El episodio de la fotografía del cumpleaños de la primera acompañante en la quinta presidencial de Olivos ha sido pródigo en la producción de comentarios y de análisis, todos ellos muy certeros y que la inmoralidad del presidente se tenía merecidos.
Por eso me parece que es hora de dar un paso hacia adelante y tratar de inferir de ese hecho otras conclusiones que hacen al fondo del régimen que gobierna la Argentina.
Como sabemos, el verso preferido de venta de ese régimen, su justificativo más extendido y la cantinela con la que más joden los que lo sostienen es la cuestión de la “igualdad”.
Ellos dicen que su objetivo es diseñar un país de “iguales” en donde “todes” estén “incluidos” (no se sabe muy bien en qué, pero “incluidos” al fin) y en donde no haya “diferencias” sociales. Sostienen que quienes se les oponen buscan un país para “pocos” en donde la mayoría queda fuera de los privilegios de los que goza una minoría privilegiada.
Lo sucedido es Olivos (que no es más que una muestra obscena y caricaturesca de lo que ocurre con todo) prueba, sin embargo, que los adalides de la implantación de un régimen de igualdad impuesto a los sablazos desde la soberbia del Estado son en realidad los que se encaraman a posiciones desde donde viven una vida realmente desigual a la del pueblo raso a quien condenan a una “igualdad” miserable e indigna.
Es decir, los profetas de la igualdad son en realidad una nouvelle noblesse que, aprovechándose de los privilegios del Estado al que llegan con el verso de la “igualdad para todos”, se ponen, no solo por encima de las posibilidades de las demás personas, sino por encima de la ley que, en muchos casos, ellos mismos les imponen a los demás.
La sociedad debería pensar seriamente en este punto, que va más allá de la indignación del momento. Se trata de una cuestión crucial que desmorona toda la mentira construida para hacerse del poder que luego ejercen de modo privilegiado. La única igualdad que consiguen es someter a todos a una miseria impresentable, mientras ellos disfrutan de placeres pagados por una sociedad esclava.
El modelo se replica en todos los países en donde el igualitarismo socialista hace pie. La gente no parece verlo al principio porque parecería que los sentimientos de rencor, envidia y odio (convenientemente explotados por estos miserables) son más fuertes que detenerse un segundo y pensar. Pero si todos hicieran ese ejercicio de parar la pelota un instante y pensar cómo funciona realmente lo que el socialismo impone, la mentira no duraría un minuto.
Venimos usando en varios de estos párrafos la palabra “imponer”. Y ese es otro detalle en el que vale detenerse.
El “igualitarismo socialista” viene a imponerse a la sociedad: se lo estatuye desde el imperio del Estado, utilizando para eso, si fuera necesario, el monopólico uso coercitivo de la fuerza.
En otra época, quienes perseguían está utopía ascendían a tal nivel de soberbia que se creían con derecho a empuñar armas y asesinar gente para imponer la igualdad a los balazos.
Hoy han diseñado estos esquemas con pátina democrática para hacerse del poder y, una vez en él, reemplazan las balas por las disposiciones obligatorias para someter a los individuos al nivel de vida predeterminado que ellos decidan y que ellos toleren como “igual”.
Ahora bien, ese marco coercitivo no es aplicable a ellos, que se distinguen de los plebeyos porque pueden hacer lo que los plebeyos no pueden hacer.
El disfrute del manejo de esa terminología de imposición fue muy evidente en el lacayo durante los primeros meses de la cuarentena cavernícola, en la que era evidente cómo gozaba cuando refregaba su poder de persecución a quienes se rebelaran contra sus bandos feudales adoptando las poses y los tonos de un verdadero taita.
La imposición artificial de la igualdad (la igualdad es artificial por definición porque todos los seres humanos nacen diferentes, siendo ese el verdadero colorido de la vida) no tiene otra alternativa más que dirigir a los países que caen en esta locura a la miseria.
La razón es muy sencilla. Todas las herramientas del ejercicio libre de las actividades humanas producen diferencias. Así, desde la dedicación hasta el esfuerzo y desde la creatividad hasta la constancia producen resultados diferentes según esas herramientas sean utilizadas por los individuos.
Si un determinado régimen persiguiera la igualdad material de las personas debería necesariamente recortar el goce de esas herramientas (derechos) porque en la medida en que los deje libres, su ejercicio producirá diferencias.
El problema aparece porque son las actividades que se disparan con la puesta en funcionamiento de esas herramientas (derechos) las que generan bienestar, desarrollo, avance, buen nivel de vida, empleo, buenos salarios y una afluencia que, aunque esté desigualmente repartida, es de tal magnitud que todos viven bien y que incluso alcanza para sostener un colchón de asistencia a aquellos que no alcancen los mínimos necesarios.
Cuando por razones de rencor, resentimiento, envidia, odio de clase o -también- por un romanticismo teórico, bastante idiota, aparentemente bienintencionado pero básicamente ignorante, se restringe el goce de los derechos que permiten el crecimiento económico (bajo el argumento de que si se dejara a las personas ejercer esos derechos los seres humanos se diferenciarían) se envía a todo el mundo a la penuria. Finalmente la igualdad se consigue pero al precio de que todos vivan en una gigantesca villa miseria.
Lo incomprensible de esto (que se repite como un calco en todos los países que desgraciadamente adoptan estos sistemas) es que, como lo demuestra la foto de Olivos, ellos -los que pregonan la igualdad- son los únicos desiguales y los únicos que viven una vida de opulencia que les niegan a los demás (vendiéndoles el verso de que no todos serán opulentos) configurando entonces una paradoja cruel e insoportable como es la de comprobar que el pueblo ha sido usado como un forro para encaramar a una nueva elite diferenciada y sinvergüenza.
La única igualdad que merece ser defendida es la igualdad que consagra la Constitución: la igualdad ante la ley. Es más, este instituto prodigioso del liberalismo ha sido puesto al alcance del hombre para darnos la posibilidad de que todos seamos desiguales en la vida y de que todos le demos a la vida el color que queramos. Que a la opulencia no lleguen todos no es suficiente motivo para prohibir el ejercicio de los derechos que producen opulencia porque la producción de opulencia genera una riqueza marginal de la que todos disfrutan. En el socialismo es al revés: la sociedad produce una riqueza que solo se reparten los jerarcas del poder mientras el pueblo que trabajó para hacerla realidad vive en el barro.
La igualdad material, la igualdad de ingresos, la pretensión de imponer desde la soberbia del poder estatal, a los sablazos, un límite hasta el cual cada uno de nosotros podamos llegar, solo pavimenta un camino para que, quienes se sientan en los sillones del Estado, sean los verdaderos desiguales y los usufructuarios de unas diferencias que, encima, no son el fruto del mérito, del esfuerzo, de la creatividad o del trabajo, sino del uso de la demagogia que embauca idiotas para luego tener el camino allanado hacia una vida que, quienes los votaron, solo miran en las fotos.