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Lo que ocurrió en Olivos, la izquierda y la tolerancia

La señora Florencia Peña dijo ayer que había sufrido un colapso y que no había podido hacer su programa de TV a raíz de los dichos que en redes sociales se habían manifestado contra ella como consecuencia de haberse conocido que, en plena cuarentena, se movía libremente para visitar al presidente en Olivos, mientras miles de familias veían “colapsar” a sus negocios, a sus empresas o a sus propios familiares, muertos sin despedida.

Esta señora tuiteaba, por aquellos días, acerca de la duda que la invadía sobre si “los anticuarentena” o “los gorilas” -como llamaba a quienes reclamaban por sus derechos civiles- merecerían o no una cama en caso de enfermar.

Florencia Peña (que se hace llamar en Twitter “Flor_de_P”) se ofendió porque muchos la tildaron de “gato” y “petera” del presidente. Dice que fue a Olivos en representación de los actores que no podían trabajar.

Seguramente no recordó, en aquel momento, que ese colectivo tiene una representación gremial formal (que no la incluye a ella entre sus autoridades) que, eventualmente, podría haberse encargado de esa gestión.

Tampoco se acordó que cientos de actividades infinitamente más importantes que la suya a la hora de producir riqueza en el país estaban completamente prohibidas por los bandos feudales del gobierno que defiende y que, sin embargo, no visitaron Olivos “para ver qué vuelta se le podía encontrar” (tal como ella dijo) a la situación para tratar de solucionar el enorme problema que afectaba a millones de argentinos.

Peña, como era obvio, echó mano del facilista argumento del género para escudarse en el “sufrimiento de una mujer atacada” y así virar el centro de la discusión.

Ese centro no es otro que la sistemática violación, por parte de la runfla que integra la nomenklatura del gobierno y la casta circundante que aquella habilita, de las disposiciones que ese mismo gobierno altaneramente imponía al resto del pueblo raso.

Recordemos que el muñeco disfrazado de taita de cabaret que tenemos ocupando el sillón presidencial dijo con soberbia “a los imbéciles que ahora salen a ‘defender sus derechos’ les digo que aquí está en juego la salud de los argentinos… Si lo entienden por las buenas, perfecto, me encanta; si no les recuerdo que me han dado el poder para que lo entiendan por las malas”.

Mientras este desparpajo de autoritarismo barato, de guapo de barrio, de tanguero bajo un farol, se desplegaba por televisión, una serie de personajes (peluqueros, coloristas, vedettes, modelos, colocadores de Botox, alisadores de pestañas, personal trainers, adiestradores de perros y, por supuesto, preocupadas señoras por la suerte de los actores) desfilaban por la quinta presidencial como si el resto de los argentinos también estuviera viviendo en el más normal de los mundos.

Los distintos colectivos feministas, ejerciendo lo que ahora llaman sororidad (para los que no están al tanto de esta nueva e insigne pavada, se trata de la “solidaridad” pero aplicada solo entre mujeres) saltaron a la yugular de los argentinos que, indignados, atacaron a Peña y a todos los que entraron a Olivos en condiciones ilegales para la época.

En ese marco, un grupo de diputadas, encabezadas por la agente del totalitarismo internacional, Gabriela Cerruti, pidieron la expulsión de los diputados Fernando Iglesias y Waldo Wolf por los comentarios que ellas llamaron “misóginos”.

Cerrutti escribió en Twitter que “por más que alguien se diputado, la Constitución Nacional no permite decir cualquier cosa”.

Resulta francamente increíble que, ahora sí, Cerrutti reconozca que, por encima de la “voluntad popular” se encuentra la Constitución.

Y digo que resulta increíble porque no parece ser esa la interpretación cuando quienes enarbolan la supremacía de la Constitución por encima de un circunstancial resultado electoral, son los que se oponen a los pensamientos y procederes del gobierno que Cerrutti representa: en todos esos casos, insinuar una rebelión es “golpista” y pretender desconocer la “voluntad popular”-aún cuando quien se apoya en la voluntad popular se esté llevando puesta la Constitución y las instituciones por delante- es una “desestabilización antidemocrática”. 

