
Tiempo.
La variable indomable. Y con la que la malicia puede especular.
No habrá salida argentina hasta que un flujo fresco de inversiones supere el flujo de carencias. Las inversiones necesitan (piden) seguridades, cuando no directamente (tratándose de nosotros) garantías.
Y las seguridades (o garantías) solo pueden darse con el tiempo.
¿Cuánto tiempo y tiempo para qué? Son preguntas entrelazadas con respuestas que también lo están: tiempo para demostrarle al mundo (y a los propios emprendedores argentinos) que la locura anti-sistema del kirchnerismo peronista no vuelve más. Ese “no vuelve más” solo podría lograrse si el país pudiera demostrar que puede mantener afuera del poder a esta banda de delicuntes al menos 2 períodos presidenciales completos de otro signo, para que, justamente, el trabajo del tiempo permita inferir que ya no volverán nunca.
Macri no lo logró porque el costado del tiempo (que es maleable a la especulación) le permitió a la malicia peronista horadar la gestión de Cambiemos desde el mismísimo primer minuto de su existencia. Macri cometió errores y tenía una coalición tan heterogenea en cuanto a las ideas y a los métodos que se le “autorizaban” al presidente que pronto también comenzó a recibir fuego amigo, de la siempre impresentable Carrió y de la clásica tibieza radical.
El combo de los errores propios y la imparable gota china peronista que manejó las tácticas hasta lograr poner a periodistas llorando por telvisión por la situación de los jubilados (a los que ellos -antes que nadie- habían hundido), hicieron que ese tiempo que se precisó siempre (desde que la Argentina conoce al peronismo) para demostrale al mundo de que la sociedad es capaz de sostener otra cosa, se agotara y el delirio kirchnerista regresara, incluso recargado.
Casi siete años después estamos ante la misma ecrucijada: tiempo.
De un lado, el que quisiera demostrar que las nuevas ideas -si se las deja funcionar- producirán resultados y, del otro, el que sabe que si las nuevas ideas produjeran esos resultados no van a volver. A estos últimos les va la vida en ello. Todo el sistema hasta personal de vida que construyeron en estos años depende de que lo nuevo no tenga éxito. Y en eso, el tiempo les juega a favor.
Las sociedades deberían tener árbitros de la malicia. Pero eso no se da ni en el escasisímo perímetro del fútbol en donde el que “tiene potrero, barrio, ascenso” (malas artes, en suma) vale para la “justicia” lo mismo que el leal.
Ayer, un pendenciero profesional como “Maravilla” Martínez entró con una única misión al partido con Vélez por los cuartos de final de la Copa Libertadores de América. ¿Hacer goles? No: pudrirla. Pudrirla para conseguir un expulsado en el equipo contrario. Le importaba poco que lo amonestarean a él: lo que quería era cargarle una temprana amarilla a un defensor rival.
A los treinta segundos (literal) de comenzado el partido estaba subido “a babucha” de Matellán, el segundo marcador central de Vélez, que se dio vuelta con cara de no entender nada para ver quién era el demente que lo había embestido. Con cara de sorpresa esperó que el árbitro -que había visto lo que había ocurrido (a un metro del línea para más datos), le llamara la atención a Martínez. Sin embargo el llamado de atención fue para ambos. Desde ese momento en más Martínez no renunció a la malicia un solo instante: lo codeó, lo empujó, lo camiseteó: hizo todo para buscar una respuesta. Matellan devolvió los empujones, tratando de sacárselo de encima. En la previa de un tiro de esquina, Martínez vio la oportunidad inmejorable: empezó a tirar empujones en el medio del área a Matellán que, por la misma vía, trataba de alejarlo. ¿Resultado? La “justicia” resolvió amonestarlos a los dos. A “Maravilla” no le importó: ya había logrado lo que quería. Unas jugadas más tarde, Matellán fue al piso contra Nardoni, recibió una segunda amarilla y se fue expulsado. La especulación malévola contra el tiempo había dado resultado con la complicidad de quien se suponía debía haber mensurado todo lo que había pasado delante de sus ojos de una manera diferente.
En lo que nos compete a nosotros, el Walter Sampaio (el árbitro de anoche) es la sociedad argentina. Es la sociedad la que debe ver lo que ocurre y decidir si se traga las astucias de la malicia peronista y tira todo el esfuerzo hecho hasta ahora por la borda, o si separa la paja del trigo, pone a los delincuentes en su lugar y, por una vez en la vida, le da TIEMPO a otra cosa hasta que esa cosa de sus frutos. Y la sociedad, lamentablemente, tiene un largo historial en el que se verifica que ha premiado, muchas veces más de lo aconsejable, a los “Maravilla” Martínez.
De la conversación con cualquier persona, argentina o extranjera, que tenga el bolsillo suficiente como para sumarse a engordar el flujo de inversiones que pueda superar el flujo de carencias, surge que ese TIEMPO es, como mínimo de 10 años. Llevamos uno y medio.
Es más, Menem tuvo 10 años y medio y, aún así, no logró penetrar la roca del pensamiento peronista hasta encontrar un magma nuevo que dejara todo aquello atrás.
