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La rebelión de Lincoln: el verdadero “país para pocos”

Abraham Lincoln, el presidente norteamericano a quien se le atribuye decir “Ud puede engañar a muchos poco tiempo o a pocos mucho tiempo; pero no puede engañar a muchos mucho tiempo”.

Durante muchos años los eslóganes de la política se mostraron como muy eficientes para desafiar lo que la historia le atribuye a Lincoln: “Ud puede engañar a muchos poco tiempo o a pocos mucho tiempo; pero no puede engañar a muchos mucho tiempo”.

Pues bien, algunas frases hechas sí han demostrado su capacidad para engañar a una muy importante cantidad de gente durante muchísimo tiempo.

La receptividad de esas personas al poderío de esas frases también es un factor que cuenta y, esa receptividad, por supuesto que aparece influida por una serie de circunstancias, la mayoría de ellas inasibles o que no pueden ser explicadas desde la racionalidad.

Una de esas frases fue la que convenció durante mucho tiempo a muchísima gente de que lo que algunas ideas socioeconómicas proponían configuraba “un país para pocos”.

El peronismo, siempre tan afecto a ese folclore semántico, batió ese parche como un sonsonete cada vez que los dogmas de “sus verdades” eran controvertidos por ideas diferentes: “La libertad que proclama esta gente es una libertad para unos pocos”, “este modelo termina produciendo un país para pocos”, “solo unos pocos pueden disfrutar de estas medidas mientras las ‘grandes mayorías’ las sufren…”

En muchos casos fue bastante obvio el apelativo a esas pasiones bajas de los seres humanos que generalmente tienen que ver con la envidia y el resentimiento.

La idea de emprenderla contra “el patrón” estuvo en la base de toda la legislación laboral que empezó a implementar el peronismo a partir de los años cuarenta del siglo pasado. Ese motor resentido no se apagó cuando las guasadas que efectivamente existían en el mundo del trabajo a principios de siglo estaban ya saldadas: continuaron por la mera acción del odio social hasta configurar un enjambre de prohibiciones e imposiciones que terminaron convirtiendo el orden legal que regulaba las relaciones laborales en un mamotreto del que todo el mundo trataba de escapar.

El resultado tuvo básicamente dos consecuencias: los creativos e innovadores se retrajeron del mercado mandando a pique la inventiva argentina que, por ejemplo, desde fines del siglo XIX hasta la llegada de Perón, había hecho trepar al país a los primeros puestos de la lista de registro mundial de inventos. Eso tuvo un impacto enorme en la creación de oportunidades y de trabajo bien pago.

La segunda consecuencia fue el crecimiento geométrico del trabajo en negro y de atajos que se tomaban para tratar de estar lo más “en blanco” posible pero gambeteando, al mismo tiempo, los delirios de una legislación descabelladamente incumplible.

El efecto combinado de ambas consecuencias fue, paradójicamente, la configuración de un verdadero “país para pocos” reflejado en un mercado de trabajadores formales muy pequeño (que cada vez se achicó más hasta llegar a hoy en que apenas supera las 6 millones de personas) que efectivamente gozan de privilegios en muchos casos exorbitantes y en otros directamente ridículos, mientras que una enorme masa de gente trabaja en la informalidad, sin ningún derecho y completamente a la intemperie.

Es decir los mentores del eslogan “un país para pocos” fueron los que, con sus prácticas e imponiendo sus ideas, terminaron produciendo una Argentina para unos pocos privilegiados que en la jerga llevan el nombre de “trabajadores en relación de dependencia”.

Ese mundo minúsculo tiene hoy todos los derechos y todas las protecciones, obviamente a un precio gigante. Al lado de ese mundo para pocos existe otra Argentina llena de carencias, que vive de changas, trabajos ocasionales, cuentapropismo puchereante y trabajadores irregulares que aceptan esa irregularidad porque saben que si presionan para que sus “patrones” los pongan “completamente en blanco”, ambos -el patrón y ellos- terminarían en la calle.

A pesar de ese refreno espontáneo, la llamada “industria del juicio” -entendiendo por tal la monumental maquinaria de denuncias y demandas promovidas por abogados que esquilman a las empresas y a los empleados con la complicidad del fuero laboral- es una de las más potentes del mundo. El intento técnico de los años ´90 de crear un sistema de seguros a través de las llamadas ART fracasó notoriamente y hoy la curva de juicios en jurisdicción laboral no para de crecer.

Como toda respuesta a este problema (que es hoy la principal causa del cierre de empresas en la Argentina, es especial pequeñas y medianas) los sindicalistas proponen que las personas que estén empleadas bajo figuras de simulación laboral (básicamente monotributistas que facturan) hagan más juicios, sosteniendo que la tasa de litigiosidad laboral en el país es baja. Si la gente les hiciera caso, prácticamente no quedaría en pie una sola empresa en el país.

Paralelamente se fue creando un convencimiento subliminal extendido a toda la ciudadanía de que el personaje que en otros países es venerado (el que enfrenta las dificultades de la vida solo, el que se abre paso en base a empeño y esfuerzo, el que desafía los obstáculos, el hacedor) es un ser despreciable, que debe ser relegado al lugar de los parias, cargando, desde allí, con todo el peso de la sostenibilidad del sistema y sin ningún beneficio.

Ese personaje -que en la Argentina ha recibido el peyorativo nombre de “autónomo”- es una especie de lacra, señalado como el chupasangre y el explotador y que, por lo tanto, ha recibido el trato legal que reciben los castigados. ¿Resultado? Más mentes brillantes emigradas, más “Messis” fuera del país contribuyendo, con su inventiva y su trabajo, al crecimiento de otras sociedades, mientras que en las Argentina quedan los del “país para pocos”.

Este sistema delirante ha servido para la construcción de una casta sindical privilegiada y desigual, que ha vivido de la prepotencia y de la extorsión a los trabajadores y a los empresarios por ya casi un siglo. Hábiles para la invención de eslóganes pegadizos -como el de “un país para pocos”- se han convertido, ellos mismos, en parte de “los pocos” que viven, no solo bien, sino disfrutando de lujos asiáticos completamente absurdos.

Entrarle a esta estructura no va a ser fácil. Ya hay muchos que públicamente recuerdan que Macri también “ganó las elecciones de medio término y a los pocos meses tenía un quilombo extraordinario”: están anticipando lo que quieren volver a provocar luego del triunfo plebiscitario del gobierno en octubre. Dicen sin ambages “no vaya a ser cosa que ahora suceda lo mismo”, al tiempo que anuncian marchas y manifestaciones callejeras.

Defienden el “país para pocos”. Esos pocos que han hecho que por cada jubilado haya hoy un solo trabajador en blanco activo, cuando debería haber cuatro. El “país para pocos” en donde un dirigente sindical está 50 años sentado en su sillón de cacique. El “país para pocos” en donde solo 6 millones tienen un orden legal “protector” que es tan “protector” que todo el mundo le escapa dejando a 8 millones de personas en el barro de la changa.

Entonces, muchachos rápidos para los eslóganes, ¿quiénes fueron los que terminaron configurando un “país para pocos”? ¿Los execrables liberales que quieren volver al orden jurídico de la Constitución o ustedes que condenaron a más de la mitad del país a la intemperie?

Ya engañaron a muchos durante mucho tiempo. Ha llegado la hora de la rebelión de Lincoln.

Por Carlos Mira

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