
Varias veces en este espacio hemos hecho referencia al “entrismo”, la táctica marxista de los ’60 para infiltrar lentamente al peronismo y con ello acceder a su codiciada base electoral.
Aprovechando las indudables semejanzas de discurso que había entre el peronismo y el comunismo (la idea de la “explotación” de la clase obrera, la lucha de clases como método para resistir esa “explotación” [más allá de la negativa peronista a ser considerado un movimiento clasista], el enfrentamiento al capital [justamente como elemento distintivo de una clase social] y otras similitudes que cualquiera que detenga un poco la vorágine de las furias puede notar casi sin esfuerzo) los movimientos de izquierda en la Argentina, conscientes de que sus formas “puras” no tenían apego electoral, diseñaron esta estrategia ingeniosa para infiltrase en el peronismo y, con su disfraz, intentar llegar al poder.
Muy bien, esa movida, 60 años después, puede estar por coronar su éxito más buscado si logra colocar en la presidencia de la organización partidaria formal del peronismo -el Partido Justicialista- a uno de los suyos: nada más y nada menos que al gobernador de Buenos Aires, Axel Kicillof.
Marxista confeso, reivindicador de la URSS y protagonista -como no podía ser de otra manera para un comunista- de los fracasos más resonantes de la economía argentina de los últimos 15 años (que le han costado al país miles de millones de dólares) Kicillof es señalado como el que va a ponerle el último clavo al ataúd de la dinastía de los Kirchner en el peronismo (si es que, con todo, los Kirchner pueden haber sido peronistas alguna vez).
Parte de esta increíble parábola (que finalmente el peronismo termine siendo presidido por un comunista) se debe a la vaciedad doctrinaria del peronismo que siempre fue, antes que nada, un rejunte amorfo de eslóganes tomados de aquí y de allá en la medida que fueran útiles para sostener lo que en realidad le interesaba: que se mantuviera vivo el culto a una personalidad, obviamente, la de Perón.
En esa convivencia incoherente de principios antagónicos pegados con moco solo en la medida que fueran útiles para mantener el poder, vieron germinar sus riquezas muchos vivos de la política argentina que vivieron de ese verso bastante más que medio siglo.
Dirigentes sindicales, políticos y hasta intelectuosos (a cierta gente me cuesta llamarla “intelectual”) de poca monta vivieron como reyes gracias a la parodia peronista.
A la sombra de estos impresentables coexistían otros que, al mismo tiempo que explotaban las dulzuras de la riqueza material que la estafa peronista facilitaba (desde cobrar indemnizaciones por haber sido “revolucionarios” en los ‘70 hasta miles de millones de pesos gastados en sueldos públicos de militantes) trabajaban para volver real la aspiración máxima del entrismo: copar y adueñarse definitivamente del sello peronista.
La ambición desmedida de Néstor Kirchner por la plata y por construir una base transversal de poder que le asegurara la permanencia en el gobierno a él y a su familia por generaciones, lo llevó a sellar una alianza estratégica con Horacio Verbitzky (el jefe de inteligencia montonera de los ’70) que le garantizara a ambos las ganancias que estaban buscando: a Kirchner convertirse en un héroe de los terroristas derrotados en la guerra sucia con el valor romántico que eso tenía en su traducción electoral; y a Verbitzky, dinero y la colocación en el gobierno de agentes del entrismo para ampliar y profundizar el plan original de “quedarse” con el peronismo.
Ese acuerdo quedó documentado en el libro “El Pacto” de los abogados Gerardo Palacios Hardy, Ricardo Saint Jean y María Laura Olea, de la Asociación de Abogados por la Justicia y la Concordia.
Fruto de ese pacto fue la aparición, tiempo después, de los Kicillof, los Larroque, los Cabandié, los Tailhade, los Alvarez Agis, los Julián Alvarez, los Recalde, los Hagman, los Heller, los Bianco, los Kreplak y otros miles que, en segundas líneas, fueron mellando las resistencias del peronismo folclórico para instalar en su lugar una base ideológica dura de indudable cuño marxista.
Paralelamente los Kirchner fueron acumulando tanta furia en su contra (por su desmedida ambición monetaria, por sus robos, por su trato prepotente altanero y soberbio y, especialmente con Cristina Fernández, sus estrepitosos fracasos) que una buena parte de la sociedad independiente y del propio peronismo histórico fue reclamando una “renovación” que pusieran punto final a los que muchos definieron como un “secuestro” del peronismo a manos de los Kirchner. (La figura es original del histórico dirigente peronista Daniel Basile).
Toda esta sucesión de hechos podría terminar en los próximos meses con Axel Kicillof como presidente del Partido Justicialista. Reitero, el hombre que confiesa ser marxista de formación (aunque, siguiendo con la táctica del camuflaje, dice aplicar los principios económicos de John Maynard Keynes) y que arruinó a la Argentina con decisiones que significaron la pérdida de miles de millones de dólares (YPF [en una movida que, insisto una vez más, para mí fue una clara maniobra de los Kirchner que usaron a Kicillof para quedarse con la empresa o, lo que es lo mismo, con el súper millonario producido de la indemnización correspondiente por la mala praxis aplicada en el proceso de su confiscación], Club de París, negociación frustrada con los holdouts, juicios del CIADI, bonos del cupón PBI, etc) podría convertirse en el mandamás del partido que ha dominado la escena política argentina de las últimas ocho décadas y que podría hacerlo su candidato a presidente en 2027.
Quienes en el peronismo (y por fuera también) están contentos con esta deriva quizás deberían pensarlo una vez más. No porque eso implique defender a los Kirchner (responsables paradójicos y principales justamente de que el peronismo haya llegado a esto) sino porque la solución no es que la avanzada marxista dentro del movimiento creado por Perón corone su éxito, sino que lo que hasta hoy fue un rejunte informe de literalmente cualquier cosa, se siente a pensar una propuesta ordenada para la sociedad que contemple, si querés, los aspectos de sensibilidad y de igualdad que todo pueblo puede legítimamente tener, pero que abandone definitivamente el culto a la personalidad, la ambición vacía del poder por el poder mismo y que se concentre en construir una base doctrinaria seria que, dentro de la civilización económica (que “uno más uno te de dos”), le presente a la sociedad una alternativa de poder razonable que no consista simplemente en romper todo (incluyendo en ese todo a la mismísima ley de gravedad), sino en un programa ordenado que le de proyección, horizonte y seguridad a los que tienen en sus manos la posibilidad de generar un mejor nivel de vida para todos, gente, toda esa, que no moverá un dedo hasta que no vea que esa garantía mínima de armonía esté asegurada.
Y, con sinceridad, no creo que ese escenario vaya a entregarlo un señor que sostiene que la URSS no habría caído si en aquellos tiempos hubiera existido el Excel.

