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Volver ya al sentido común

El Código Civil, redactado por Dalmacio Velez Sarsfield, convertido en la ley número 340 de la nación por el Congreso de septiembre de 1869 y que entró en vigencia el 1 de enero de 1871 contenía en varias de sus disposiciones un giro del lenguaje que remitía al “curso natural y ordinario de las cosas”.

En el artículo 901 de aquel ordenamiento se profundizaba su concepto: “Las consecuencias de un hecho que acostumbra suceder, según el curso natural y ordinario de las cosas, se llaman en este código ‘consecuencias inmediatas’”.

Parece hasta estúpido tener que andar aclarando esto, pero, efectivamente, hay un “curso natural y ordinario de las cosas”; también, en efecto, hay consecuencias que “acostumbran suceder” después de determinados hechos.

En la rebelión contra estos simples párrafos se halla resumida la explicación de la gran debacle argentina. Es más, no me parece para nada extraño -y si, en cambio, muy sugestivo- que la nueva redacción del Código (producto de una comisión presidida por Ricardo Lorenzetti durante el gobierno de Cristina Fernández) haya suprimido del nuevo texto las referencias al “curso natural y ordinario de las cosas”. Es como si la Argentina creyera que no hay ninguna regla que diga que si se hacen ciertas cosas deben esperarse ciertos resultados.

El país durante los últimos setenta años se ha especializado -ha hecho una especie de “Master”- en la idea de que el “curso natural y ordinario de las cosas” es susceptible de ser desafiado; que las consecuencias que “acostumbran suceder” luego que se cometen determinados hechos o de que se tengan determinadas conductas no tienen por qué aplicarse a la Argentina y que aquí las cosas pueden ser diferentes.

En esa línea, una de las primeras cosas a las que el país decidió declararle la guerra para tratar de demostrar que el mundo está equivocado es que el desarrollo -y la riqueza- (o su contracara, el subdesarrollo y la pobreza) no son la consecución de una serie de medidas y conductas ya suficientemente probadas, sino que se trata de estadios económico-sociales que pueden alcanzarse por distintas vías -originales por cierto- sin seguir la regla de que a determinadas medidas, hechos o conductas “acostumbran a suceder” determinadas consecuencias.

El país ha gastado una enorme cantidad de energía y una fortuna incalculable de recursos para probar su tesis. Por supuesto no ha tenido éxito. Al contrario, todos los índices económicos de los que la Argentina gozaba al comenzar el experimento han empeorado notoriamente: la gente es más pobre, vive peor, la riqueza se concentró, la pobreza aumentó, aparecieron las villas miseria, la educación se pulverizó, la salud pública cayó, la justicia se corrompió, la administración del Estado quebró, la moneda nacional perdió la inconmensurable cantidad de 13 ceros en su denominación dando cuenta de una pérdida de riqueza abrumadora.

Esta experiencia de laboratorio que contradice las simples reglas del orden universal (“el natural y corriente de las cosas”) ha sido devastadora. Sin embargo, el país insiste en la misma línea y no se convence de que el mundo -y hasta en cierto sentido la propia física- han demostrado ya hace mucho lo que hay que hacer para desarrollarse y acceder a un mejor nivel de vida.

Es como si el país hubiera decidido, en el mundo de la Fórmula Uno, por ejemplo, desafiar las reglas de la aerodinamia y pretendiera, al mismo tiempo, conseguir mayor velocidad con un auto más “alto”, o tener el mismo “agarre” al piso con un auto más bajo. La leyes de la física dicen que un auto más bajo será más veloz pero que si no es “atajado” por la aerodinamia saldrá volando (de hecho hay avionetas que levantan vuelo con menos velocidad que las de un F1); y las mismas leyes dicen que un auto más alto será más lento, aunque más seguro en el objetivo de no salir volando.

De la misma manera ocurre con las leyes que gobiernan el costado socioeconómico del país. Así, por ejemplo, en materia laboral, la mayor rigidez de la ley generará menos empleo, al mismo tiempo que hará más “seguros” los empleos que hay.

En el idioma de Vélez Sarsfield, “acostumbra suceder” que, según “el curso natural y ordinario de las cosas” una ley laboral rígida condene la generación de trabajo.

Sin embargo la Argentina vive en guerra con esta verdad: le pide -al mismo tiempo- al auto más alto que conserve su seguridad y que también desarrolle la misma velocidad del auto más bajo… Quiere que con esta ley los empleos actuales estén seguros y que en cuanto haya un despido, a la semana el despedido encuentre un nuevo lugar para trabajar.

Como eso no sucede, plantea “planes de lucha”, se enoja, vive en conflicto, corta las calles, ocupa propiedad pública y privada, declara paros generales, como si todo eso pudiera hacer que “las consecuencias que acostumbran suceder, según el curso natural y ordinario de las cosas”, no solo no sucedan sino que sucedan las contrarias.

En cuestiones como éstas -que podrían ampliarse a todo lo ancho de la sociología nacional para no limitarse a dar solo ejemplos en materia de leyes laborales- el país se ha desgarrado, se ha hecho girones, se ha desgastado, se ha descompuesto y se ha comido a sí mismo.

Solo un conjunto muy importante de tarados pudo haber llegado a esto. Esta guerra idiota contra el sentido común nos llevó a subsidiar al vago (en lugar de señalarlo como un mal ejemplo para la sociedad); a urbanizar al “okupa” (en lugar de mandarlo a desalojar); a pagarles a los presos (en lugar de reeducarlos) y a darle fueros a los chorros (en lugar de meterlos en la cárcel).

Creemos que somos vivos, pero en realidad hace mucho tiempo que vivimos emborrachados por la estupidez.

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