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Lo primero que llama la atención es la coincidencia de los tiempos. El estudio de Rodrigo Zarazaga y Daniel Hernández se concentra en adolescentes del conurbano de entre 16 y 22 años: la cosecha exacta del kirchnerismo; un video en tiempo real de lo que ese movimiento maligno y delictivo inculcó en las mentes quizás irrecuperables de cientos de miles de jóvenes del país pero que aparecen con una lupa que los resalta en el conurbano de la provincia de Buenos Aires, ese conglomerado artificialmente creado por el peronismo hace décadas para alimentar su voracidad electoral.
El precio que el país está pagando hoy por ese pecado imperdonable de una anomalía política que, si la sociedad hubiera estado más sana debió haber expulsado en el acto de la vida política argentina, lo delatan estos jóvenes que apenas puede balbucear un pensamiento, que en otros casos ni siquiera pueden expresarse.
El gobierno de Javier Milei se golpea el pecho hasta con entendible justificación cuando muestra que sus políticas de baja de inflación lograron reducir en un año la pobreza del 53 al 37%. Más allá de que el número aún espanta, la vertiginosidad de la caída podría ser un motivo de aliento y esperanza.
Pero lo que este estudio demuestra es que aquí estamos hablando de otra cosa, de otra pobreza. Aquí estamos hablando de gente que apenas cumple los requisitos mínimos para vivir una vida humana. Y a veces ni siquiera eso.
Estamos hablando de jóvenes más cerca de los zombies que de los seres humanos, estamos hablando de adolescentes que directamente no saben quiénes son.
Completamente quemados por la droga, sin trabajo, sin familia, sin estudios, en contacto con una cultura delincuencial que se retroalimenta en la villa y que tiene en los dealers a los únicos referentes en quienes confían.
Más de la mitad de ellos, cuando se les pregunta por su futuro, responde “no tengo”. Algunos alcanzan a elaborar el concepto del “rescate” propio como meta perseguible a corto plazo. ¿“Rescatarse” de qué? Pues de la droga y el delito: “dejé de consumir, hace dos semanas que no me drogo”, dicen algunos.
Otros confiesan “no dejé el colegio, pero este año no fui”, como si una cosa no tuviera nada que ver con la otra.
En su escasa capacidad de comunicación lo que se advierte es una terminología vinculada al delito y a la marginalidad de la ley: se trata de un lenguaje que se ha consolidado como un dialecto propio, incomprensible para quienes no formen parte de ese submundo desenganchado del resto.
Lo peor del informe radica en la conclusión extrapolada hacia el futuro que puede extraerse de lo que se verifica ahora: este tercio de la población ingresó en un círculo diferente de la existencia del que no podrá salir aun cuando la economía recupere su vigor y se monte en una sólida senda de progreso.
Allí es donde radica el verdadero y perenne daño que el kirchnerismo le hizo al país: haber causado un estropicio irreversible en la mente de millones de jóvenes que hoy prácticamente no son capaces de distinguir un tornillo de una pipa.
Dice Zarazaga en el informe: “si antes había una narrativa de ascenso social, hoy esos pibes no tienen herramientas para mantener esa narrativa. Habitan en territorios segregados, de familias violentas y entornos de amigos vinculados al delito y la droga, con lo cual no tienen una conexión a mano con otro tipo de vida. Los tres factores de referencia tradicionales hoy no funcionan: las familias están estalladas, las escuelas desbordadas y el barrio está tomado”.
El kirchnerismo selló en la mente de estos jóvenes la idea de que “alguien” tiene el deber de ayudarlos; que la vida no depende de ellos sino de una estructura que tiene que entregarles en bandeja los productos finales que desean.
Eso rompió la idea del esfuerzo y de que los “productos finales que se desean” llegan como fruto del ascenso social que a su vez depende de la instrucción, del estudio, del mérito.
El kirchnerismo centró directamente su principal política social en lo contrario de todo eso: se mofó del mérito, llevó a la ley la cultura de la dádiva y propagó un odio resentido hacia los que conseguían ascender por la vía del trabajo honrado que trajo consigo un elogio implícito (y a veces no tan implícito) a la riqueza conseguida por la vía ilegal. Tanto practicaron esas costumbres en el gobierno que las llevaron sin esfuerzo, a través de su propio ejemplo, al seno de la sociedad.
Ahora, frente a un enfoque diferente de la concepción vital (como es la propuesta de modelo social que presenta el gobierno libertario) esta gente quedó completamente huérfana de las herramientas que les permitirían participar de los beneficios de un crecimiento cuyo producto el gobierno no distribuirá.
Si la distribución del ingreso será asignada de acuerdo a la contribución que cada uno haga a la generación de ese ingreso -con un Estado completamente ascético de participar en ese proceso- ¿cómo harán esos jóvenes para recibir algo de esa nueva afluencia si apenas pueden hablar?
Es decir, el kirchnerismo los hundió en la marginalidad y, al mismo tiempo, los privó (orgullosamente) de aprender el manejo de las herramientas para salir de ella… Podría decirse en gran medida que los mató.
Con ser eso ya de por sí un genocidio, lo peor es que las víctimas del genocidio ahora ponen en peligro incluso a los que apenas han podido salvarse de él, asolándolos con asaltos, violencia, muertes, violaciones y una vida que, algunos lugares, se ha convertido en un verdadero suplicio para aquellos que aun aspiran a la paz.
¿Cuál sería el castigo acorde para un movimiento y un conjunto de hijos de puta que persiguió este objetivo con toda conciencia y adrede porque, detrás de él, buscaba su propia conveniencia política y personal?
Cualquier castigo es poco. La impotencia que se te queda cruzada en la garganta porque lo que quisieras hacer con ellos no podes hacerlo, debería ser la señal para medir la verdadera cosecha kirchnerista.