A lo largo de todo el fin de semana el país festejó doscientos años de vida independiente. Fue muy saludable el clima que envolvió la celebración de norte a sur y desde el mar hasta la cordillera, en la que primó un clima de unión y alegría y no el sectarismo o la propaganda política.
Todos los gobernadores, con la excepción de Alicia Kirchner, acompañaron al presidente Macri en los actos de Tucumán y hubo un ambiente de pertenencia que no se percibía desde hace años.
Si bien el presidente, en su mensaje central del mediodía del sábado, hizo referencia a cuestiones de coyuntura y a cómo recibió el país (lo cual en alguna medida torna incomprensible cómo la sociedad no tuvo, hasta ahora, un balance prolijo y detallado de esa herencia) hizo una acertada incursión en un cuestión central para la sociedad y para cada uno de los argentinos.
Ya insinuada en un spot conmemorativo que la presidencia puso al aire hace unos días, esa cuestión tiene que ver con la autonomía, con la independencia y con la libertad.
En efecto, Macri dijo que la declaración de la independencia conlleva la idea de no depender de nadie y de asumir responsabilidades propias. Se refirió a aquellos padres fundadores con palabras de normalidad; los definió como hombres valientes pero en los que también habitaban la duda y el miedo.
El presidente pretendió traer aquel espíritu a sus contemporáneos para convencerlos de que también ellos pueden conquistar esas dudas y esos miedos, sabiéndose capaces y con las habilidades suficientes como para no depender de nadie o, lo que es lo mismo, para depender sólo de sí mismos.
El viernes fue, incluso, algo más específico. Dijo que el Estado debe estar para ayudar pero no nos puede condicionar ni mucho menos aplastar.
Esa referencia a la autonomía es precisamente el tipo de mensaje que una sociedad como la argentina necesita: que se le insista en que cada argentino puede, en que no es un minusválido, en que debe poder aprovechar las oportunidades para realizar sus sueños, con la ayuda de las instituciones democráticas pero no para ser un esclavo de un diseño de vida ajeno, decidido por burócratas que, en el mejor de los casos, han creído por más tiempo del recomendable que esa elite a la que se declaraban pertenecer estaba en mejores condiciones para decidir el futuro de los argentinos que cada argentino por sí.
Y digo “en el mejor de los casos” porque ya hemos tenido demasiadas pruebas que nos demuestran que el discurso de la ayuda del Estado y la formación de una sociedad civil débil, siempre dependiente de la concesión de los príncipes, no ha sido otra cosa más que un verso mentiroso enhebrado y construido para robar.
El mensaje debería ser: “el el éxito de un gobierno debe medirse por la cantidad de planes sociales que logró eliminar al término de su mandato, porque cada plan eliminado significa más argentinos independientes y libres”.
La Argentina de hace 200 años nació al mundo con un mensaje desafiante. Sin ejército, con las finanzas arrasadas, despoblada y aislada, aun así decidió enfrentar las consecuencias de ponerse los pantalones largos y valerse por sí misma. Ese mensaje colectivo debe bajar ahora a la individualidad.
Allí, incluso, el presidente debió ser quizás más didáctico y más contundente: debió decidir que cuando se refiere a que “podemos” no lo hace en relación al colectivo abstracto llamado “Argentina”. No. Lo hace en relación a los individuos, a que “Roberto González” puede en lo suyo; a que “Juan Perez” puede en lo de él y a que otro tanto ocurre con “José García”.
El mensaje debe inundar de desafíos a los argentinos individuales. Estos deben dejar de mirar al Estado para ver qué hace y mirarse ellos para ver qué hacen. Ese es el espíritu grande de la Independencia. Ser independiente no es -no debe ser- una estupidez limitada a un par de solemnidades. La independencia es un principio práctico; es una definición sobre una concepción de la vida.
Los argentinos debemos seguir aprendiendo a ser independientes, porque con el correr de los años no nos hemos dado cuenta de que seremos, como nación, independientes de España pero como personas hemos caído en una absoluta dependencia del Estado.
El país, con el paso de los lustros, se alejó cada vez más de aquel espíritu grande que se expresó colectivamente en Tucumán y se convenció a sí mismo de que la aventura de la vida es demasiado compleja para asumirla solo. Creyó el discurso de desánimo de que si no fuera por la ayuda estatal los argentinos nos moriríamos de hambre porque, en el fondo, somos un conjunto de inservibles.
Esa filosofía achicó al país, solo le dejó el oropel de la soberbia que tantos malos tragos nos ha hecho pasar en la región, pero nos quitó la sustancia del vigor, de la determinación, de la persecución de lo grande.
Los horizontes argentinos empezaron a conformarse con pequeñeces, con lo que fuera necesario para subsistir. El verso socialista nos convenció, de a poco, a que nos llamáramos contentos si, al menos, teníamos eso. Mientras los propagadores de esa mentira se llenaban los bolsillos de oro a fuerza del robo y de la corrupción, el pueblo se apichonó convencido como fue de que no daba para más.
El país debe recobrar aquel orgullo sano de saberse capaz. Pero, una vez más, debe hacerlo no como un discurso de atril en referencia a un colectivo vago, etéreo e inasible llamado “Argentina”. Debe hacerlo “de a uno”: cada uno de nosotros debe extirpar de nuestra piel el cáncer de la dependencia, ese cáncer que nos fue inoculado por ladinos que querían que fuéramos dependientes de ellos para ser ellos los únicos dueños del poder y de la riqueza.
Ese debe ser el mensaje a repetir como un mantra, en esta celebración del bicentenario para que, si Dios quiere, las generaciones que sigan cumplan con el sueño de la independencia real y definitiva de cada uno de nosotros, como personas libres y dueñas de nuestro propio destino.