El sábado fue el día del trabajo o “de los trabajadores” (como les gusta decir a los que creen que solo algún tipo de personas son “trabajadores”).
Fueron muchos los mensajes en las redes de recuerdo y felicidades.
Pero nadie recordó que un 1 de mayo de 1853 se juró la Constitución argentina luego de que finalizara el Congreso General Constituyente en Santa Fe.
No recuerdo una sola mención pública a ese hecho durante todo el día sábado. Ni del gobierno -desde ya- ni de la oposición.
Se trata de un dato conmovedor. El instrumento jurídico culminante del país, el que debería ser el faro que ilumine el camino del encuentro, de la concordia, del progreso y la libertad no recibió un solo recuerdo de nadie.
La Constitución fue un fenómeno excepcional en la historia argentina. Su vigencia ininterrumpida de setenta años le dio al país el período de gloria más grande del que disfrutó la Argentina.
Su enjundia fue tan fuerte que aún después de que su orden fuera roto en 1930, el país siguió disfrutando de sus efluvios de progreso durante otros 15 años.
La revolución fascista que instaló al peronismo en el poder terminó definitivamente con su gloria y sus sueños de desarrollo.
Algunos dicen que ese documento fue el acto de voluntariamo más evidente de la política argentina: introducir una Constitución liberal en un país mayormente analfabeto, lleno de jesuitas, caudillos y criollos criados en la cultura fiscalista española no tenía ninguna chance de funcionar.
Sin embargo aquel “lance” visionario de un conjunto de argentinos brillantes produjo un resultado excepcional.
Millones de brazos e inteligencias de todo el mundo llegaron para poblar un desierto.
La Argentina se convirtió en una estrella mundial de la mano de un principio simple: la Constitución garantizaba que el fruto de tu trabajo no sería confiscado por el Estado.
Cientos de inventos fueron patentados por la creatividad argentina. El país participó de la Feria Internacional de Paris de 1889, en celebración del centésimo aniversario de la Revolución Francesa, y asombró al mundo con su despliegue opulento, lleno de futuro y optimismo.
Es una mentira propia del relato colectivista el hecho de que la Argentina fuera una factoría de commodities agrícolas: por el contrario la industria florecía y exportaba una buena porción del producto, desmintiendo completamente aquella farsa.
El documento en sí (sin la “de-forma” del ‘94) es una verdadera joya, un mecanismo de relojería para defender la libertad y ponerle límites al poder para defender las libertades públicas y los derechos civiles. Aún hoy, 168 años después, es uno de los documentos más modernos de la historia política de la humanidad en términos de defensa de los derechos individuales.
Este es el orden que Cristina Fernández de Kirchner y el castrochavismo kirchnerista del socialismo del siglo XXI quieren demoler y reemplazar por una autocracia parecida a las que gobernaban el mundo en el siglo XVI, donde todo el poder esté en manos de una nomenklatura elitista que tenga todos los privilegios mientras el pueblo permanece como una masa pobre e inculta que solo obedece.
El adoctrinamiento machacante que se ha ejercido sobre los chicos argentinos durante las últimas seis décadas -por lo menos- ha surtido efecto en el sentido de borrar el sentido común constitucional de sus mentes.
El promedio de las reacciones espontáneas de los argentinos y de sus pensamientos reflejos no coinciden para nada con lo que deberían ser las reacciones, las costumbres y los pensamientos de la Constitución.
Resulta paradójico que esa demolición mental del esquema constitucional encuentre -en el día del trabajo- a la Argentina con una fenomenal crisis de empleo y con casi la mitad del país viviendo en la pobreza.
Parecería ser una broma pesada del destino que la contraidea que vino a destruir la Constitución en el altar de la “justicia social” haya transformado al país en una gigantesca villa miseria, cada vez más dependiente y cada vez más analfabeta, justamente los dramas que la Constitución vino a reparar.
Naturalmente, en este escenario, es lógico que el aniversario constitucional no haya sido recordado.
Un feroz movimiento de destrucción de todos aquellos principios se ha instalado en el corazón del sentido común argentino. El sueño de aquellos hombres que imaginaron una Argentina libre, pujante, desarrollada, en donde todos sus habitantes buscarán realizar su plan de vida, buscando una felicidad individualmente definida fue arrasada de esta tierra.
Solo queda la historia de un papel destinado a gobernar los destinos de una potencia y que hoy no es más que un testigo que persistentemente nos recuerda la causa de nuestro estrepitoso fracaso.