Los datos de “migración neta” para el período 2013-2017 según las estadísticas que lleva el Banco Mundial son altamente reveladoras.
Veamos los números que muestran la performance de estos ocho países en el período considerado:
EEUU: +4.774.029
Alemania +2.719.122
Australia: +791.229
Chile: +558.539
Cuba: -72.000
Bolivia: -47.520
Norcorea: -27.013
Venezuela: -3.266.243
Resulta particularmente sintomático que los países señalados como la lacra del mundo por los socialistas, comunistas, marxistas, izquierdistas, fascistas, kirchneristas y populistas de toda especie (que, obviamente, en el fondo, pertenecen todos a una misma clase de peste cuyo objetivo es terminar con la libertad) son aquellos que más migración libre atraen, es decir, donde la gente voluntariamente elige ir a vivir cuando deja su propia tierra.
Al contrario, los “paraísos” socialistas, aquellos defendidos por quienes persiguen la creación de un sistema de coerción que encumbre en un escalón de casta privilegiada a un conjunto de dirigentes y mantenga al pueblo en una situación de dependencia y servidumbre, son -como no podía ser de otra manera- los que expulsan gente que no se banca la bota del Estado en la cabeza diciéndole lo que puede o no puede hacer.
La Argentina deambula, frente a esta división gruesa, en una zona gris. Sin embargo, aparece con una vocación y una inclinación clara por la multiplicación y divulgación del verso social, de la idea de que los sistemas “de reparto” son los que cumplen mejor, en última instancia, con el objetivo de la “justicia” y de que el estímulo a las modernidades capitalistas llevan a la injusticia y a la inequidad.
Su postura es bien hipócrita porque, sin distinción de clases, se observa fácilmente en la sociedad una aspiración indisimulable a disfrutar de los goces que produce el capitalismo liberal, tomen estos las formas de las vacaciones, los viajes, los artículos electrónicos, los autos, la ropa, la comida, o cualquier otra manifestación del progreso.
Convendría en este punto hacer una distinción entre la gente y los dirigentes. No hay que olvidar que la mayoría de éstos últimos no ven en el Estado una manifestación filosófica de una creencia superior sino una catapulta a un mejor nivel de vida personal, dado que sus sillones aseguran el acceso a una serie de privilegios de los que el común de la gente carece y, también, de la posibilidad de acceder corruptamente al manejo de fondos multimillonarios a los cuales, obviamente, el ciudadano privado no ve ni de cerca.
Bajo esa concepción (que vuelve de paso a confirmar que el ser humano siempre se mueve en defensa de un interés propio) los políticos populistas (marxistas, fascistas, kirchneristas, de izquierda, socialistas, comunistas) desarrollan un verso demagógico que intenta llevar al convencimiento medio de la sociedad la idea de que “el pueblo” nunca accederá al goce de una vida mejor si no es con la inapreciable “ayuda” de ellos.
Uno de los pilares de ese trabajo mental es convencer a la gente que lo que les falta a unos lo tienen otros y, más aun, que la razón de que alguien esté mal es que otro está bien.
Lo que se sigue de ello es la multiplicación del verso de la división (redistribución) de la riqueza, de resultas de la cual, ellos (casta superior desde las Altas Torres del Estado) les sacarán coercitivamente lo “que les sobra” a los que tienen más para entregárselo a los que tienen menos.
Esta concepción maliciosa, envidiosa y resentida de la morfología social jamás advierte que para que los que no tienen tengan, es preciso generar nueva riqueza para los que no la tienen. No han aprendido el sentido inicial de las operaciones de aritmética que se aprenden en el colegio: la resta y la división disminuyen; la suma y la multiplicación acrecientan.
Pero está claro que toda esta alquimia no es inocente ni sincera. Repetimos: no estamos aquí frente a filántropos o altruistas convencidos de la bondad de la solidaridad y el reparto.
Lo que ellos quieren es que se configure un modelo social en donde exista, por un lado, una clase privilegiada (una casta) con acceso a todos los privilegios, el poder, el dinero y los placeres del mundo rico (que es la casta que ejerce el poder desde el Estado) y, por el otro, el pueblo raso dependiente de los dirigentes que deambule en una “pobreza congelada en un estadío tolerable” en donde “el que parte y reparte se quede con la mejor parte”.
A esta idea le ha hecho un enorme favor -no se sabe si intencional o no- el denominado “pobrismo católico” que castiga la riqueza, trasmite socialmente un clima adverso a su creación, propone su castigo impositivo y hace ver al rico como a un personaje detestable, egoísta, avaro y sin escrúpulos. Bergoglio, como buen peronista, ha escalado esta postura católica hasta niveles nunca antes vistos en los papados más recientes.
Las sociedades que se han organizado alrededor del principio de la autonomía de la voluntad -esto es, sociedades con un tipo de organización espontánea y no coercitiva- que guían las acciones de los hombres a través de un orden jurídico basado en el estímulo y no en las órdenes, son las que atraen a la gente. Las sociedades verticales que creen en un tipo de ley emanada de arriba hacia abajo y que básicamente se dispone todo el tiempo a obligar a hacer o a prohibir hacer, expulsan gente, porque, básicamente, el ser humano quiere arreglar su vida como le plazca, en armonía con el prójimo, pero sin que nadie le levante el dedito y pretenda dirigirle su vida. (Digamos de paso que esa es la característica típica del orden jurídico argentino en donde las opciones de vida son la obligación o la prohibición, pero nunca la elección libre).
Mientras esos países (y también el nuestro atrapado en una grieta psicológica en la que le gusta el placer pero no aparece dispuesto a liberar las fuerzas que lo producen) mantengan este formato militar de la existencia, mientras no entiendan los palotes básicos de la praxeología (la ciencia que estudia que básicamente el comportamiento humano es impredecible) y sigan pretendiendo regular la vida de la gente desde las poltronas del Estado, seguirán viendo como su gente se va.
Es probable incluso que eso hasta les convenga porque su obsoleta maquinaria de producción necesitará alimentar a menos. Pero de allí a que el mundo libre deba seguir aguantando a gurúes vivarachos que echan mano de la demagogia barata para convencer a la gente que ellos le “redistribuirán” la riqueza que no tienen, es demasiado.
Si quieren saber por qué unos países atraen y otros expulsan estudien el sentido común de la naturaleza humana: a nadie le gusta tener a capitostes que se las dan de Duces y que andan a los gritos pelados dando órdenes. La gente quiere vivir en libertad y, armoniosamente con el prójimo, arreglar su vida sola.