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El gobierno del kirchnerismo (porque éste es el gobierno del kirchnerismo, no nos engañemos) acaba de anunciar medidas económicas en relación a la pandemia de coronavirus. Todas ellas se relacionan con personas que de un modo u otro pertenecen al mundo de la “relación de dependencia” y de los que reciben ayudas o planes sociales como la AUH y otros que maneja el gobierno con organizaciones paraestatales.
Ellas comprenden un refuerzo de jubilaciones mínimas, un incremento en la asignación universal, un soporte a las empresas para pagar salarios de trabajadores en blanco, etcétera.
Pero en la Argentina de la epidemia el gran paria nacional sigue siendo el trabajador autónomo, el independiente, el cuentapropista. Ese personaje que es el verdadero “jornalero” del país porque sale a ganar su sustento, sin ayuda de nadie, día por día, es un protagonista olvidado.
Más aún es un ciudadano de segunda clase, esquilmado, desangrado por el pago de impuestos que nadie le perdona, perseguido por vencimientos que nadie prorroga, aplastado por una carga tributaria que nadie baja.
Ese personaje, que debería ser el estereotipo a admirar en cualquier sociedad porque se abre paso solo en la vida, sin pedirle la escupidera a nadie; ese trabajador incansable que le presenta batalla a la adversidad solo, con su ingenio, su creatividad y su inventiva -junto, claro está, a su esfuerzo personal inclaudicable- aparece abandonado a su suerte, sin que nadie lo ampare.
Resulta sintomática esta realidad. Muy útil, obviamente, para sacar conclusiones acerca de qué tipo de país somos y qué clase de sociedad queremos ser.
La Argentina ha despreciado el emprendimiento y como consecuencia ha despreciado al emprendedor. No siente ninguna estima por él, ningún respeto, ninguna simpatía, nulas ganas de imitarlo. Es más, es un personaje molesto, que, como un faro, deja ver las diferencias y pone de manifiesto las injusticias.
El país ha levantado un altar a la “relación de dependencia” (cuyo nombre es, en sí mismo, toda una señal) y a la “planta permanente” (el equivalente en el sector público). Esas relaciones laborales son las privilegiadas: las relaciones de los que “dependen” de otros. Ahora: aquellos que hacen posible que esos “dependientes” descansen en su “dependencia”, que se mueran.
Resulta tan axiológicamente injusto y revelador este escenario que no resulta extraño que el país haya caído, enteramente, precisamente en eso: en la dependencia.
Por supuesto que la principal dependencia del argentino es aquella que lo hace cliente y esclavo del Estado. Una dependencia buscada, profundizada y vanagloriada por los privilegiados que se sientan en los sillones públicos para hacer de esos sitios las trincheras de una nueva nobleza.
Por el fácil expediente de haber convertido a la mayoría de los ciudadanos en una masa de zombies que está convencida que no sirve para nada y que se moriría sin la ayuda del Estado y de sus resoluciones, los funcionarios se han asegurado pertenecer a una casta privilegiada a la que se le ruega, se le implora y a la que se la idolatra como si fuera un Dios.
No hay dudas de que el fascismo moderno ha conseguido convertir al Estado en una deidad. Y lo ha hecho por un doble movimiento de pinzas consistente en, por un lado, despreciar al independiente tratando de hundirlo en las obligaciones y en la asfixia de las regulaciones y los impuestos y, por el otro, elevando al “dependiente” al centro de la escena nacional rodeándolo de algodones, de protecciones y de mensajes subliminales que lo convencen de que sin esos cuidados se moriría de hambre en la calle.
Se trató, obviamente, de una táctica muy inteligente del fascismo porque, de un solo piedrazo, por el imperio de la demagogia, adormeció la creatividad de millones, los hizo sus esclavos/clientes, los convirtió en sus adoradores, los puso en contra de los “creativos” que pueden poner en peligro el triunfo de su bota autoritaria y conformó un ejército de defensores que saldrán en su defensa si alguien osa poner en discusión el sistema.
Como se ve la táctica es brillante por donde se la mire. Pero, claro, luego está la realidad. Tanto los fascistas como los “dependientes” no tienen capacidad de innovar. Los primeros tienen el atributo de la malicia, que es apta para ganar poder y para mantenerse en él, pero no tienen la menor idea de cómo producir una docena de huevos en tiempo y forma.
Los “dependientes”, a su vez, han recibido tal bombardeo mental en el sentido de que lo único que pueden hacer es recibir órdenes, indicaciones, obligaciones o prohibiciones, que su capacidad individual para rebelarse contra el status quo y plantear soluciones individuales nuevas, prácticamente se ha atrofiado, por lo que se convierten en engranajes de retroalimentación del fascismo. (En este punto sería interesante profundizar cómo, efectivamente, el fascismo concibe a los individuos como “engranajes” de las “fasces” pero no como seres independientes con la capacidad individual de progresar… Pero, bueno, ese sería tema para otra columna).
Una vez más, lo que está ocurriendo desafortunadamente en el mundo, también sirve para discernir los valores axiológicos en los que se funda una sociedad o un país.
Y las señales que hemos emitido los argentinos son perfectamente compatibles con nuestro nivel de decadencia y con nuestros niveles de pobreza y miseria.