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Nadie responde

“Que Dios y la Patria te lo demanden”, dice la consabida frase del juramento constitucional de diferentes cargos en el gobierno, desde el mismísimo presidente hasta ministros y otros funcionarios.

Nunca nadie se ocupó de averiguar cuál es la verdadera operatividad de esa frase, es decir, cómo se implementa en la práctica una exigencia concreta de parte del pueblo para que los funcionarios respondan por sus desaguisados en la función pública cuando estos causan verdaderos estragos en la sociedad que debe cargar con sus consecuencias.

En los últimos tiempos lo más cerca que hemos estado de una rendición de cuentas por la sospechas de robos y defraudaciones al Tesoro Público ha sido el juicio por Adminstración fraudulenta y asociación ilícita para cometer delitos desde el Estado al que se sometió a Cristina Fernández de Kirchner en la llamada “causa vialidad” y que en realidad debió llamarse “El pueblo contra Cristina Fernández de Kirchner por defraudación y otros delitos” para que quedara bien en claro que se trataba, justamente, de la acción concreta más cercana a la fórmula constitucional que teóricamente obliga a los funcionarios a rendirle cuentas al pueblo.

La política -con la invalorable ayuda de la Justicia- ha desarrollado también la teoría de los “actos de gobierno no justiciables” para englobar allí toda una serie de decisiones (que si fueran tomadas por cualquier otro profesional en el ejercicio de su trabajo y que produjeran en sus clientes o pacientes los estragos que los funcionarios le causan al pueblo con las suyas, irían seguramente presos por mala praxis) que los funcionarios de gobierno toman ejerciendo el poder y que esta teoría ha resuelto que, más allá de los daños comprobados que hayan generado, no son perseguibles judicialmente.

Se trata de un yeite increíble que la raza política tiene y que constituye un privilegio respecto de todas las demás profesiones sobre la faz de la Tierra, aún cuando las consecuencias de esos actos puedan ser mucho más devastadoras para los individuos que la decisión técnicamente equivocada que pueda haber tomado un contador respecto de su cliente, por ejemplo.

En ese terreno el caso de Cristina Fernández de Kirchner y de su brazo ejecutor cuando fue su ministro de economía, Axel Kicillof, son paradigmáticos.

En estos días se conocieron dos fallos que han condenado a la Argentina a pagar, entre ambos, casi 20 mil millones de dólares por decisiones tomadas por ellos.

Se trata de la demanda iniciada contra el Estado Argentino por la estatización de YPF y de otra activada por una serie de acreedores que se sintieron defraudados cuando Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner fraguaron las cifras de crecimiento del PBI para pagar menos rendimiento a los acreedores que habían adquirido bonos del Estado con un cupón adherido a las tasas de comportamiento del producto interno bruto.

En el caso de YPF la jueza de New York Loretta Preska consideró que el gobierno no respetó los estatutos de YPF cuando de prepo confiscó la compañía de manos del grupo Esquenazi y de Repsol sin seguir los procedimientos que protegían a los accionistas.

Desde todos los sectores económicos y políticos se le advirtió al gobierno de Cristina Fernández de Kirchner y de Axel Kicillof que estaban actuando contra la ley y que eso sembraría la semilla de un reclamo millonario a futuro.

El reclamo llegó y ahora “hay que ponerse”. ¿Kicillof, que había dicho que YPF no costaría un peso sino que Repsol iba a tener que indemnizar a la Argentina? Bien, gracias, gobernando con la misma clase de ignorancia la provincia de Buenos Aires. 

¿Cristina Fernández de Kirchner, que insidiosamente fue contra la empresa y ordenó el operativo? Bien, gracias, quejándose de que todo lo que se le reclama es producto de la persecución del “lawfare”.

Incluso se podrían pensar cosas más graves. 

El grupo Esquenazi entró en YPF por orden de Néstor Kirchner, que era el amigo a quien la familia propietaria del Banco Santa Cruz había “salvado” en su causa por enriquecimiento ilícito (junto a su esposa en el juzgado de Norberto Oyarbide) al declarar que le había pagado tasas exhorbitantes de interés por sus colocaciones a plazo fijo.

Oyarbide (que luego confesaría que “lo agarraron del cogote” cuando tenía la causa) nunca investigó la legalidad de esas inversiones y de las tasas pagadas, especialmente en lo que se refiere a compararlas contra lo que eran las tasas usuales del mercado en ese momento. Los Kirchner fueron absueltos y la decisión no fue apelada por el fiscal Taiano de quien se dijo que por esos días había sufrido el secuestro de uno de sus hijos.

La familia Esquenazi (la amiga de los Kirchner) inició el proceso de reclamo en la justicia de NY y luego le vendió sus derechos en el juicio al fondo de inversión Burford Capital que continuó con el reclamo. 

¿Quién podría asegurar a ciencia cierta que detrás de Burford no siguen los Esquenazi como hombres de paja de los propios Kirchner? Nadie. Sería el colmo del verso comunista de una estatización nacional y popular (mal hecha a sabiendas) para luego demandar al Estado por interpósita  persona y quedarse con la plata.

El caso de los bonos es más humillante aún. Néstor Kirchner ordenó públicamente la manipulación y como eso le parecía poco se jactó en los medios de lo que estaba haciendo.

De nuevo decenas de personas asqueadas por tanta delincuencia obscena le advirtió que eso terminaría mal, en un reclamo millonario. El reclamo llegó. Y los millones también: más de 1300 de los verdes.

De nuevo, ¿cómo se materializa la fórmula constitucional del reclamo? Kirchner murió y hoy muchos lo siguen considerando poco menos que un héroe.

Kicillof, un burro de dimensiones oceánicas, sigue vivito y coleando. Y no solo eso: mantiene inalterable su soberbia dando pretendidas lecciones de gobierno desde su poltrona en La Plata.

Cristina Fernández de Kirchner enriquecida hasta la médula, sigue negando el robo y gritando que es una dirigente popular perseguida, cuando probablemente sea la última y real beneficiaria del fallo de Preska, si la teoría de los testaferros es cierta (cosa que no sería para nada anormal en el mundo de los pingüinos).

Se siente mucha impotencia cuando no se puede hacer nada.  Cuando el daño es inmenso pero quienes lo causaron no solo siguen libres sino recibiendo el endoso de un, aún hoy, grueso número de ciudadanos.

Los constituyentes seguramente incluyeron aquella fórmula más por una cuestión de estilo que por otra cosa. Estoy seguro que ninguno de ellos supuso nunca que, por el sistema que estaban creando, podían llegar a los sillones de las decisiones públicas personajes tan nefastos y que causaran tanto daño.

Eso nos debería llevar a una profunda reflexión casi hecha en la soledad de todos nosotros: ¿por qué votamos a esta gente? Más aún, ¿por qué la seguimos votando?

Se trata de preguntas que no tienen respuesta, misterios que no tienen explicación.

Pero mientras una porción importante de los argentinos siga votando cómo vota, las dudas que hoy tendrían los constituyentes no podrían ser respondidas. 

¿A quienes votaron los colectiveros indignados contra Berni el otro día en La Matanza? Ellos, además de golpearlo, le gritaban “que se vayan todos, que no quede ni uno solo…” Con todo respeto, muchachos, ¿antes de pedir que se vayan todos, no deberían preguntarse quien los puso dónde están?

Por Carlos Mira
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