
A veces me da la sensación de que el juez de ejecución de sentencia de la condenada Cristina Fernández de Kirchner se ha convertido en una oficina de sugerencias de los tiempos de la pandemia en la que nos bombardeaban con el insoportable latiguillo de “Quédate en Casa”.
Justo hoy se cumplen cinco años de la famosa “Fiesta de Olivos” que llevó a la superficie la vida desigual que llevaba el poder que, al mismo tiempo, tenía a todo el país privado de su libertad. Pero ese es solo una nota al margen del comentario de fondo de esta columna.
Lo que quisiera recordar aquí es que Cristina Fernández de Kirchner ESTÁ PRESA. No está “pasando una temporada en su casa como consecuencia de un emergencia”. No. ESTÁ PRESA.
Las dos instancias de juzgamiento que prevé nuestro sistema de defensa en juicio la encontraron culpable del delito que en el Código Penal recibe el nombre eufemístico de “Fraude a la Administración Pública” (pero que en realidad debería llamarse “Robo al Pueblo”) y más tarde la Corte Suprema de Justicia rechazó el Recurso Federal, el de queja y el de sentencia arbitraria que plantearon los defensores de la rea.
En esa condición Kirchner debería cumplir con todas y cada una de las imposiciones que recaen sobre un interno común, con independencia del lugar físico en el que la condena se esté cumpliendo.
Ese lugar (cuyo destino fue apelado por la fiscalía) fue decidido en base a circunstancias que no están claras y que no pueden explicarse más allá de que se trata de una persona que -en los términos que usan los chicos en el colegio para referirse a un alumno que cuenta con privilegios de parte de los profesores)- está “acomodada”.
No obstante esa diferenciación (que debería primero explicar y luego agradecer) sigue tensando la cuerda burlándose no solo del tribunal que la condenó y cuya sentencia debe controlar, sino también de todo el pueblo que fue víctima de sus fechorías.
Desde su celda (que privilegiadamente es su casa) sigue utilizando dispositivos que los presos tienen vedados, como por ejemplo el teléfono.
Ya sabemos lo que fue la administración del Servicio Penitenciario Federal durante el kirchnerismo y bajo la tutela de María Laura Garrigós de Rébori, una subversiva (en el sentido de que se proponía subvertir el orden carcelario) que fue la máxima figura que el régimen de los Kirchner puso en un lugar clave como es el sitio donde se concentran los que violan la ley.
Garrigós fue la gerente que gestionó los privilegios con los que se movieron los jefes del crimen organizado a los que no hubo más remedio que poner presos. Está claro que su escenario ideal hubiera sido aquel que los mantuviera directamente en libertad. Pero cuando eso no fue posible por la grosería de los delitos y de las pruebas acumuladas en su contra, Garrigós -siguiendo órdenes de la nomenklatura que encabezaba Kirchner- los rodeó de todas las comodidades -desde teléfonos móviles y computadoras hasta televisores y escritorios- para que montaran en la prisión verdaderos “cuarteles generales” desde donde seguían dirigiendo a sus secuaces y decidiendo los operativos de sus bandas, todo solventado por el dinero de los argentinos. Ahora esa práctica se está replicando con la jefa suprema de toda la banda.
Desde la llegada del presidente Milei al gobierno, su ministra de seguridad Patricia Bullrich, se ha propuesto revertir todo ese aquelarre, llevando las cosas al lugar del que nunca deberían haber salido, esto es, a la perogrullada de que los PRESOS ESTAN PRESOS.
Estar preso significa estar privado de la libertad y del ejercicio de derechos que son comunes al resto de los ciudadanos honrados que no han violado la ley. Esta afirmación también parece una redundancia que no debería ni siquiera ser aclarada. Pero parecería que en la Argentina es necesario reafirmar que el agua moja.
Entonces, por un lado el juez que controla la ejecución de la sentencia de Kirchner y, por el otro, el Servicio Penitenciario Federal que depende del Ministerio de Seguridad, deberían CORTAR INMEDIATAMENTE todos los privilegios de los que hace uso y abuso la condenada Cristina Fernández de Kirchner, empezando por el uso del teléfono, redes sociales, internet y otros dispositivos de los cuales estaría privado cualquier delincuente que roba un banco, un supermercado o que mata a un conciudadano por la calle. Tampoco, obviamente, Fernández puede ejercer ningún derecho político porque los mismos fueron abrogados por la sentencia que la condenó. De modo que no puede participar de mitines políticos, convocartorias callejeras debajo de su balcón, ni nada que se le parezca. Lo contrario sería admitir que habría sido correcto que el Gordo Valor saliera a los balcones de su cárcel a dar clase públicas sobre cómo afanar bancos.
NO HAY NINGUNA RAZÓN para que los privilegios de Kirchner se extiendan más allá del que ya debería agradecer con creces y que consiste en la deferencia que se ha tenido con ella para que cumpla su condena en la casa, más allá del terrible daño que le ha propiciado especialmente a aquellos que se debaten con más necesidades en la Argentina de hoy.
El tétrico sistema de haber podido comprar (como mínimo) la voluntad electoral de un sector de la sociedad y (como máximo) incluso una veneración inexplicable, a partir de tirar migajas de soborno (si se las compara con las fortunas que robó ella) a un conjunto humano rodeado de carencias, es lamentable, penoso, vergonzante y debería ser recordado y explicado cada día de nuestra existencia por alguna entidad que se lo proponga.
Pero sea cual sea la suerte de esa sugerencia lo cierto es que su práctica terminó. Ahora deben terminar los privilegios que consiguieron quienes idearon esa transacción inmoral y rastrera. Que lamentablemente parte de nuestro pueblo no haya tenido las claridades necesarias para distinguir lo que no era otra cosa que una forma más de una demagogia del peor orden, será un problema que deberemos analizar y, eventualmente, resolver por separado.
Pero al menos los que llevaron adelante ese plan indigno de humillar a algunos ciudadanos convirtiéndolos en una especie de mercadería comprable apenas por una infinitesimal parte de lo que se robaron, deben pagar COMPLETAMENTE por el crimen que cometieron.
Para que ese pago sea completo no solo deben pasar a la sombra el tiempo establecido en la sentencia sino también desprenderse de cualquier elemento que haga parecer que su presidio es algo que se asemeja más a un Air BnB de vacaciones que a una celda.


Debería estar en un cárcel cómo cualquier condenado