¿Cuál es la Argentina del presidente Macri? ¿La que pretende poner en ejecución el más ambicioso plan de infraestructura de la historia o la que le da media sanción a una ley de alquileres modelo 1940?¿La que quiere ingresar a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo económico –el club de los países más ricos de la tierra- o la que le declara una guerra homérica al iPhone?
El problema que tiene el presidente es que “su” Argentina son las dos: una parte del país que quiere y necesita un cambio copernicano en la manera que las cosas se han manejado hasta aquí, por lo menos en los últimos 80 años, y otra que se aferra a aquellas saudades, casi desesperadamente, echando mano a cualquier procedimiento que le permita impedir que esas costumbres que estructuraron su vida sufran un cimbronazo conmovedor.
Esta fricción entre las dos Argentinas es la que produce el espectáculo que estamos viendo. Las fuerzas de ambas son increíblemente parejas. Las dos cuentan con argumentos, potencia, herramientas y gente. Una está decidida a avanzar; la otra, al mismo tiempo que dedica su vida a detener ese avance, sueña con volver a ocupar el centro del poder, para volver a hacer lo que se hizo siempre: lo único que conocen al menos siete generaciones de argentinos.
El rechazo a la reforma política que intentaba introducir el voto con boleta única (que fuera electrónica era solo un detalle menor) es uno de los últimos capítulos de esa lucha sorda, sin cuartel, protagonizada a machete limpio entre quienes buscan derrumbar los pilares de la Argentina vieja y los que buscan sostenerlos a como dé lugar.
El presidente de la Cámara de Diputados, Emilio Monzó, no sé si del todo consciente, dijo que no lo sorprendía el desenlace de esa discusión en el Senado “porque lo que estaba en juego no era una herramienta que cambiaba la vida de los ‘representados’ sino una iniciativa que tenía como centro la vida de los ‘representantes’”.
Se trata de una formidable admisión de que los representantes usan los resortes del poder para sostener y cuidar sus propios intereses y no los de los representados; que están dispuestos a correr cualquier riesgo mediático con tal de no perder el manejo de las triquiñuelas que hacen posible que sigan en el poder.
Ellos son sin duda los principales fogoneros de una de las dos Argentinas: la del pasado, la del statu quo, la de la demoagogia, la del atraso, la de la antigüedad. Se valen de los miedos que toda propuesta de cambio genera en vidas acostumbradas a una determinada realidad (aunque esa realidad sea pobre, paupérrima, miserable en muchos casos) porque esa realidad es en alguna medida “su” vida. No será una maravilla pero es la que conocen.
Sobre ese pensamiento mediocre y temeroso se apalanca la gula de poder de los que viven del Estado y de los que han transformado –ellos sí- su vida en una realidad mejor, más acomodada, más resuelta y, en muchos casos, hasta opulenta.
Ese juego perverso muchas veces da asco. Pero no porque nos dé asco dejará de ser más real: estamos en mucha medida en manos de una casta que aprovechándose de los miedos de al menos una parte del pueblo impide que los cambios avancen.
No hay dudas de que esa base popular resistente a los cambios habla mucho del país, o, por lo menos, de una parte importante de él. Se trata de una incrustación del mundo del pasado en el siglo XXI; como una parte quedada en el tiempo, pastando en un aldeanismo provincial aislacionista y pequeño que tiene temores paralizantes y que se achica ante los desafíos.
Parece mentira que un país capaz de haber escrito la Constitución y el himno que escribió se encuentre ahora preso de miedos inexplicables que para lo que sí son útiles es para explicar las fortunas de unos pocos integrantes de una casta política que usufructuó esas pequeñeces para beneficio propio a fuerza de demagogia e irresponsabilidad.
Es justo reconocer que el gobierno también tiene parte de responsabilidad al no haber tenido éxito en trasmitir la épica de un cambio histórico; en no haber podido convocar aún a un sueño mayúsculo equiparable al de la organización nacional ocurrida hace 163 años. No hay en el mensaje de cambiemos algo que nos trasmita la imagen de ser contemporáneos y protagonistas de una época que puede marcar definitivamente el destino de la nación como un país realmente grande o como uno más que dejó pasar el último tren capaz de sacarlo del pelotón de la mitad de la tabla para llevarlo hacia arriba.
Generalmente es difícil para los contemporáneos de un hecho histórico darse cuenta de que lo están protagonizando. Y mucho más difícil es que ese conjunto humano se dé colectivamente cuenta de que tiene ante sí lo que quizás sea la última oportunidad de optar.
Pero la sensación que impera en una de las dos Argentinas es que estamos perdiendo esa chance. Muchos de los que habitan esa país que cree que está para más, están parados en el andén y ven como el tren pasa a una velocidad módica aún, apta como para pegar un salto y treparse para dejar atrás las estaciones de la miseria. Pero al mismo tiempo sienten como miles de manos invisibles los fuerzan a permanecer en la estación. La sensación es desesperante: “allí va el convoy del futuro, subámonos ahora”, parecen gritar en una exhortación sorda y dramática. Pero la fuerza centrípeta de la de Historia parece absorbernos hacia lo que ha sido el núcleo de nuestras ideas y creencias de las últimas décadas.
Solo una fuerza centrífuga de mayor envergadura invertirá el sentido de las fuerzas y hará que los que quieren subir al tren arrastren a los que se resisten. Para ello los que quieren subir al tren necesitan que el gobierno se juegue a presentar un plan que rompa el molde, un plan que llene de ilusiones a los que están en el andén haciendo fuerza para no subir al tren.
La “media Argentina” que quiere subirse votó un cambio. El gobierno debe asumir el rol histórico de implementarlo. Los ciudadanos de esa media Argentina no pueden por sí solos. Necesitan que el gobierno los ayude.
Los de la otra Argentina probablemente no se den cuenta cuánto mejorará su vida si deciden dejar el andén y subir al tren, aun cuando eso los obligue a soltarle la mano a quienes, cuando los vean desde la distancia de una vida mejor, no dudarán en calificar como un conjunto de mal paridos que no dudaron en aprovecharse de su pobreza y, en muchos casos de sus temores, para robarlos y condenarlos a una vida gris y sin horizontes.