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De hipocresías, paradojas y aclaraciones urgentes

Francamente me resulta difícil recordar en los últimos años una metralleta de hipocresías -disparadas con la repetición de un alienado- como las que el kirchnerismo disparó desde el jueves hasta ayer respecto de lo ocurrido con los audios del director de la Agencia Nacional de Discapacidad.

Como si los que hablaran fueran un conjunto de inmaculados a los que los avalan unos precedentes intachables en el manejo de la República, los kirchneristas salieron a señalar a varios funcionarios del gobierno -incluido el presidente- como si ellos hubieran estado siempre ajenos al robo de los dineros públicos.

Está claro que la conocida grosería kirchnerista en materia de corrupción no habilita a otros a hacer lo mismo (ni al gobierno de LLA ni a nadie) pero uno tiene ganas de decir “¡Pero paremos un poquito la mano, muchachos..! ¡Ustedes por favor llámense a silencio!”

Vienen de un proceso de asalto sistemático y premeditado a las arcas públicas en un abanico de fechorías que cubrió nada más y nada menos que los últimos 20 años de la Argentina y ahora se montan en un caballo blanco como si lo que estuviera pasando los espantara.

Yo puedo entender que a Javier Milei hubiera muchos que lo estaban esperando tanto entre opositores como entre los que en algún momento lo apoyaron. El presidente ha presumido mucho de la diferencia que lo distingue a él y a su gobierno de lo que, con toda justicia, él mismo ha llamado “lacras”.

Pero eso no autoriza siquiera a deslizar la insinuación de que lo que podría haber ocurrido con Spagnuolo, los Menem y compañía exculpa o equipara a los unos con los otros.

Siendo todo muy feo (si es que finalmente se comprueba de que hubo actos corruptos en la administración de las licitaciones por medicamentos para la agencia de discapacidad) en este último caso estaríamos frente a un clásico caso de coimeros que aprovechan la función pública para sacar ventajas de sus posiciones. Obviamente todo muy horrible, condenable y, para un gobierno que vino a hacer gala de su honestidad, poco menos que mortal.

Pero pretender comparar eso con una organización criminal con funciones asignadas y roles predeterminados (tal cual como se hace en una banda) para cumplir un plan sistemático de saqueo público, es demasiado.

El kirchnerismo PREPARÓ SU LLEGADA AL GOBIERNO PARA ROBAR. No aprovechó su estadía en los sillones públicos para sacar alguna ventaja ocasional. No: EL KIRCHNERISMO FUE UNA BANDA QUE PREMEDITADAMENTE SE PROPUSO ROBAR FONDOS PÚBLICOS EN DIMENSIONES NUNCA ANTES IMAGINADAS.

Ningún gobierno, hasta mayo de 2003, había mandado a constituir una empresa de obra pública 15 días antes de asumir con el deliberado propósito de derivarle miles de millones de dólares que luego regresaban por otros mecanismos de lavado y contralavado a los bolsillos de la familia presidencial y de muchos de sus secuaces.

Durante el kirchnerismo, un oscuro secretario de segundo orden, Daniel Muñoz, tenía (él solo) inversiones inmobiliarias en EEUU por más de 75 millones de dólares. Aunque muchos sospechen que aun eso no era propio de Muñoz sino que este actuaba como testaferro de los Kirchner y esas propiedades en realidad les pertenecían a ellos, los casos de “perejiles” que no eran más que choferes, jardineros o empleados bancarios hasta que el kirchnerismo tomó el poder y que, como por arte de magia, se convirtieron en supermillonarios abundan en cualquier archivo que uno quiera hurgar.

Sin ir más lejos el caso de Lázaro Báez, un rudimentario cajero de banco, que es dueño de media Patagonia y que ha sido encontrado culpable en hechos de corrupción que iniciaron sus socios. Él fue quien alquilaba habitaciones de hoteles que nunca nadie usó, el que dijo que el “personal de sus empresas” permanecía en esas instalaciones cuando está probado que jamás estuvieron allí. No fue otro más que Báez el engranaje por el cual el dinero que se filtraba vía Austral Construcciones (en licitaciones que nadie controló nunca y que llevaban sobreprecios exorbitantes para realizar obras que nunca se terminaron) volvía a los bolsillos de los Kirchner, los capitanes de la banda que hoy se da el lujo de hablar.

Entonces, para redondear: toda corrupción es mala pero no todos los corruptos son iguales. Una cosa es un grupo de coimeros de los que la Argentina lleva una larga cuenta desde 1810 hasta hoy y otra es una organización criminal creada con el premeditado objetivo de copar el gobierno para saquear el Tesoro Público.

Ambos hechos son condenables pero el grado de la condena y, sobre todo, la autoridad moral con la que unos pueden hablar de los otros difiere notoriamente.

El caso de lo que ocurrió en la Dirección Nacional de Discapacidad debe investigarse seriamente y, de arribar a conclusiones acusatorias, los responsables deberán hacerse cargo de las consecuencias. En ese sentido, sería también oportuno aclarar que la capitanía del equipo impulsor de la acción esté en manos de Gregorio Dalbón y que cuente con un fiscal de clara afiliación kirchnerista no ayuda a un buen comienzo. Pero, bueno, dejemos esa duda de lado por el momento.

El presidente Milei también deberá dar una explicación pública de lo que ocurrió y devolverle a los que creyeron en él las seguridades de que su honestidad y la de su familia no está en juego aquí.

Lo que sí los argentinos deberían tener claro es no caer en la confusión de comparar peras con tomates. Una cosa puede ser un coimero que aprovecha su posición para sacar un rédito puntual de ella y otra un criminal premeditado que accede al poder como vehículo para cometer los delitos que ya tenía en mente antes de acceder. Son dos generaciones de bandidos completamente diferentes.

Ambos deben merecer el castigo de la ley y, probable y paradójicamente, el castigo social más pesado recaiga sobre el que, siendo un ofensor de “menor cuantía”, haya generado la ilusión de ser impoluto.

Pero eso no debe hacer olvidar ni desviar la atención del hecho de que la Argentina padeció, bajo el nombre de “kirchnerismo”, la influencia de una banda del mal que llevó al país a morder el polvo de la miseria.

Por Carlos Mira

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