Hace dos días el presidente Trump dio su discurso, ante el Congreso norteamericano en pleno, sobre el Estado de la Unión al que calificó de “fuerte y vigoroso” y en el hizo un resumen de su primer año de gestión con lo que para él fueron logros históricos y cuál será su agenda del futuro.
Son varias las conclusiones que pueden sacarse de ese discurso tanto en el terreno de la política local norteamericana como a nivel global.
En primer lugar Trump confirmó que antes que nada es un presidente “doméstico”, es decir, concentrado primordialmente en los problemas internos de los Estados Unidos y más alejado de su figura como líder de la primera potencia mundial.
De hecho en su larga alocución (una hora y media: bastante más que el promedio de los últimos presidentes) solo en una breve porción final se refirió a cuestiones internacionales, entre las que incluyó a Rusia, China y Corea del Norte como países que representaban una amenaza no solo a los intereses sino a los valores norteamericanos.
Pero el resto de sus palabras estuvieron enfocadas básicamente en las cuestiones locales, desde el funcionamiento de la economía, los impuestos, la inmigración, el sistema de salud, la seguridad fronteriza y la infraestructura del país.
Y es aquí en donde empieza a ser curioso el análisis comparativo de las palabras de Trump con la realidad argentina. El presidente fue durísimo con el estado de la infraestructura nacional: las rutas, los puentes, los puertos, los aeropuertos, las vías fluviales, el sistema energético, etcétera, etcétera.
Cualquiera que haya viajado a los Estados Unidos podría asegurar, sin embargo, que a primera vista todas esas prestaciones son imponentes: las autopistas, los puentes -que a veces tienen kilómetros sobre el agua-, los aeropuertos… en fin, lo que uno tiene al alcance de la vista.
Es cierto que si uno es un viajero más frecuente y menos “turístico” que el promedio puede advertir ciertas antigüedades. Pero de allí a calificar como “alarmarte” el estado de la infraestructura nacional hay, evidentemente, mucho trecho. Sin embargo el presidente lo hizo. Se refirió en esos términos al estado en que se encontraban los servicios básicos de la nación.
Frente a esto uno no puede dejar de hacer una comparativa y pensar ¡qué nos queda para nosotros!: nos fumamos (o nos robaron, para mejor decir) un PBI entero con, no solo una infraestructura destruida, sino con un tercio de la población viviendo en la pobreza y le hemos prestado oídos a quien nos convenció de que con ellos el país ganó una década. Es francamente increíble.
Si, según su propio presidente, la infraestructura norteamericana está para tirar a la basura, qué debería decir la Argentina que no tiene caminos, (ni qué decir de autopistas) no tiene puertos, no tiene luz, no tiene gas, no tiene aeropuertos, no tiene trenes…
Trump se basó en esa descripción para explicar que su gobierno fijará su atención en esas inversiones para asegurar el bienestar de las generaciones que vienen.
La Argentina, fundamentalmente bajo los Kirchner, hizo exactamente lo contrario: se consumió todo el excedente de ingresos sin invertir un centavo en los argentinos por nacer.
Parte del ingreso extraordinario por las también extraordinarias condiciones internacionales el gobierno lo dilapidó en entregar fortunas a cambio de nada lo cual profundizó el ya célebre sesgo argentino a la holgazanería (como lo llamaba ya Alberdi hace 170 años) y agudizó la creencia de que es efectivamente posible vivir sin hacer demasiado esfuerzo. Es más muchos hasta aceptaron que ese “vivir” no fuera demasiado pretencioso si, a cambio, no hubiera que hacer prácticamente nada, como que no fuera tomarse la molestia de ir a cobrar.
La otra parte de ese ingreso extraordinario (que, efectivamente, existió en la “década ganada”; no “por” sino “a pesar” de los Kirchner) directamente se lo robaron, usando al Estado como by pass para desviar los fondos hacia los bolsillos personales de una familia de mafiosos.
Más allá de la grosería kirchnerista (que llevó esta corrupción hasta el paroxismo) la Argentina viene en este sendero desde hace siete décadas. Por eso hoy no es Estados Unidos. Lo habría logrado de no haber sido por el populismo que en parte llevamos en la sangre y en parte fuera exacerbado por el peronismo y llevado a extremos insufribles por el kirchnerismo.
Sería una pena que Trump tomara lo peor del populismo nacionalista y embarcara a los Estados Unidos en una experiencia de encierro y ensimismamiento. Aun cuando el país es un mundo en sí mismo (produce un cuarto de la riqueza mundial, consume un cuarto de su energía y uno de cada cuatro dólares que se comercia en el mundo es norteamericano) el presidente no debería cometer el pecado de retirarlo de la escena global. El mundo necesita a los Estados Unidos. Los necesita como contrapeso. El resto del planeta (con la posible excepción de Australia que, de todos modos, por su escasa población y su particular geografía no tiene peso ni influencia en el mundo) es bastante parecido: inclinado al estatismo, amigo de lo colectivo, hostil al individuo y proclive a buscar en el Estado las soluciones que, en realidad, deben provenir del ingenio y la innovación.
El discurso del Estado de la Unión nos deja entonces ese doble sabor: el de tener un espejo que nos devuelve una imagen atroz de la Argentina y el de rogar que el presidente no embarque al país en una ausencia de la cual el mundo no puede esperar más que malos resultados.