
Como no podía ser de otra manera los argentinos nos las hemos rebuscado una vez más para profundizar una división atávica que acompaña al país casi desde su mismísimo nacimiento.
Esta vez fue una película que protagoniza Guillermo Francella la que gatilló ese gen con el que nacimos y del que nos resulta muy difícil salir.
Me refiero, sencillamente, a la idea de la apropiación de lo que es y no es argentino.
En efecto, desde los albores de la Argentina la sociedad arrastra una mochila en la que se guarecen un conjunto de personajes que se arrogan el derecho de definir lo que es y lo que no es argentino.
Desde Saavedra, Rosas, Ramos Mejía, Yrigoyen, Jauretche, Perón y, más recientemente, esa bolsa de resentimiento que es el kirchnerismo, la Argentina es una cadena continua de eslabones que echa mano a un nacionalismo de cartón para rotular de “apátrida” todo lo que contradice, no sus ideas, sino sus intereses.
Porque, efectivamente, no hace falta remover mucho polvo superficial para confirmar que lo que hay detrás de estos etiquetadores profesionales no son “causas” o “ideales” (que aún en ese caso serían discutibles, como toda idea) sino intereses corruptos que buscan herramientas emocionales que peguen en los pliegues íntimos de la población para que, detrás de ellos, aparezcan los ladrones de siempre.
Francella -que es uno de los dos actores argentinos más convocantes de la ficción (el otro es Darín)- se cavó su propia fosa (entre los culturosos que defienden proyectos en donde ellos se llevan parte del sudor de los argentinos vía los recursos públicos que logran chupar mediante organismos sostenidos por los impuestos), cuando, recién comenzado el gobierno de Milei, dijo que se sentía “esperanzado”.
Desde ese momento le hicieron la cruz. Además, lograr éxitos de taquilla sin apelar a la fuente de financiación pública aumentó el rencor contra él y contra todo lo que él representa. Por lo tanto, Francella es un cipayo y las películas que protagoniza son apátridas, como afirmó Nancy Pazos, la despechada periodista que, desde que su ex marido -el Colo Santilli- la dejó para irse con Analía Maiorana, no hace más que decir “blanco” cuando su ex dice “negro” y “negro” cuando su ex dice “blanco”.
Por más mentira que esto parezca es así: es increíble lo que el odio sentimental puede provocar. Cualquier cosa es válida para subirse a un colectivo del cual pueda sacar algo, aunque las razones para subirse a ese colectivo se encuentren en los secretos que solo las sábanas conocen.
Francella propuso una idea basada en el cine hiperrealista italiano que, en un tiempo, marcó toda una época del cine, caricaturizando modelos de vida de aquel país. Vittorio Gassman, Alberto Sordi, Ugo Tognazzi, Vittorio De Sica, Lando Buzzanca y muchos otros son recordados por haber interpretado personajes que caricaturizaban un “modelo” italiano que, sin embargo, nadie se atrevió a catalogar de anti-italiano.
Miles de películas norteamericanas y hasta los propios Simpsons constituyen sátiras profundísimas contra la manera norteamericana de vivir y tampoco nadie dijo que eran “apátridas”.
Este gen fascista (incluso más profundo que el que podrían tener aquellos que nacieron en la tierra donde nació el fascismo) es muy argentino y nos acompaña desde la Primera Junta.
Es más, la película de Francella que se llama, justamente “Homo Argentum” podría haberse hecho un festín solo mostrando ese costado. Sin embargo, no fue así y lo que se exhibe es un amplio abanico de personajes, en alguno de los cuales, sería imposible no reconocerse.
El kirchnerismo se mostró particularmente alarmado por el personaje del “cura chanta” que claramente representa una fila interminable de paracaidistas de la iglesia que se identifican con el perfil bergogliano del catolicismo. Sin embrago, ¿vamos a negar que eso existe?
Durante los ’90 había un padre muy popular en los medios, que deambulaba por cuanta cámara le apareciera enfrente, hablando de los pobres, con su vocecita suave acompañada por una sonrisita simpática. Eran los tiempos del apátrida Menem.
A un amigo médico le toca atender, en esa época, a una señora que “administraba” una especie de “fundación” para ayudar a los pobres, en una visita domiciliaria. Mi amigo va a la consulta a la sede de esa “fundación”. Terminada la revisación, la señora acompaña a mi amigo médico a la puerta y allí había un gran salón repleto de mercaderías. Mi amigo le pregunta a la señora “¿Estas son cosas para repartir?