Como Matellán (con sus propios empujones a Maravilla), Macri (con sus propias torpezas e indecisiones), Menem le dio al “arbitro” (la sociedad argentina), elementos propios (corrupción, extravagancias, personajes oscuros, negociaciones raras) que unidos a la malicia del peronismo histórico (que destesta la competencia, detesta la integración al mundo, detesta que los individuos puedan valerse por sí mismos y detesta la libertad) contribuyeron a que ni 10 años y medio fueran suficientes para impedir que la Argentina volviera al pasado fascista que terminó desembocando en los Kirchner y en todo lo que ya conocemos.
El golpismo está a la orden del día. Los periodistas llorando por televisión de la época de Macri parecen bebés de pecho al lado de los de ahora que, descaradamente y a cara descubuiera, salen a pedir por televisión que Milei se vaya (Nancy Pazos, Jorge Rial, Roberto Navarro, Pablo Duggan, Gustavo Sylvestre y otros innombrables que solo existen para desprestigiar a la profesión). Al lado de ellos se ubican los pusilánimes de siempre que no quieren pasar por “blandos” y se suman a un sonsonete que los hace ser tan ciegos (o vehículos para ciegos) como Walter Sampaio lo fue anoche frente a Matellán
Federico Luppi -que en la vida real hizo mucho para que fuera verdad lo que el personaje de aquella famosa peliícula le decía a su hijo que quería seguir viviendo en la Argentina, mientras él se había ido a España- decía, en ese pasaje, que la Argentina era una “trampa”. Una “trampa” porque te entusiasma con la posiblidad de un cambio y, al tiempo, después de que vos confiaste, te regresa al pasado de siempre.
Esa “trampa” y “ese pasado de siempre” es el fascismo peronista en cualquiera de sus versiones. Es paradójico que los productores de aquel film hubieran elegido nada más y nada menos que a Luppi -un activista de las ideas de la “trampa” (aunque como todo “tramposo” pero no boludo, se fue a vivir a España en la vida real)- para cumplir ese papel y para terminar dandole esa “leccióin” a su hijo. Pero eso es harina de otro costal. Cuestión de las ficciones que, en ese caso particular, fue más “ficción” que nunca.
Pero lo cierto es que lo que ese personaje decía es cierto: la Argentina es una trampa. Y lo es porque el peronismo está dispuesto a hacer lo que sea para frustrar cualquier intento que permita cerrar su historia y demostrarle a la sociedad que hay otra manera de vivir mejor que no sea la peronista.
Es cierto que este movimiento se especializó en profundizar las bajezas humanas más horrendas, a la cabeza de las cuales yo, particularmente, coloco a la envidia. La idea de convencer a la gente de que lo que les falta a unos lo tienen otros porque se lo robaron a los que no lo tienen, es de una malicia tal que probablemente no haya palabra española para describirla.
Cómo desmontar esa mentalidad odiosa es uno de los más grandes desafíos que debe tener por delante cualquier gobierno que se proponga hacer algo distinto.
El argentino es un personaje “jodido”. Olvidadizo, chanta, tránsfuga (en el sentido original del término, que siginfica andar cambiando de color de uno a otro como un camaleón, sin mayores escrúpulos cuando le recuerdan lo que había dicho hacía 10 minutos). El argentino contiene en su personalidad nacional (que a esta altura está tan confundida con la “personalidad peronista” que uno ya no sabe cuál es cuál) ingredientes que la hacen ideal para ser explotada por la implacabilidad del tiempo, tan permeable a la malicia y sus métodos.
Como sea, el intringulis del país no es nuevo. Las soluciuones para ser mejor se conocen y hay evidencias empíricas de sus resultados a lo ancho de todo el mundo. Pero esas soluciones requieren tiempo. Tiempo y, digámoslo también, un manejo poco menos que impecable de quien se proponga torcer el rumbo de manera definitiva. Cualquier desliz (como los empujones de Matellán a “Maravilla”, las indecisiones de Macri o las corrupciones de Menem) serán usados en su contra. Y cuando “pisaste el palito”, listo: la malicia peronista o los “Maravilla” de la vida harán el resto.
¿Presumirán esto los argentinos, en el fondo de sus almas? ¿Cuantos fueron llevados a un estado de embrutecimiento y de “zombiedad” (si se me permite el neologismo) tal que ya no están, siquiera, en condiciones de distinguir estas abstracciones (estado al que han sido llevados a propósito por el peronismo, claro está)? No lo sabemos.
Lo que sí sabemos es que la diferencia entre el infierno y el paraíso sigue estando en manos de una variable tan inasible como el tiempo. Nadie sabe si los que deben juzgar esa variable (entre los cuales casi coloco en primer lugar a los periodistas y a los medios de prensa) siquiera están en condiciones de hacerlo o si, incluso, han perdido tanta dignidad que ya ni quieren hacerlo porque han descubierto que tienen más rédito con las reglas del pasado que con las que podrían regir en el futuro si al futuro se le diera tiempo.
Excelente reflexión extraída de una circunstancia futbolística. Muy buena, como todas las que vengo leyendo del amigo Mira.