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Un esperado golpe de efecto

Credito: Ricardo Ceppi-Getty Images

En política los llamados “golpes de efecto” a veces tienen más repercusión que los propios hechos de fondo.

En ese sentido, no hay dudas que lo importante de la Ley Bases es su contenido que significará un primer paso (enorme) hacia la liberación de las fuerzas productivas del país y hacia la recuperación de la capacidad de trabajar y de producir bienes y servicios.

Si ese costado del programa del gobierno se hubiera puesto en marcha el 27 de diciembre, alrededor de los mismos días en que se empezaron a tomar medidas para producir un ajuste de 8 puntos del PIB, es muy probable que el costo recesivo que el país pagó estos meses no se hubiera manifestado.

Pero como la oposición sabía que una manera de poner a la gente en contra de Milei era hacerla padecer esas amarguras, no dudaron en hacerle escupir sangre a la clase media con tal de ir contra los cambios que proponía el presidente y que significaban poner en peligro la estructura de privilegios que ellos mismos habían construido para sí en los últimos 40 años.

La suerte y los padecimientos de la gente no les importaron nada: al contrario los provocaron para usufructuar su descontento.

Es obvio que no lo lograron porque es tal el descrédito que produjo su robo, su corrupción y su inmoralidad que el grueso social permaneció al lado del presidente aún cuando los más fieros costados del ajuste se estaban haciendo sentir.

En aquellos días el gobierno se vio obligado a retirar el proyecto de Ley Bases y empezar todo de nuevo, perdiendo un tiempo que, medido en sufrimiento humano, ha sido cruel.

Toda esa factura tiene varios destinatarios: la oposición kirchnerista, el peronismo, la izquierda incendiaria y la pusilanimidad de algunos radicales que no pueden sacarse del orilló la marca de su irresolución.

Pero ese tiempo pasó, se perdió, ya no se puede recuperar. El daño por no haber compensado el ajuste macroeconómico con una liberalización sin precedentes de la actividad productiva y del trabajo ya está hecho. Ahora solo queda acotarlo.

Por supuesto que la manera más rápida de hacerlo sería asumir, por una vez en la vida, una postura de grandeza nacional, deponer las comunes idioteces de los pruritos políticos (que en realidad esconden la defensa de intereses espurios y personales) y sancionar la Ley Bases, el acuerdo fiscal y firmar en Córdoba el Pacto de Mayo el próximo 25.

Si eso se lograra en el escasísimo tiempo que resta, el golpe de efecto que el presidente daría sobre la mesa de la política superaría en mucho los beneficios que de por sí traería la sanción de un primer paquete legal que desregule la enorme asfixia argentina.

Y aclaro rápidamente que digo “primer paquete legal” porque la Ley Bases es solo un primer escalón muy pequeño comparado con todos los que son necesarios levantar para que la Argentina deje atrás la esclavitud.

La oposición obstruccionista sabe que Milei está ante una compuerta que significará un antes y un después. Si bien el presidente acaba de decir en Madrid que no lo “va a detener nada ni nadie”, es también cierto que si este obstáculo logra ser demolido ahora, el simbolismo que encierra ver caído ese último dique de contención que pretende salvar al Antiguo Régimen, es de tal magnitud que posiblemente haya que inventar otro giro idiomático para describir aquello que hasta ahora hubiéramos llamado simplemente “un cambio de era”.

Ese golpe de efecto será algo mucho más profundo que un cambio de era: será convertir un estado en otro, será como crear una criatura completamente nueva, incipiente aún, pero con un potencial del que solo el cielo conoce el límite.

Quienes, por el contrario, siempre quisieron limitar las aventuras de las personas individuales (para poder controlarlas y para que los sueños de esos ciudadanos no pongan en peligro su poder por la vía de hacerlos conscientes de que ellos -y no los gobiernos- son los poderosos) harán lo imposible por impedirlo. Harán lo imposible para que los proyectos que liberen las fuerzas de los argentinos no vean la luz. Les va su vida, su fortuna y, en algunos casos, su propia libertad, en eso.

Por eso los argentinos decentes deberían mantener su respaldo al primer gobierno cuyo programa de acción consiste, no en acumular poder, sino en DESPRENDERSE de él. Ese solo hecho debería reforzar su fe.

En momentos de duda (además de mirar alguna fotografía de Cristina Fernández, de Massa, de Kicillof, de Máximo Kirchner o de Alberto Fernández) deberían preguntarse ¿qué gobierno está más de mi lado: uno que me quiere devolver poder a mi para que yo diseñe mi vida como quiero, u otro que quiere concentrarlo aún más en sus propias manos (aún cuando me endulce los oídos diciéndome que quiere ese poder para ayudarme)?

Ojalá que Dios y las fuerzas del cielo iluminen al pueblo argentino para resistir la resistencia. Y que el Universo ilumine al presidente para insistir en lo que debe insistir y para rectificar lo que debe rectificar.

Si esos dos milagros se combinan es muy posible que el país esté en las puertas de un nuevo periodo de abundancia igual o mejor al que se inició el 1 de mayo de 1853, cuando la jura de la Constitución rompió el último dique de contención de un régimen de servidumbre que había hecho de esta tierra un infame lugar de buscas, contrabandistas y corruptos, muy parecido al que vieron las últimas ocho generaciones de argentinos.

Por Carlos Mira
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