Si algo le faltaba al aquelarre peronista era el pretender juntarse con el trotskismo chavista, defensor de Maduro y aspirante al golpismo institucional contra el gobierno democráticamente electo y democráticamente ratificado.
La adhesión a la marcha de Moyano del día 21 de febrero -solo planeada para presionar a los jueces para que no avancen en las causas contra el líder corrupto del sindicato de camioneros- por parte de grupos de izquierda -que se arrogan los derechos del pueblo, llenándose la boca con el uso de esa palabra sin advertir que si el “pueblo” estuviera de su lado no harían los papelones electorales a los que nos tienen acostumbrados- no es más que la confirmación de una mascarada golpista que pretende evitar por todos los medios a su alcance que los curros que se generaron para sí mismos durante setenta años dejen de existir en la Argentina.
La confirmación de este ejercicio sedicioso tiene múltiples pruebas. Personajes que ni se dirigían la palabra hasta hace meses nomás ahora hacen cola para ponerse uno detrás del otro en la larga fila destituyente.
Son lo que siempre fueron: una manga de delincuentes, arribistas del poder, demagogos profesionales que insuflan en los oídos de la sociedad lo que algunos quieren escuchar para luego encaramarse en el poder y robar el tesoro público.
El comunismo, el más grande fracaso de la historia humana, que asesinó a millones de inocentes y mató de hambre a otros tantos, sigue cabalgando, apoyándose (como siempre hizo) en los más bajos instintos humanos, como son la envidia, el odio y el resentimiento. Desde allí lanza consignas incendiarias y a lo único que aspira es a crear el caos y la destrucción.
No han sido capaces de entregarle al mundo una sola innovación en busca del bienestar humano. Solo han servido para espiar, para matar, para silenciar, para hambrear y para robar. Generaciones enteras han perecido víctimas de sus balas y de su magalomanía.
A esa escoria tiene pensado unirse una porción del peronismo como parte de su plan para meter a todos en una misma bolsa con tal de voltear a Macri. Si esto es lo único que puede pensar esa parte de la sociedad argentina, representada por el movimiento creado por Perón, el país no tiene destino. Y si el gobierno de Cambiemos no logra construir un peronismo republicano capaz de alternarlo en el poder sin que la Argentina descienda a los infiernos, regresando a las catacumbas del delirio, habrá fracasado en su gestión, aun cuando, milagrosamente, lograra algún éxito económico.
La cultura de la calle debe acabar en el país. La ilusión de creer que, colocando un cuentaganado para ver cuánta gente alguien es capaz de poner en la calle, se puede reemplazar a las instituciones y con ello borrar el principio de que la verdad seguirá siendo verdad aunque la diga uno solo y la mentira seguirá siendo mentira aunque la sostengan millones, también debe terminar. Es tratar a la gente justamente como ganado el hacerla descender a esas bajezas.
Está claro que se dan en la Argentina dos cuestiones que conspiran contra el fin de esta mentalidad jurásica. Una es nuestra cultura de la calle, escenario en donde creemos deben discernirse los más complicados problemas sociales; y la otra es la compulsión golpista de los partidos no-democráticos, incluído, claro está, gran parte del peronismo.
¿Cuándo será la hora de que el peronismo se convierta en un partido de alternancia y no en uno que aspire a dominar el poder en soledad? En eso sí que comparte los principios de los trotsko-comunistas que, por definición, solo se admiten a sí mismos. ¿Están en esta línea los gobernadores que deben regir los destinos de la mayoría de los ciudadanos del país? ¿Comparte este delirio Miguel Ángel Pichetto que, ni bien asumió Macri, reconoció que había vuelto a poder pensar por sí mismo? De todos ellos el país normal, el país racional, el país democrático espera una palabra.
Una palabra que los separe de tanta inmundicia, de tanta basura, de tanto golpismo barato. La Argentina estuvo muy cerca de encarar la recta de simbiosis final con Venezuela. El daño del populismo, del trotskismo antiguo, vergonzoso y vergonzante; el deterioro mental que le ha producido a la Argentina el peronismo violento, prepotente y autoritario y una izquierda cuya antigüedad se mide con el almanaque y de la que ya no quedan rastros en el Universo, debe tener el suficiente peso en las mentes de todos nosotros como para detener esta locura.
Durante más de 70 años la Argentina viene haciendo lo que ellos pidieron: estatismo, populismo, sindicalismo violento y mafioso, nacionalismo paleolítico, demagogia berreta, destrucción de la idea del esfuerzo, del trabajo, de la ética, envilecimiento de la educación y de los valores del orden legal y constitucional. Ya sabemos adónde nos lleva todo eso: no hay que imaginarlo, ya sucedió. Solo un pueblo de infradotados puede creer que con la violencia, el golpismo institucional, el partido único y la restricción de las libertades el país será mejor de lo que es.
Ese perfil caraqueño de la Argentina es lo que busca esta tendencia, enceguecida por su resentimiento de ver a Macri en el sillón de los presidentes. Si la sociedad que no comulga con el presidente pero que tampoco avala la vuelta a los infiernos no decide este partido en favor de la continuidad institucional, la condena a la violencia marxista y la derrota de la corrupción peronista y sindical, verá cómo, sin que nadie se lo pueda explicar, el último vagón, del último tren hacia la civilización se pierde en el horizonte de la patota.
La Argentina civilizada debe darle una lección definitiva a los especuladores de la barbarie. Si esa porción sana del país se embarca en una nueva aventura revolucionaria, solo reinará el sabor rancio de la discordia, el gusto amargo de la miseria y la sensación repetida de la frustración.