La señora, mirando para todos lados, tratando de asegurarse de que no hubiera nadie cerca y hablando muy bajito, le dice a mi amigo “¿Usted lo conoce al Padre Fulano?, “Sí, claro, cómo no lo voy a conocer si está todo el tiempo en televisión…?”, “Bueno, estas son cosas que él me trae de las donaciones que le lleva la gente… Acá las vendemos y yo le doy una parte”. Homo Argentum Catolicum.
De todo lo que se dijo sobre la película (porque justo es reconocer que el mayor choque se produjo alrededor de la idea de si es prioritario para un Estado quebrado tener agencias que financien films que no son vistos más que por 3 o 4 personas -literal- o si esos recursos deberían derivarse a otras prioridades, mientras los “artistas” busquen sus propias fuentes de financiamiento) confieso que esto es lo que más me impresionó: de vuelta, esa fuerza indómita que lleva a un sector de la sociedad a calificar de anti-argentino, de cipayo, de extranjerizante, todo lo que no se adapte a sus, repito, intereses (no ideas).
Lo curioso es que, casi siempre, tienen una particular manera de considerar lo que para ellos es “cipayo” o “extranjerizante”: si la influencia que recibe una determina obra o producto argentino viene de Cuba, de Rusia o de Irán, eso no es ni cipayo ni extranjerizante, sino que compatibiliza perfectamente con las raíces telúricas más profundas de “lo argentino”.
Hace unos años Damián Szifron, produjo una película muy similar en su estructura (eran mini-películas de distintos episodios y personajes) a esta de Francella que se llamó “Relatos Salvajes”. Toda la comunidad “intelectual” del ambiente artístico salió a elogiar la obra como si fuera el producto de un genio de la sociología cinematrográfica: claro Szifron era “del palo”, un socialista a la violeta que sostiene que castigar al socialismo en general es lo mismo que castigar a Romeo y Julieta porque una “particular puesta de Romeo y Julieta fue mala”. El problema, Damián querido, es que TODAS “las puestas” del socialismo fueron malas: no hay una sola que haya tenido éxito.
La identificación del fascismo con el nacionalismo es de manual. Sin ese nacionalismo ramplón, de baja calidad, irracional, que usa el ropaje de las más bajas pasiones humanas para inflamar espíritus, el fascismo perdería una parte central del núcleo que lo impulsa. En la Argentina, ese enfrentamiento -que tan bien advirtió Sarmiento hace casi 200 años- sigue vivito y coleando: una industria explotadora de las tradiciones más profundas del país se apropió hasta de lo “gaucho” para montar sobre esa mentira una maquinaria de demagogia detrás de la cual pudieran ocultar su verdadero objetivo: robar dinero público.
En este punto es donde finalmente se encuentran tanto lo que más me impresionó a mí de la crítica hacia la película (la inmediata aparición del chauvinismo argentino) como aquello en lo que hicieron hincapié otros (la idea de que el Estado no debe tener agencias que financien a privilegiados mientras hay argentinos que se mueren de hambre). Ese denominador común no es otro más que este: el chauvinismo nacionalista no es otra cosa más que una herramienta para que los que quieren robar recursos públicos encuentren suficientes electores idiotas a los que aquel verso telúrico les cuadre lo suficiente como para hacerlos llegar al poder desde el cual puedan seguir robando.


Leo por ahí que un modelo o quizá una inspiración para la película con el multi-francella serían las comedias italianas de los 60 y 70. Es interesante, porque Monicelli, Risi, Scola y casi todos los representantes de aquella commedia all’italiana eran de izquierda o directamente comunistas. Y la razón de ser de esas sátiras no era -no tenía sentido que fuera- el apunte individual sino el cuestionamiento a todo un sistema -el capitalismo sin ir más lejos- o por lo menos a una coyuntura general -el boom industrial italiano de los 50 / 60, por ejemplo. No hay mucho vuelo, si no.
Eso lo entendió muy bien Héctor Olivera en LAS VENGANZAS DE BETO SÁNCHEZ, que desde los arquetipos apunta a instituciones de fuerte poder social y simbólico como la Iglesia, las fuerzas armadas, el matrimonio, etc.
Pero bueno, para eso hay que tener una vocación artística y, ciertamente, más huevos que sponsors. De Martin Peña