La respuesta que el gobierno porteño recibió de uno de los gremios docentes -el de enseñanza media y secundaria, ADEMYS- a su propuesta de reiniciar las clases presenciales en los colegios de la ciudad a partir del 17 de febrero, fue que esa iniciativa es “criminal”. O sea, nada de andar con chiquitas, o con eventuales miradas diferentes sobre el mismo tema. No, no: directamente, Horacio Rodríguez Larreta es un “criminal” por el mero hecho de presentar la idea.
Como sabemos, la educación debe ser, junto con la industria de viajes y turismo, la actividad más golpeada por la cuarentena. Insisto con el uso de la palabra cuarentena, aunque ya no esté técnicamente en vigencia, porque lo estuvo desde el 16 de marzo del año pasado hasta el mes de octubre y fue eso lo que fundió a medio país y descalabró el ya menguado sistema productivo en particular y el funcionamiento del país en general, incluida, desde ya la educación.
La educación es la base y la explicación última de lo que le ocurre a un país. Todo lo que pasa en una geografía determinada puede ser explicado a partir de conocer cómo es y cómo está la educación en ese lugar.
Como era de esperarse, entonces, esa actividad fue rápidamente identificada por quienes tienen un plan global de copamiento del poder y de los factores de producción, para moldear las mentes de quienes deben ser aquellos que les entreguen y les mantengan el poder.
El mundo ya no admite el acceso al poder y al gobierno de los países por el ejercicio de la fuerza, el uso de armas, la violencia física o la fuerza bruta. Más allá de que los regímenes totalitarios puedan ejercer todas las variantes de ese menú repugnante una vez que ya están en el poder, lo cierto es que para llegar al poder deben -al menos- hacerlo bajo alguna simulación “democrática”.
Fíjense lo que ha ocurrido en Venezuela: no caben dudas de que el régimen se ha convertido, efectivamente, en una dictadura sangrienta. Pero la fachada de llegada fue “democrática”.
Entonces, ¿cómo se hace para que un conjunto de ciudadanos aparentemente libres voten, libremente, su propio sojuzgamiento, su propia cárcel, y la entrega de su propia libertad a una banda de facinerosos?
Es allí donde entra a jugar la educación y su copamiento. Copando la educación desde que los chicos son muy pequeños se puede lograr el efecto de la rana hervida. Es decir, aquel en donde la rana, en una olla de agua fría a la que se le aumenta la temperatura de a poco, cae víctima de su propia inadvertencia. La rana habría sobrevivido si hubiéramos pretendido tirarla directamente en una olla con agua hirviendo: un salto atlético de los que puede hacer sin problemas habría bastado para salvarse. Pero puesta en agua fría y levantando la temperatura del agua con mucha paciencia, la rana muere.
Los comunistas tienen paciencia. Es lo único que tienen, si me apuran un poco. Pero la paciencia vale millones. El comunismo viene apostando a la paciencia desde que nació, hace más de 100 años. Saben que su sistema es un completo fracaso y que si no tienen paciencia para imponerlo de alguna manera, la gente lo rechazaría si tuviera que medirlo por sus logros.
Gramsci fue su gran estratega de la paciencia. Es verdad que los primeros trasnochados soñaban con tomar el poder de manera violenta, matando gente y saqueando todo a su paso. Gramsci los convenció de que eran bestias. De que el secreto del éxito final consistía en empezar a aplicar sin prisa y sin pausa un plan de cooptación de las usinas culturales de la democracia liberal.
La principal de esas usinas es la educación. Para ella había reservado un plan doble: primero el envilecimiento de todos los valores culturales de la educación occidental clásica (mérito, respeto, disciplina, rigor práctico, ascendencia de los mayores, prolijidad, puntualidad, limpieza, etcétera); y, segundo, el reemplazo de esos valores por los valores del pobrismo (necesidad es igual a derecho, alguien debe proveer a mis necesidades, la igualdad de hecho que reemplaza el concepto de igualdad ante la ley, relativismo –no hay verdades evidentes, sino que todo es “discutible-, etcétera)
Naturalmente, el no dictado de clases es prácticamente el desiderátum de todos estos objetivos: los chicos se acostumbran a no hacer nada, a que no deben hacer nada a cambio de algo, a que no tienen ninguna obligación, a que alguien va a proveer a sus necesidades, a la cultura de la vagancia y de la dependencia de un “proveedor” externo, a que no tengan que demostrar ser buenos en algo, a la ausencia de un plan de tareas, a que la vida, en fin, puede transcurrir en total felicidad mientras “alguien” de “alguna manera” se encargará de satisfacer las necesidades de todos.
Los gremios peronistas -que en la Argentina forman parte natural de este movimiento al socialismo- han encontrado en la pandemia un diamante en bruto para hacer centro en ella y justificar con esa excusa, la destrucción de la educación.
Eventualmente, claro está, cuando las clases se reanuden de algún modo, continuarán con el segundo aspecto del plan que consiste en la tarea de seguir inculcando valores compatibles con la creación en serie de idiotas útiles.
Esos idiotas útiles serán, cuando tengan la edad requerida, los que votarán y los que les entregarán el tan valioso salvoconducto democrático. Paciencia comunista: con la pátina democrática accedemos al poder. Gramsci puro.
El consagrado periodista norteamericano Henry Mencken decía con inteligencia: “El populista es aquella persona que predica ideas que sabe falsas entre personas que sabe idiotas”.
La educación puede formar idiotas o ciudadanos libres. ¿Qué clase de ciudadanos creen ustedes que están interesados en formar los muchachos de los gremios docentes?