Fue la columna de Jorge Fernández Diaz de ayer domingo en La Nación el verdadero disparador de este comentario. Jorge refiere allí las dificultades que para la Iglesia Católica y el populismo latinoamericano supone la existencia del liberalismo. Aunque difiero en algo con él (para mi el liberalismo se inicia incipientemente en 1215 con la firma de la Carta Magna y es un largo y evolutivo proceso, básicamente inglés, que cristaliza en la Revolución Gloriosa de 1688 y que no tiene nada que ver con la Revolución Francesa: al contrario este movimiento muchedumbrista quizás haya sido la primera manifestación fascista que conoció el Universo) no caben dudas que la descripción que hace de las ignorancias del Vaticano y de los fascismos de Latinoamérica respecto de los verdaderos alcances y del funcionamiento de la libertad son completamente acertados.
En ese contexto, Fernandez Diaz recuerda el triste episodio -rayano en lo caricaturesco- que, hace algún tiempo y ya fuera del poder, presidió la jefa en vida de la banda de delincuentes que gobernó el país entre 2003 y 2015 en la cancha de Ferrocarril Oeste. Allí, mientras los cabezas de termo que la acompañaban festejaban sus conocidas delincuencias y el espejo dramático de la reproducción kirchnerista en Venezuela, la autoproclamada “arquitecta egipcia” dio rienda suelta al aspecto que más sobresale en su persona, mucho más, incluso, que su inacabable delincuencia: su supina ignorancia.
Entre gritos de maleducados e ignorantes tan profundos como ella, la jefa de la banda aseguró que el modelo de gobierno del mundo occidental databa de 1789 y que de allí provenía la división de poderes, un método anticuado según la lumbrera de El Calafate. Agregó que el poder judicial con su carácter vitalicio era una rémora de la monarquía: “estamos con el mismo sistema de gobierno de cuando no existía la luz eléctrica ni el auto… ¿A alguien se le ocurriría sacar una muela como en 1789…? Debemos repensar nuevas arquitecturas institucionales”, finalizó solemne.
No hay dudas que Cristina Fernández es una burra; una ignorante, una iletrada que jamás se ha preocupado por averiguar -o mucho menos aún- estudiar la historia de las ideas políticas.
Esa incita burrez le impide advertir que fue, justamente, la vigencia de esas ideas (que, reitero, no son de 1789 sino muy anteriores) las que hicieron posible que la humanidad conociera la luz eléctrica y dejara de sacar muelas como en 1789. Es el liberalismo, burra, lo que hizo posible la electricidad; es el liberalismo, burra, lo que hizo posible los autos; es el liberalismo, burra, lo que hizo posible el avance de la ciencia y la tecnología; es el liberalismo, burra, el que hizo posible que te vistas como te vestís.
Los Estados Unidos de America y Australia se siguen rigiendo por las constituciones juradas en 1781 y 1898 respectivamente. Si bien ambas han tenido enmiendas el núcleo básico de sus instituciones jamás fue modificado. Y sin embargo ambos son los países más “modernos” de la Tierra; y también, de paso, los más ricos. A esa escuela pertenecen también la Constitución argentina de 1853. Y esa Constitución fue la que protagonizó el milagro de convertir un desierto infame y analfabeto, como era la Argentina en los tiempos de Alberdi, en el primer producto bruto mundial per cápita y en el único momento “moderno” del país.
No hay dudas que esas instituciones y los cerebros que les dieron origen (los de Alberdi, los de Franklin, Hamilton, Washington, Sarmiento, Jefferson) son muchos “modernos” en términos de evaluar qué sistema entrega mejor nivel de vida a la gente, que el cerebro de Fernández que será muy hábil para cometer delitos y para robar el Tesoro Público, pero que es jurásico en términos de pensar un sistema socioeconómico eficiente para que la gente viva mejor.
De hecho sus insinuaciones de ese día en Ferro se dirigían a construir masa crítica alrededor de la idea de construir un Poder Judicial “popular” que, en los hechos, no es otra cosa que volver a hacer depender esas funciones de la última palabra (o del último capricho, para mejor decir) del capitoste de turno, tal como el mundo ya conoció en la Edad Media, es decir un viaje directo a la verdadera antigüedad.
¿Hay algo peor que ser un delincuente? Tal vez no desde el punto de vista moral pero desde el que tiene que ver con la construcción política si hay algo peor: ser ignorante, ser burro, no saber nada. Y a eso agregarle la soberbia de actuar como si se supiera. En ese escalón insuperable de barro intelectual se halla Fernández. De su bocaza (que solo cierra cuando le conviene políticamente porque si la abre su consideración electoral se cae como un piano) no salen otra cosa que burradas. Porque si hay algo en donde Fernandez destella es en la ignorancia. Allí sí hace gala de un predominio sin competencia.
Tanto ella como los impresentables populistas que defiende Bergoglio y que formaban parte del núcleo del comentario de Fernández Diaz, confunden la cronología con la modernidad. Creen que un conjunto de papeles firmados ayer y al que le ponen el nombre de ley, son más “modernos” que las instituciones que hicieron que el hombre extendiera su expectativa de vida 60 años, que se vencieran enfermedades imbatibles, que se llegara a alimentar a más seres humanos que nunca antes en la historia universal, que mas y mas gente salga de la pobreza gracias a la producción libre y masiva de bienes y que hoy la humanidad disfrute de un nivel de confort que ni siquiera conocieron los reyes absolutos a los que Fernández íntima y desesperadamente quiere parecerse.
Ese mundo es el mundo antiguo. Ese mundo es el mundo de la miseria y la escasez. Ese mundo es el que fue irremediablemente vencido por el liberalismo. ¡Viva la libertad, carajo! ¡Y muera la servidumbre jurásica que solo defienden los burros y los delincuentes!