Pero claro, cuando Iglesias tuitea algo en contra de quienes ingresaron a Olivos violando las disposiciones que ese mismo gobierno les imponía al resto, hay que expulsarlo de la Cámara porque el solo hecho de haber sido votado (por la “voluntad popular”) no le da derecho a “decir cualquier cosa”.

No hay caso: los totalitarios son repugnantemente increíbles: cuando se pueden aferrar a las disposiciones de la libertad para defenderse, perfecto; ahora cuando esas mismas instituciones se interponen en su camino al establecimiento de un régimen de servidumbre, esas son instituciones que representan los “intereses burgueses” ¡Madre Santa!

Confieso que quise contestarle a Cerrutti vía Twitter. Pero no pude: la señora clausuró esa opción a los usuarios generales y solo la tiene habilitada para quienes le soban las medias, diciéndole, seguramente, lo que ella quiere escuchar. Otra prueba más de que es una intolerante y soberbia autoritaria que opta por cancelar a quien piensa distinto a ella.

La izquierda ha sido exitosa en la manipulación de colectivos y ha dado vuelta como una media conceptos respecto de los cuales no había duda hasta hace poco.

Uno de esos conceptos es, justamente, el de la tolerancia. La izquierda ha hecho que lo que toda la vida fue entendido como “tolerancia” se haya convertido en “intolerancia” y viceversa.

Ser tolerante hoy significa estar de acuerdo con lo políticamente correcto, es decir, con las predominantes posiciones de izquierda. Esto es, cuando diferís con una posición -cualquiera sea- de la izquierda, inmediatamente sos rotulado como “intolerante”. Ellos, que se arrogan el éxtasis de la “tolerancia” (por su “amplitud mental” en materia de género, sexo, matrimonio o lo que fuere) te etiquetan a vos como “sexista”, “homofóbico” “racista”, “xenófobo…” Se olvidan de la discusión de las ideas y te atacan personalmente.

Por supuesto que su máxima creación ha sido espetarte la categoría de “odiador” que fue, casualmente, lo que salió a decir el impresentable jefe de gabinete, Santiago Cafiero, tal y como si estuviera siguiendo las páginas de un manual escrito especialmente para estas circunstancias. En ningún caso discuten ideas: ellos atacan personas. 

La tolerancia -tal como se la entendió siempre- es tratar con respeto y civilidad a los que, justamente, tienen ideas diferentes de las propias; discutir con fuerza las ideas mientras se mantiene el trato cívico y amable con quienes las expresan. Esa es la tolerancia “liberal y capitalista”.

Pero la tolerancia “progre y socialista” consiste en exigir un respeto indisputable a todo lo que dicen ellos, mientras ellos sí pueden atacar personalmente catalogando de “intolerantes” (o usar todo mote que lo reemplace según la temática en discusión) a todo aquel que ose controvertir sus postulados y puntos de vista.

La sociedad argentina no debería confundirse con la sororidad y con la pretensión de correr el eje de la discusión sobre lo que ocurrió en Olivos.

Nadie discute lo que Flor_de_P, decide hacer con su vida o con su cuerpo. La repugnancia de la sociedad no radica en los gustos con los cuales ha decidido divertirse Flor_de_P. 

Esa reacción tiene que ver con la flagrante desigualdad a que un gobierno incalificable ha sometido a toda la sociedad. Sociedad a la que amenazó, amedrentó, burló, encerró y fundió mientras los señores de la Nomenklatura y de sus asociados tolerados disfrutaban de los goces que le denegaban al pueblo, bajo apercibimiento de persecuciones judiciales.

La cultura totalitaria de la izquierda no debe imponerse en esta batalla. Es preciso continuar señalando incesantemente el centro de la discusión sin que los flagrantes intentos totalitarios por desviar la atención de lo que se discute tengan éxito.

El presidente y toda su corte de acólitos privilegiados deben recibir su merecido por haberle refregado en la cara del pueblo una desigualdad insoportable en el que está siendo, quizás, el peor momento de la historia moderna de la Argentina.

Por Carlos Mira

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