El gobierno de Cristina Fernández de Kirchner ha caído en su propia trampa. Tiene incorporado en los pliegues más íntimos de su subconsciente la idea de que ellos -el politburó del castrochavismo argentino- tienen una desigualdad innata y admitida respecto del resto de la sociedad a la que consideran meros engranajes de su maquinaria de poder.
En todos los fascismos totalitarios que el mundo conoció, desde la Edad Media hasta hoy, la sociedad daba por descontado que por encima de ella había una casta desigual, investida de un poder diferente al del pueblo y que, en el ejercicio de esa supremacía, les estaba permitido hacer cosas que el pueblo tenía vedadas. Lo admitían porque no tenían otra salida. Los plebeyos previos al advenimiento de la democracia hasta creían que esas desigualdades provenían de Dios y que a ellos no les cabía otra salida más que agachar la cabeza y obedecer. Por supuesto que la casta también daba por descontada su desigualdad sobre la plebe y ejercía su poder sin miramientos.
La explosión democrática (primero en la idea y gradualmente en los hechos) de los siglos XVIII y XIX, fue cambiando de a poco esa realidad y gobernantes y gobernados empezaron a estar regidos por un orden jurídico igual para todos. Fue la Belle Epoque del mundo en donde más y más países se abrían a la libertad y la igualdad.
Sin embargo, un retroceso inexplicable a las peores prácticas de la Edad Media se avecinaba en el mundo. El advenimiento de los totalitarismos fascistas tanto de izquierda como de derecha (una diferenciación probablemente inventada por ellos mismos para crear un antagonismo artificial que los favoreciera) iba a poner en jaque a la democracia liberal e igualitaria.
Estos engendros, que asesinaron mil millones de personas en todo el mundo para conseguir sus objetivos (solo el comunismo ruso mató más de 400 millones, la mayoría de hambre), volverían a crear el concepto de casta desigual por el que los integrantes de los soviets, de los politburós y de las fasces accederían a privilegios y estadíos completamente negados al pueblo.
No eran, en este caso, explicaciones religiosas las que fundamentaban las diferencias sino el terror, la persecución, el asesinato en masa, las purgas y la bota militar encima de la cabeza de millones las que hacían entrar con sangre en el convencimiento de la gente que esos privilegios debían ser tolerados: el que protestaba, al paredón. Así de sencillo.
Décadas de esa opresión inaudita formateó los cerebros de la gente en la sumisión y en la obediencia: “Yo tengo lo que vos no tenés y puedo hacer lo que vos no podes porque yo soy un jerarca del régimen y vos una simple pieza descartable y reemplazable”. Ese era el mantra que los nuevos plebeyos recibían desde que nacían. Allí había generales y soldados. Una casta que daba órdenes y era dueña de todo y un conjunto de zombies que obedecían y trabajaban como esclavos.
Quienes siguen estas columnas desde hace años saben que hemos insistido con el concepto de “casta” prácticamente desde que el kirchnerismo hizo su aparición pública en la escena política argentina.
Ahora ya son más los que utilizan esa idea, incluidos colegas con mucha más exposición que la nuestra. Pero que el kirchnerismo cumplía todos los ítems de un régimen que venía con la idea de imponer un sistema de castas por el cual ellos tuvieran acceso a todos los privilegios y nosotros a ninguno (o como mínimo a ninguno que no fuera autorizado por ellos, para lo que había que convertirse en un esclavo de ellos) estuvo muy clara desde el comienzo. Lo venimos diciendo desde hace 18 años.
En efecto, la idea básica del kirchnerismo es que ellos son los dueños de la Argentina y que la sociedad argentina debe aceptar y admitir que ellos pertenecen a una órbita social y legal diferente a la nuestra por al cual tienen un derecho regio a la riqueza, a la impunidad y al aprovechamiento desigual de toda oportunidad que signifique un elemento diferenciador en la sociedad.
Es esta convicción subliminar que tienen -y que heredan del fascismo básicamente comunista- la que los lleva a hacer con naturalidad cosas que luego generan un revuelo enorme. Es el caso de las vacunas y de la vacunación VIP.
Para ellos lo que hicieron es natural. Ellos son superiores. Ellos están por encima del pueblo. Ellos tienen derecho a hacer los que hicieron. Ellos pertenecen al politburó.
El único detalle saludable que diferencia a la Argentina actual de las sociedades medievales -que aceptaban las diferencias porque las creían devenidas de Dios- o de las sociedades de totalitarismos instalados e indiscutidos -que las aceptaban porque si protestaban los mataban, los mandaban a un campo de concentración, a pudrirse en una cárcel cubana o al crudo exilio siberiano- es que la sociedad argentina no les admite las diferencias, no se las acepta.
Desde ya que ese rechazo es visceral en todos aquellos que rechazan al kirchnerismo sin necesidad de que incurra en estos disparates: esa parte de la sociedad ya descifró hace rato sus genes y los repele con todas sus fuerzas.
Pero también la parte de la sociedad que supuestamente los apoya ha desarrollado un profundo asco por lo que ha sucedido. No entiende como quien los convenció de que venían para representarlos a ellos, para cuidarlos a ellos, para darles cosas a ellos, ahora, en su propia cara, les birla las vacunas que separan la vida de la muerte. Entonces se produce la decepción y el desengaño.
Por supuesto que no hay ni decepción ni desengaño en todos los que teníamos calados a esta manga de delincuentes desde hace años. Pero que todo el país haya tenido (y todavía tenga) que aguantar este latrocinio cotidiano al patrimonio y a los valores de la República porque una parte resentida de la sociedad los haya puesto en el poder en la creencia de que los iban a reivindicar a ellos, da una dimensión de las profundidades en las que ha caído la Argentina.
Que una parte del país deba aguantar el robo, la prepotencia, la impunidad, la impudicia, la indecencia y la inmundicia pública de esta banda para que otra parte del país sienta saciada su envidia es una muestra tan acabada de la senda disvaliosa en la que se halla la Argentina que no hace falta explicar mucho para para entender lo difícil que será la reversión de esta decadencia.
Muy bueno.
Solo que yo no lo reduciria al kirchnerismo. Es un rasgo del peronismo, que forma parte de esa oleada totalitaria que mencionas.
Lo hemos tenido todo el tiempo a la vista con el sindicalismo peronista como ejemplo.
Abrazo y felicitaciones.
Opino exactamente lo mismo sobre la casta de patrones de estancia que se constituyó en nuestro país casi desde sus inicios, la misma que financió la campaña roquista al “desierto” para seguir acumulando tierras. Casta que se ha ido reciclando y concentrando el poder fáctico que suele torcerle el brazo a cualquier gobierno.
El autor omite que la mayor y más antigua fuerza del país no es el Peronismo, sino justamente el antiperonismo, cuyo núcleo duro que actualmente suele presentarse como apolítico a conseguido, por ejemplo, la adhesión de la numerosa clase media macetateniente. El tilingo, maravillosamente descripto por Don Arturo Jauretche tal vez el más brillante intelectual argentino, hace gala de su desclasamiento.
Dado que mi comentario quedó como “anónimo”, introduciré mis datos.