El 8 de diciembre a la mañana Joe Wolek caminaba tranquilamente por el paseo Caminito en La Boca, despuntando su vicio de fotógrafo profesional mientras disfrutaba de unos días de descanso en Buenos Aires.
De la nada aparecieron dos delincuentes para robarlo. Uno de ellos lo apuñaló diez veces (una de esas puñaladas le llegó al corazón) y quedó tendido en el piso gravemente herido. Luis Chocobar, oficial de la Policía de la Ciudad vio todo. No estaba de servicio ese día, pero portaba su arma reglamentaria. Se identificó como policía y se lanzó sobre los delincuentes. A uno lo mató y al otro lo detuvo. Wolak, después de una complicadísima operación en el Hospital Argerich, salvó su vida de milagro.
Chocobar pasó las siguientes 48 hs en un calabozo acusado de homicidio en ocasión de usar en exceso la violencia para atrapar a los delincuentes. Fue liberado, pero su juicio prosiguió y ayer el juez del Juzgado de Menores N° 1 de la Ciudad de Buenos Aires, Enrique Velázquez, le trabó un embargo por $ 400000, con independencia de la continuidad de las actuaciones por la acusación de homicidio.
La mera enunciación de estos hechos demuestra la magnitud de la enfermedad moral que afecta a la Argentina. Un impresentable que debería estar preso él por homicida preterintencional consuetudinario como el juez Velázquez, juzga la conducta de quien, arriesgando la vida propia y en defensa de la sociedad honesta, salva la vida de un huésped de la Argentina que hoy por ese milagro puede seguir respirando.
Velázquez debería ser echado de los estrados judiciales. Fue él mismo quien había liberado a Brian, el motochorro que, en la víspera de la Navidad de 2016, asesinó a Brian Aguinaco en Flores cuando estaba en el auto con su abuelo en medio de un enfrentamiento con la policía. Meses después su abuelo también moriría, seguramente de tristeza.
Velázquez es un amoral, como todos los que siguen los principios de Eugenio Zaffaroni, el más delirante de todos los juristas que hayan salido de una facultad de Derecho del país. No es simplemente un inmoral; reitero: es un Amoral, alguien que no tiene el menor sentido de lo que la moral significa y frente a la cual se considera ajeno.
El objetivo final de toda esta manga de delincuentes con título de abogado y -en algunos casos con cargo de jueces- es la abolición completa del derecho penal al que consideran una “ficción de los poderosos” para someter a los “desprotegidos y a los que menos tienen”.
Para ellos la sociedad es la criminal, que excluye y condena a sus víctimas inocentes, a quienes no les queda más remedio que salir a buscar justicia por mano propia asesinando y robando para equipar los tantos. Por supuesto que cuando esos casos llegan a las manos judiciales de los esbirros de estas alucinaciones, ellos consideran su deber “hacer zafar a esos ‘inocentes’”, como de hecho ha confesado el propio Zaffaroni en diversos reportajes (“Cuando un expediente llega a mis manos lo primero que pienso es ‘cómo hago para hacer zafar a este tipo’”)
Esta amoralidad se ha esparcido como una lava infecciosa en la academia, en las aulas y ha penetrado más allá del círculo de abogados y jueces a la sociedad toda. El sentido común medio de la comunidad argentina ha sido dado vuelta como una media, tal como Gramsci soñaba a principios del siglo XX. Se ha logrado que el mal esté bien, que el bien esté mal e incluso se ha incursionado en el orgullo por hacer el mal.
El caso del policía Chocobar es particularmente irritante porque frente a la primera exigencia social -que es vivir más seguros- el ejemplo que se trasmite es que la policía no debe actuar contra los delincuentes aun cuando se esté frente a un hecho flagrante.
Viendo este espectáculo, ¿cuál creen ustedes que será el pensamiento del próximo policía que este frente a una situación similar?, ¿actuar?, ¿comerse un proceso por asesinato?, ¿perder su empleo?, ¿terminar en la ruina económica? ¿O darse vuelta y mirar para otro lado?
Velázquez es una literal basura que ofende el título de juez y que mancilla el sentido de la Justicia.
Su mera presencia en los tribunales es una afrenta para el país, tan grave como que la Argentina haya parido un personaje tan siniestro como Zaffaroni, juez del proceso, autor del libro “Derecho Penal Militar”, defensor de secuestradores, violadores, asesinos y ladrones, devenido en luchador por los derechos humanos y gerente general de una cadena de departamentos alquilados para el ejercicio de la prostitución.
Esta putrefacción, cuyo olor nauseabundo nos debería recordar el nivel de vergüenza en el que hemos caído, debe terminar. Es hora de que las cosas vuelvan a su lugar y que los secuaces intelectuales del delito se bajen de sus estrados y, si es posible, terminen ellos mismos en la cárcel.
Luis Chocobar recibiría en cualquier lugar ético del mundo una medalla por el fiel cumplimiento de su servicio. Sería ascendido, condecorado y recompensado económicamente por su arrojo, por su valentía y por su compromiso en defensa de la decencia, de la honestidad y de la inocencia de quienes no hacen otra cosa que trabajar sin hacer daño a nadie.
Que todo eso no ocurra en la Argentina debe hacernos reflexionar sobre el grado de putrefacción al que hemos llegado y sobre la amoralidad a las que nos han llevado un conjunto de salvajes que, lejos de mostrarse como lo que son, encima, pretenden que se los trate como eminencias.