Hoy se cumple un año de la muerte del fiscal Nisman. Y aún hoy, un año después, hay que seguir diciéndolo así, de un modo indefinido “la muerte del fiscal”, sin saber lo que ocurrió, sin siquiera haber podido darle en todo este tiempo un título definitivo a la caratula del expediente.
Es más, la propia hora exacta de la muerte está aún discutida, habiendo teorías que la ubican no en el domingo 18 sino en el sábado 17.
Alberto Nisman murió en la víspera de concurrir al Congreso para dar un informe sobre la denuncia que había presentado contra la presidente por encubrimiento de los autores del atentado a la mutual judía AMIA, el 18 de julio de 1994.
La tesis central de su presentación sostenía que la Sra. de Kirchner, el canciller Timerman y otra serie de personajes de baja estofa que actuaban bajo el ala del gobierno, habían forzado la firma del Memorandum de Entendimiento para lograr el levantamiento de las circulares rojas de Interpol que, en la práctica, implicaban que los acusados por la Argentina de poner la bomba asesina debían estar confinados en Irán, sin poder moverse de allí.
Nisman, cuatro días antes de morir, en un programa periodístico, había asegurado tener pruebas contundentes de lo que afirmaba y daba a muchos extremos de su denuncia por absolutamente probados. Dijo tener más de 5000 horas de escuchas telefónicas que probaban que el acuerdo con Irán había sido firmado para favorecer a los acusados y que la presidente, bajo la excusa de estar ejerciendo su derecho a delinear su política exterior, pretendía dejar impunes a los perseguidos por la justicia argentina y dejar sin investigación el mayor atentado terrorista sufrido por el país.
En ese programa el fiscal lucía completamente convencido. Hablaba con la seguridad del que tiene el respaldo de documentos y de pruebas irrefutables. Dijo saber que se estaba jugando la vida y no daba señales de estar atravesando un momento depresivo de su existencia; más bien todo lo contrario. Durante todo el reportaje aclaró que lo que estaba diciendo allí, por más espectacular que sonara era apenas la punta del iceberg de todo lo que tenía. Noventa y seis horas después apareció con un tiro en la cabeza.
Todo lo que ocurrió después fue muy confuso: su custodia, Lagomarsino, la pistola prestada, la fiscal Fein embadurnando toda la escena del crimen mientras Berni, el secretario de seguridad del gobierno cuya presidente estaba en el centro de la acusación del fiscal muerto, se paseaba por el edificio hablando por teléfono no se sabe con quién.
El aparato de propaganda K inició una campaña de desprestigio del fiscal sobre la base de que le gustaban las mujeres, salía de noche, era homosexual y tenía una cuenta en el exterior junto a su madre, su hermana y la persona que le prestó el arma homicida.
Nunca se elaboró ninguna tesis de inocencia de la presidente. Solo se dijo que lo que argumentaba el fiscal era disparatado.
El escrito que Nisman ya había presentado en el juzgado del juez Lijo fue tomado luego por tres fiscales y dos jueces. Fue y vino en apelaciones por cuestiones de forma y competencia hasta que Daniel Rafecas lo mandó a archivar sin siquiera tener la curiosidad de mandar a producir aunque más no fuera una de las más de 50 medidas de prueba solicitadas por el muerto y por quienes tomaron su posta. Nunca más se supo nada de su denuncia.
Y de su muerte tampoco. Hoy, un año después, quien está dando explicaciones a la Justicia es Sara Garfunkel, su madre. Pero todos los que aparecían en las escuchas telefónicas sosteniendo diálogos que deberían explicar, jamás fueron citados. Ni la presidente, ni Timerman, ni D’Elía, ni Youssef Khalil, ni Esteche tuvieron que dar una sola explicación de los muchos costados oscuros en que se veían involucrados.
La Justicia dejó correr plazos, no llegó a tiempo, especuló con los turnos de los fiscales de Cámara, en fin, una pléyade de hechos desopilantes y sospechosos que tampoco nunca nadie investigó.
Hoy, un año después, la Argentina sigue sin saber lo que pasó con el fiscal que acusó a la presidente de un hecho criminal. Tampoco nadie supo nunca quién era la mujer que apareció carbonizada a los pocos días de la muerte del fiscal y a pocos metros de su domicilio. Nadie nunca la reclamó. Pareció no ser madre, ni hija, ni hermana, ni esposa de nadie: un ente que andaba solo por el mundo al que alguien le prendió fuego y dejó tirado en una vereda del barrio más caro de la Argentina. Nadie sabe siquiera si se abrió una investigación policial o judicial por ese hecho.
No hay dudas de que la presidente había decidido radicalizar sus posturas internacionales para mostrarse como un país incómodo para los Estados Unidos. Rusia, Venezuela, Iran, China, eran sus nuevos socios, con cuyos dirigentes se fotografiaba y a los cuales visitaba y recibía. Es más, en cuanto murió el fiscal acusó a EEUU y a su presidente de darle guarida a quien ella y su gobierno habían decidido elevar a la categoría de nuevo Guasón del país: “Jaime” Stiuso, que, por supuesto, era el responsable de la muerte, según el gobierno.
Stiuso había sido un protegido de los Kirchner durante los tres mandatos del matrimonio. Nunca nadie entendió porque no lo capturaron mientras estaba todos los días a metros de cada uno de ellos, en lugar de esperar a que se fugara con la “ayuda” norteamericana.
Es muy probable que nunca se sepa qué le pasó a Alberto Nisman y también es muy probable que su denuncia solo acumule el polvo de los tiempos sin que nadie decida reabrirla. Salvo que alguna vez pase algo diferente en los insondables costados oscuros de la Argentina.