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Un capítulo más sobre la Corte Suprema

La conformación de la Corte Suprema de Justicia es siempre un tema espinoso y en, alguna medida, sirve para confirmar el estado de endeblez institucional que tiene la Argentina.

La referencia al permanente toqueteo de la integración de ese tribunal (y, en mayor medida, cuando el poder cambia de manos) es un dato fuerte que muestra que la Argentina sigue siendo un país bananero y que, pese a los esfuerzos de algunos gobiernos por transformarlo en uno más normal, la balanza siempre termina inclinándose hacia el lado que mantiene o profundiza ese costado poco edificante de la vida institucional.

Si se contrasta esa realidad con el modelo teórico diseñado por los constituyentes -que se apoyaba en la perdurabilidad inalterada de los jueces de la Corte hasta que murieran, sobreviviendo incólumes a los cambios de cualquier gobierno- uno puede tener una idea aproximada de lo que el país se ha alejado del “manual de instrucciones” que nos legó la gente inteligente y grande de verdad que alguna vez proyectó aquí una tierra de progreso, estabilidad y buena vida.

El resquebrajamiento de esa pompa y de ese respeto por la autoridad de la Justica nos ha traído (combinado ese factor con desaciertos económicos, corrupciones, saqueos al Tesoro Público y alianzas internacionales equivocadas) hasta donde estamos hoy.

Solucionar esta anomalía es tan importante y urgente como lo es solucionar las anomalías económicas que el gobierno se propone eliminar.

La especulación que ronda en el mundillo político sobre llevar la composición del máximo tribunal a un Frankenstein de 15 miembros (capitaneada por el impresentable Zaffaroni, responsable de una de las embestidas más brutales contra el buen orden legal de la Nación y de la entronización de regímenes penales que han provocado uno de los baños de sangre evitables más repugnantes de la historia argentina, con la muerte de inocentes en hechos delictivos protagonizados por delincuentes que, de no haber existido el zaffaronismo, habrían estado en la cárcel) es una locura de tal magnitud que sirve, también, para medir hasta qué punto está podrida la raíz institucional de la Argentina.

Al lado de estos disparates aparecen otros como, por ejemplo, el tomar a la Corte como una institución que deba rebajar su investidura al nivel del barro de las cuestiones de género de modo que haya cupo asegurados en sus sillones, no para los más capaces, sino para los que levanten la ideologizada bandera de los géneros.

A la cabeza de esa corriente se encuentra una de las máximas responsables de la quiebra de la Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, que fogonea la llegada a la Corte (por la vía de aumentar el número de sus jueces) de una mujer que le responda ciegamente.

Otra de las anomalías -que tiene en el centro del problema a la Corte- es la instalación en el inconsciente colectivo la burrada de que el máximo tribunal es una tercera instancia de apelación y que por lo tanto, las sentencias no quedan firmes hasta que no hayan pasado por la Corte y esta se haya expedido.

La dimensión de esta barbaridad es de tal profundidad que debería ser planteada y enfrentada urgentemente. Es obvio que lo ideal, para corregir este horror, sería no hacer nada y que naturalmente todos los actores sociales de la Argentina finalmente acepten cómo funciona, o como debería funcionar, correctamente nuestro sistema.

Pero dado que eso no está ocurriendo y que, por lo visto, no va a ocurrir, lo interesante sería que la Corte emitiera una acordada aclaratoria diciendo exactamente eso: la Corte Suprema NO ES una tercera instancia de apelación sino un tribunal de REVISION CONSTITUCIONAL para verificar que, durante el proceso, las garantías constitucionales de los ciudadanos hubieran sido observadas.

La garantía constitucional de defensa en juicio está largamente cumplida con el respeto a la doble instancia y con la posibilidad de que los fallos de los jueces ordinarios sean revisados por las Cámara de Apelaciones.

Pero suponer que la interposición del recurso extraordinario ante la Corte supone la apertura, en ese tribunal, de un proceso en donde se vuelve a revisar TODO el caso, es una burrada de una magnitud pocas veces vista.

La vida de la Corte tiene (debería tener) un solo Dios: la Constitución. El cuidado de su vigencia y la verificación de que las leyes del Congreso y los fallos de la Justicia son en un todo compatibles con su letra y con su espíritu.

Si en esa verificación (en el marco de abocarse a un caso que haya llegado a sus estrados) la Corte alcanza la conclusión de que la ley o el fallo contradicen los principios escritos o derivados de la filosofía de la Constitución, pues deberá declararlos inconstitucionales con todas las consecuencias de inaplicabilidad de esas disposiciones para el caso estudiado y las derivaciones jurisprudenciales que, para el futuro, le sean aplicables a todos.

Este es el modelo que los constituyentes diseñaron. Para su mejor funcionamiento es preferible que la Corte sea un cuerpo más bien reducido de personas. El principal justificativo de la existencia misma de la Corte Suprema es entregarle certezas a la sociedad para evitar que ésta viva en el desasosiego de la incertidumbre.

A ese objetivo se contribuye mejor cuanto menos se alarguen las deliberaciones sobre una determinada disyuntiva. Una Corte de 15 miembros extendería esos debates eternamente, con la sociedad esperando para saber qué es lo que corresponde y qué no. Una Corte reducida de 5 miembros tambien debería (digamóslo) no especular con que sus fallos no tienen plazos y entregar esas definiciones en un tiempo razonable sin tener a todo el mundo en ascuas.

La propuesta del burro de Zaffaroni de dividir una Corte de 15 jueces (él incluso llegó a hablar de 24 miembros, uno por provincia) en salas es de una ignorancia jurídica tal que ni siquiera merece ser comentada. Solo sirve para confirmar que es el fanatismo ideológico lo único que puede justificar que alguien, alguna vez, haya llamado “eminencia” a este farsante.

El manoseo de la Corte debe terminar. El presidente debe nominar ante el Senado dos nuevos candidatos para ocupar las vacantes de Maqueda y Higthon basándose en la capacidad jurídica y la intachabilidad moral de los aspirantes. Tampoco debería entrar en ese análisis la especialidad del candidato. En algún momento se pretendió justificar la nominación de Lijo sobre la base de su expertise penal: la Corte no necesita expertos en determinadas áreas del Derecho.

Lo ideal sería que todos fueran expertos en la Constitución, en sus fuentes, en la escuela jurídica de la que se deriva ese documento y en la filosofía del Derecho que lo ampara. Pero tratar a la Corte con los parámetros con los que se tratan a las demás instancias de la Justicia es una muestra más que confirma la falta de respeto institucional que impera en el país y la inclinación que tenemos a la falta de categoría.

El presidente Milei y su programa podrán ser muy exitosos en reparar los graves problemas de funcionamiento económico y social que el país tiene. Pero mientras aquel respeto no se restaure, la perdurabilidad del Nuevo Régimen no estará asegurada. Y el acecho del Antiguo Régimen será siempre una amenaza.

Por Carlos Mira

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