Roberto había vivido siempre en Junin de Los Andes y estaba acostumbrado a los ritmos del pago chico. Corrían los fulgurosos años ’90 y aquel muchacho del interior llegaba con todas la ilusiones a trabajar por primera vez en una gran empresa en Buenos Aires. En un grupo económico realmente importante.
En sus primeras charlas con la gente de recursos humanos, Roberto pidió algunas recomendaciones para manejarse en la gran ciudad. Aquellos eran tips pedidos en confianza, casi como quien le pide un consejo a un compinche.
Se extrañó cuando una de las primeras sugerencias fue que tratara de manejarse con cuidado -especialmente por las noches- en todo el rectángulo delimitado por la Avenida Rivadavia hacia el sur. Sabía, por supuesto, que, como en toda gran ciudad, hay zonas mas inseguras, más parecidas a lo que sería Ciudad Gótica en una película de Batman. Pero no sospechaba que Buenos Aires tuviera un área tan grande sometida a esas precauciones.
Quiso verlo por sus propios ojos y un día, aprovechando situaciones de trabajo, se adentró en aquel rectángulo sureño. Aunque lo hizo de día le quedó claro lo que sus colegas de recursos humanos querían trasmitirle: Roberto vio con sus propios ojos un notorio contraste entre el estándar de vida de la ciudad al norte de Rivadavia y el que podía percibir allí donde estaba ahora: los comercios, las calles, la apariencia, la cartelería… hasta los árboles eran diferentes.
Con el tiempo, ya asentado en la capital y casi convertido en un porteño más, comenzó a darse cuenta que aquellas mismas prevenciones que le habían sugerido cuando llegó desde Neuquén debía empezar a considerarlas no solo para el rectángulo al sur de Rivadavia sino para uno más amplio que ahora estaba delimitado por la Avenida Corrientes y hacia el noroeste por la Avenida Pueyrredón. Se enteró, por ejemplo, que muy cerca de allí, en el Norte del Once, había un círculo de calles a las que se conocía como “Villa Puñal”, por la víctimas de arma blanca.
Roberto siguió trabajando y progresando dentro de la empresa. Formó una familia y estaba próximo a mudarse por primera vez. Cuando comenzó a buscar una propiedad se dio cuenta que el límite sur de su geometría porteña se habia vuelto a achicar: ya no sería inteligente considerar a la avenida Corrientes como un límite seguro y agadable sino que sería bueno subirlo hasta la Avenida Cordoba y, si el presupuesto daba, quizas incluso correrlo hasta la Avenida Santa Fe o su continuación en Cabildo.
Por el Este sería conveniente recortar el rectángulo en la Avenida 9 de Julio. O quizás, mejor aun, en Paraná. Por el Noroeste se mantentía fijo en Pueyrredon, salvo que quisiera alejarse y buscar algo un preciso en ciertas zonas de Belgrano o Palermo.
“Guau”, pensó Roberto, “como se ha achicado esto… es como si las paredes móviles del lúmpen, de la inseguridad y, en cierto modo, de la estética hubieran avanzado sobre zonas que antes gozaban de otro nivel de vida…”
El reducto que hace parecer a Buenos Aires a una ciudad segura, limpia y ordenada de algun país ideal ahora parece reducido a un cuadrado que corre al Sur por Santa Fe, al Norte por Libertador al Noroeste por Pueyrredón y al Este por Paraná… ¡Qué dramática decadencia geométrica!
¿Qué es lo que simboliza este cuadrado y lo que representa lo que está fuera de él? Representa una enorme paradoja que, si todos nos pusiéramos a analizarla, caerían varias caretas y, al mismo tiempo, muchos se sentirían estafados por un importante conjunto de mal paridos.
En efecto, en los ’60s -y con obvia profundidad en los ’70s- comenzó un movimiento que profundizó el resentimiento de clases (que se había iniciado en la Argentina antes de Perón pero que éste recalentó a propósito, con toda maldad, para usufructuar electoralmente el fruto del odio y la división) a otros niveles.
Se bombardeó el cerebro de la gente con mensajes de rencor y de injusticia; mensajes que reclamaban el fin de las diferencias y el establecimeinto de una “sociedad justa socialmente”.
Cualquier bien nacido -incluido, claro está, Roberto- hubiera pensado que la idea sería ampliar el ractángulo de la geometría ciudadana hacia el Sur de Rivadavia generando las condiciones para que los estándares del Norte invadieran la escasez, los bolsones de inseguridad y hasta la estética del Sur.
Pero no. En realidad lo que se persigiuó fue que la escasez, los bolsones de inseguridad y hasta la estética del Sur penetraran las fronteras de la abundancia del Norte. ¡Cuánto odio!, ¿No?
Con el verso de la “justicia” lo que se buscó fue la fabricación en serie de un conjunto de ignorantes, de resentidos y de indigentes que vieran en la elite iluminada a los justicieros que venían a poner los tantos en orden, SACÁNDOLE la riqueza a los ricos para que todos fueran iguales. El verso se vendió con el pretexto de que lo que se le confiscaba a los “ricos” iría a las manos de los pobres (representados metafóricamente en nuestra geometría porteña por el Sur).
Pero la realidad fue muy distinta. El proceso de transferencia de ingresos no hizo del Sur un nuevo Norte sino del Norte un nuevo Sur: en el medio una banda de delincuentes se quedó con la diferencia.
Y no solo eso. Volverse millonarios no les bastó. Necesitaban que los idiotas útiles que hacían posible que ellos fueran millonarios los venere, que crean que los defendían y que “mis pobres cabecitas negras” eran el centro de sus preocupaciones y develos. Una estafa.
La paradoja demuestra como el karma vuelve hacia uno: los que le entregaron sus mentes al odio y a la envidia no solo no mejoraron su situación sino que la empeoraron. Y a no ser con que se contenten con el hecho de que ahora, efectivamente, hay más gente que sufre como ellos, han sido testigos de la más grande defraudación social de la que el país tenga memoria. Un robo piramidal que acabó reduciendo los niveles de vida compatibles con el desarrollo a una geometría de veinte cuadras cuadradas de la ciudad más desarrollada del país. Ni hablar del resto.
Nunca, en ningún lugar del mundo y en ninguna época de la historia humana la lucha de clases terminó con la mejora del nivel de vida de los que estaban peor. Siempre, en todo momento y en todo lugar la lucha de clases (entendida -como indica la teoría clásica- como un proceso de confiscación a los que tienen) ha conducido a la miseria de todos , al exilio de algunos, y al encumbramiento de una elite privilegiada que vive de acuerdo a los patrones de una dictadura.
La lucha de clases siempre achica la geometría de la abundancia. Posiblemente sea la mayor pelotudez (con ínfulas de intelectualidad) que el hombre ha inventado en toda la historia humana.
Por supuesto que ha contado a su favor con el invalorable aporte de uno de los siete pecados capitales: la envidia. Pero eso demuestra una vez más que los efectos de la envidia los sufre, antes que nadie, el envidioso. El destinatario de la envidia probablemente esté muy lejos ya de la geometría de la decadencia, mirando cómo unos pocos lograron engañar a tantos durante tanto tiempo.
(La historia de Roberto es real. Su nombre y su lugar de origen son ficticios. Roberto sigue trabajando en la misma empresa y lo único que tiene en la Argentina es su domicilio. Su patrimonio está seguro en otro lugar: es como si él mismo ya no estuviera allí)
Excelente columna. Gracias a Cangallo pasamos de tener pobres dignos a indigentes miserables.