimientos no tendrán más que sentarse a esperar como la servidumbre social que buscan les cae como una fruta madura en sus manos.
Algunos han querido hacer una diferenciacion entre “liberalismo economico” y “liberalismo politico”, declarandose “liberales políticos” e “intervencionistas económicos”. O sea “la chancha y los 20”. Esa pavada no tiene consistencia porque el intervencionismo económico indefectiblemente termina anulando las libertades políticas (o civiles) también. Esa distición es un oximoron: el liberalismo es uno solo.
Es interesante ver cómo Alexis de Tocqueville analizó este fenómeno en los EEUU del siglo XIX. Algunos podrán decirme “¡Pero me estás hablando del siglo XIX!”. No importa: las reglas generales de lo que quiero explicar siguen siendo aplicables al mundo del siglo XXI.
Tocqueville advirtió de primera mano y quizás antes que nadie la profundidad del experimento democrático de los EEUU. Y dentro de él claramente describió cómo la sociedad norteamericana disfrutaba de unas libertades completamente exóticas para el europeo.
Sin embargo, inteligentemente también vio qué resortes aplicaban los norteamericanos para amortiguar los eventuales excesos de esa libertad. Y allí anotó a la religión y al fuerte sentido asociativo de la comunidad.
Tocqueville concluyó que mientras el sistema legal norteamericano literalmente endosaba cualquier decisión individual que tomaran las personas (por más estrambóticas que estas pudieran parecer), la religión y el espíritu asociativo venían a compensar esos extremismos para, intangiblemente, llevar las cosas a un justo medio.
La sociedad manejaba esas equalizaciones de modo espontáneo sin necesidad de que los procedimientos de “ajuste” estuvieran escritos en ningún lado. El resultado era un clima de enorme creatividad e ingeniosidad y, al mismo tiempo, de un tácito refreno a los excesos, con la paradójica comprobación de que eran los refrenos los que hacían posible la perdurabilidad de la libertad.
Es decir, trayendo el análisis a nuestros días es la toughness de las costumbres lo que mantiene viva la levedad de la libertad: si se dejara destruir la pétrea base de tradiciones de toda la vida (“lo que está bien está bien y lo que está mal está mal”) por el triunfo de un relativismo amplio que pusiera en duda todo (porque, según los que en el fondo buscan restringir la libertad, eso sería ser “liberal”) los principales derechos individuales se perderían y el círculo de decisiones que nunca deben salir de la soberanía individual (qué hago con mi vida, qué compro, qué vendo, dónde vivo, cómo pienso, etcétera) pasaría a las reducidas manos de un conjunto de funcionarios estatales.
En EEUU, donde aún se cuenta con la ventaja de la pronunciación de la palabra “liberal”, ha quedado claro cómo cuanto más “liberalismo” (del de ellos) ha habido menos “liberalismo” (del nuestro) ha quedado.
Yo incluso entiendo que algunos pillines que son “pequeños fascistas” se quieran camuflar como defensores de las tradiciones de siempre para que justamente no se pierdan las libertades fundamentales de todos los días y, con ese engaño, en realidad pretender establecer también una sociedad regimentada en donde se pierdan derechos esenciales.
Pero esas malformaciones no deben hacernos perder de vista que, efectivamente, la sana libertad necesita de un piso sólido e inconmovible que no esté sujeto a cuestionamientos permanentes bajo el argumento de que esos cuestionamientos son, justamente, “liberales”.
Mientras no entendamos eso y tildemos de “iliberales” a los que defendemos la dureza y cohesión de ese cimiento imperforable, estaremos poniendo en peligro la perdurabilidad de la libertad cotidiana aunque nos quieran decir que los verdaderos liberales son ellos porque vienen a “ampliar derechos”. Ese es un verso barato que tiene en la realidad la principal evidencia en su contra.
… “el intervencionismo económico indefectiblemente termina anulando las libertades políticas (o civiles) también”. Ese concepto está magistralmente explicado en Camino de servidumbre, de Friedrich Hayek, como usted seguramente sabe.
El Tribunal Supremo del UK acaba de establecer una verdad de Perogrullo: sólo hay dos sexos, varó1n y mujer. Y agrego: XX es mujer, y XY es hombre.
Si alguien como Flor de la V fuera a un consultorio tendrían que pedirle estudios de próstata. Pero te quieren obligar a decir que es “mujer”.
Complicadito el texto…. No me consta que los progres se hagan llamar liberales, a no ser en USA (votantes de partido Demócrata). Imagino que a escrito Ud. este texto pensando en los hablantes del castellano que viven en USA, ya que de este lado del “río Bravo” confunde un poco la intencionalidad y/ necesidad del texto. Se agradece de todo modos.