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¿Será ésta la vencida?

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¿Cuándo se acabaran las elecciones a todo o nada en la Argentina? ¿Cuándo el país podrá votar con la tranquilidad de saber que cualquiera sea el resultado, el rumbo de la nación no brincará alocadamente como si estuviera montado en un toro lleno de furia?

Nadie conoce esa respuesta pero sí se sabe que no será esta vez. Las elecciones legislativas de octubre han sido atrapadas por una disyuntiva que jamás debió haberse dado si las cosas funcionaran normalmente en el país.

En efecto, de nuevo, la sociedad argentina tiene entre sus protagonistas electorales a quien hoy debería estar entre rejas. Y no solo Cristina Fernández está entre los candidatos sino que se da el lujo de hablar desde un púlpito, dando lecciones, como si su vida pública y privada fuera un ejemplo para los demás.

Su gobierno ha sido el más corrupto que conoció la historia del país. Destruyó física y moralmente la república. Agotó todo el stock de reservas económicas rifándolas en una mezcla de fiesta populista y robo consuetudinario. Arruinó la producción energética del país y hoy nos debatimos en una crisis que impide suministrar energía suficiente a los proyectos productivos que el país espera ansiosamente. Relajó las reglas morales poniendo en duda el concepto de lo que está bien y lo que está mal y, en muchos casos, llevando a la convicción de centenares de miles que lo que siempre se supo que estaba mal, estaba bien y que, lo que siempre se supo que estaba bien, estaba mal.

Subvirtió los valores familiares, instaló, en una amplia proporción de la sociedad, el resentimiento que a ella la acompañó desde su niñez, con el que se crió desde sus primeros años escolares.

Hoy sigue derramando esa bilis tuitera, mintiendo desaforadamente a diestra y siniestra y usufructuando una inexplicable inacción de los jueces que, teniendo motivos de sobra para llevarla a la cárcel, han preferido dejarla libre.

Desde ese lugar -con el que las siempre presentes peculiaridades de la Argentina la benefician- se da el lujo de injuriar y de bastardear a quienes, con enormes dificultades, están tratando de enmendar el profundísimo daño que ella causó.

Y como si todo eso no hubiera existido, el país debe soportar nuevamente su inaguantable soberbia, sus modos groseros, sus vulgaridades, sus mentiras, sus embustes, su enorme caradurez y sobre todo su imagen, sinónimo de lo peor que recuerde la historia política desde 1810.

Esa incertidumbre sobre si los valores que representa esta mujer (si se le puede llamar valores a “eso”) pueden llegar a tener una nueva oportunidad en la Argentina, es suficiente para definir en qué clase de país nos hemos convertido. En ningún lugar honesto, trabajador, limpio y con cierto sentido de la jerarquía, esta mujer tendría posibilidad alguna. Su destino sería, repetimos, la cárcel.

Pero la crisis moral a la que ella misma sometió a la república es la que le da, paradójicamente, una nueva oportunidad. Jorge Castillo el rey de La Salada (más allá de sus tiroteos con la policía) quedó detenido –como corresponde- al encontrársele cajas fuertes con dinero negro por valor de 11 millones de pesos.  José Potocar el ex jefe de policía de la Ciudad está preso porque sus iniciales aparecían en un cuaderno de coimas de una comisaría. Y esta señora a quien se le encontraron, como mínimo, 5 millones de dólares en una caja de su seguridad a nombre de su hija (a quien no dudó en usar de testaferro) sigue libre por la vida, dándonos lecciones sobre cómo debe gobernarse cuando ni siquiera es capaz de pasarle sus mágicas recetas a su cuñada Alicia para que apague el fuego que las políticas de 30 años de los Kirchner le han causado a una provincia que, de no ser por el peronismo, sería Kuwait.

Es increíble que el país deba seguir dando estas pruebas. ¿Cuándo acabará este calvario? ¿Cuándo la Argentina se liberará de esta lacra? ¿Quién genera las condiciones para que semejante esperpento siga revoloteando por el horizonte electoral?

Y no hay duda de que somos nosotros. Es obvio que si una aplastante mayoría le diera la espalda a todo lo que Cristina Fernández representa, por más ganas o intenciones que ella tuviera, no tendría futuro.

Pero a esta sinrazón han confluido una serie de factores extraños. En primer lugar la propia idiosincrasia de algunos argentinos que prefieren seguir creyendo en las mentiras y en los espejos de colores antes de anoticiarse que el progreso es solo el resultado del esfuerzo, el trabajo, la educación y la creatividad. En segundo lugar, la Justicia, que desde hace rato tiene sobradas pruebas para mandar a Fernández a la cárcel y ha actuado con una pusilanimidad vergonzosa.

Y en tercer lugar el gobierno –o algunos bolsones de cráneos dentro de él- que han creído que les convenía políticamente confrontar con Fernández.

Resulta verdaderamente asquerosa esa especulación. En lugar de impulsar con firmeza todas las causas por las que Fernández debe rendirle cuentas al pueblo, ha preferido tenerla en el tablero electoral, pensando que la gente, por reacción, lo apoyará.

En momentos como este uno siente un poco de vergüenza ajena por ser argentino. Porque en definitiva la sociedad les da cabida y nuevas oportunidades a delincuentes que no dudaron en saquearla, como si un insuperable complejo de masoquismo nos invadiera a todos.

Dios quiera que el que viene sea el último round en donde el MAL tenga una carta por jugar en el horizonte político argentino. Dios quiera que el MAL sea vencido inexorablemente; que quede reducido a una expresión de oprobio y de rechazo y que en el futuro solo se enfrenten en elecciones libres variantes del BIEN. Dios quiera que estas elecciones sean la sepultura del MAL y el parto de fuerzas que solo representen los valores de la honestidad y del desarrollo plural y democrático; con diferentes enfoques y con ideas diversas, pero todos lejos de la mentira, de la estafa y de la inmoralidad.

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