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Después de Fardin

¿Podremos los argentinos por una vez en la vida tratar un tema seriamente y sin las pasiones de la demagogia y el populismo? 

Las denuncias públicas sobre abusos sexuales contra mujeres que han sacudido los escenarios mediáticos, políticos y que seguramente aparecerán en el terreno laboral, del deporte y de las empresas, han aparecido en un contexto que no nos hacen aparecer como optimistas frente al anhelo inicial. 

En efecto, la denuncia de Telma Fardin se vio, en mi opinión, teñida de un sesgo ideológico al aparecer rodeada de un colectivo que se ha expresado con una tendencia política determinada alejada de la equidistancia y la moderación. 

Es paradójico, pero ese “colectivo” -como ellas mismas se hacen llamar- ha defendido regímenes políticos que han basureado el papel de la mujer (aún detrás de pancartas de oropel que decían lo contrario). 

De hecho, la dictadura nicaragüense, vista con simpatía por los núcleos que comparten esas ideas (junto con la dictadura chavista y otras de ese estilo) acaba de abolir de un plumazo el organismo de protección a los derechos humanos y de género que, en principio, había respaldado la presentación de Fardin en ese país. Así actúan los autócratas que estos colectivos populistas suelen defender. 

Obviamente el relato de Telma ha conmovido al país y la tendencia es a creer en su palabra, aún luego de conocer el testimonio de quien sería su victimario. 

Pero algunas de sus declaraciones posteriores no han sido de lo más felices. La actriz ha dicho que no solo se siente muy bien sino que se siente “poderosa”. 

El razonamiento es peligroso porque parecería que lo que se persigue no es un balance de poder entre hombres y mujeres sino en un cambio de “poderoso”; en una inversión de la desigualdad. 

La cuestión es delicada porque efectivamente, Telma (como todas las mujeres) tienen razones para sentirse “poderosas”: ¿quien podría salvar a un hombre de -como mínimo, el escarnio público- si una de ellas, por el motivo que fuese, decidiera pulverizar públicamente a alguien con una acusación? Es probable que, en efecto, no se tenga a la vista un arma unilateral más poderosa que esa. 

El tratamiento mediático tampoco ha sido el más mesurado. Ha habido programas cuyos conductores deben serias explicaciones sobre sus conductas de género y que, sin embargo, han enarbolado las banderas del escándalo como si tuvieran un pasado inmaculado y se encontraran en posición de emitir conclusiones morales sobre los demás.

En otro orden, el fundamentalismo feminista del “no es no” ha sido gratamente desafiado en el pasado y, gracias a ese “desafío”, han nacido parejas estables, dulces y que en más de un caso han formado familias ideales. ¿Qué habría ocurrido con la hermosa familia de Peter Alfonso y Paula Chávez si Peter no hubiera insistido después del primer “no” de Paula? ¿Fue Peter un acosador inconsciente en su persecución de Paula? ¿Cayó Paula en las redes del dominio de la cultura machista que finalmente se cobró otra presa? 

No hay dudas que el país y el mundo deben andar mucho camino para igualar las condiciones del hombre y la mujer. Pero el hombre y la mujer nunca serán -gracias a Dios- iguales. De lo que se trata es que sus derechos no difieran. Pero su condición siempre será distinta; además el mundo sería un lugar horriblemente frío si así no fuera. 

Y en el terreno de lo sexual los términos en los que ocurren esos misterios siempre serán motivo para las dudas y las desavenencias. ¿Será ese el escenario preferido de una nueva guerra de poderes o de una batalla entre gente que se disputa un poder? Nadie lo sabe. 
Pero para un país atraído adictivamente por el populismo, la corrección política y la demagogia, este tema es altamente peligroso. 

Las hordas del pensamiento masa suelen pasarle por encima a las voces que hagan un llamado al sosiego: para ellos todo es ruido, espectáculo y borombombón. 

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