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Políticamente incorrecto

La ley de transplante presunto de órganos aprobada ayer por el Congreso es una prueba más de la incesante intervención del Estado en la vida de los particulares.

Como no podía ser de otra manera, habiendo nacido del modo que nació y por los motivos que nació, el proyecto había concitado el apoyo casi unánime de los legisladores y de la opinión pública.

Pero eso no nos puede alejar del análisis y de la observación de la ley a la luz de los principios generales.

La Constitución ha consagrado el llamado principio de la autonomía de la voluntad en el artículo 19 cuando dice que las “acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan la moral y las buenas costumbres están solo reservadas a Dios y escenas de la autoridad de los magistrados”.

Ese es el principio general. Las regulaciones que se desprendan hacia abajo deberían ser, en principio compatibles y coherentes con el principio general.

Está claro que la decisión de qué hacer con sus propios órganos es una “acción privada de los hombres”. Quizás no haya “acción” más “privada” que esa. Por lo tanto la intromisión del Estado “presumiendo” decisiones individuales, subrogándose a las decisiones reales de las personas implica una intervención inadmisible de lo público sobre la soberanía individual.

¿Cuál es la razón por la que el Estado debe “presumir” una decisión individual (desplazando a las personas de ese derecho) cuando la persona está perfectamente viva y en sus cabales para decidir por sí misma?

Se trata de una decisión tan discutible como la que en el derecho testamentario le impide al causante decidir más allá de un quinto de su patrimonio, porque sobre los cuatro quintos restantes la ley “presume” su voluntad y adjudica su patrimonio según una escala de orden familiar. ¿Por qué “presumir” la voluntad de una persona si se está a tiempo de preguntársela? Se trata de una inadmisible arrogancia del Estado, una sustitución de la libertad individual por la prepotencia pública.

Se me dirá que la ley prevé que las personas puedan avisar su decisión en contrario, si no están de acuerdo con la presunción legal: se trata de algo parecido a invertir la carga de la prueba, suprimir el principio de inocencia y obligar a las personas a demostrar que son inocentes, porque la ley las “presume” culpables.

Si se quería progresar en el campo de las donaciones de órganos se podría implementar una masiva campaña para convencer a las personas de que donar es mejor que no donar. Pero imponer la omnipotencia estatal para hacerle hacer a las personas algo que no quieren, contraría el principio de la autonomía de la voluntad.

El camino siempre debe ser dotar a las personas de la mayor cantidad de información posible para que sean ellas las que tomen la decisión final. Pero el irrefrenable espíritu colectivista argentino prefirió, una vez más, someter la soberanía individual a la fuerza de la masa.

Soy consciente de que por la temática en cuestión se me podría decir de todo. Pero los países grandes no deben guiarse por pasiones sensibleras sino por principios generales pétreos que, sea cuál sea la temática, se respeten.

Si la Constitución decidió privilegiar el principio de la autonomía de la voluntad (como no podía ser de otra manera, dados su letra y su espíritu), ese principio debe ser respetado como un faro que resuelva las disyuntivas y las situaciones de duda.

En este caso, por ejemplo, en donde estaban disponibles los caminos de: a.-presumir una determinada voluntad sin preguntarla; o, b.- informar al público sobre las ventajas de donar y dejar que él decida, no caben dudas que la opción compatible con el artículo 19 de la Constitución es la segunda; no la primera.

La constante repetición de este tipo de resolución frente a distintas disyuntivas es lo que explica la decadencia argentina. Porque, en efecto, la experiencia mundial demuestra que son los países que más respaldan el principio de autonomía de la voluntad los más ricos del mundo, en donde la gente vive más años y vive mejor y donde el nivel de vida supera al del resto.

Los países que privilegian la omnipotencia del poder estatal para tomar decisiones, son los países mas pobres, aquellos en donde la gente vive menos y en donde vive en peores condiciones.

Las extravagancias extremas de esas teorías (el marxismo, el nacionalismo populista, etcétera) ya sabemos cómo han terminado: desmoronándose como un castillo de naipes. Pero los países “a media agua” (como el nuestro) siguen debatiéndose en la escasez y sus pueblos siguen viviendo peor que los demás.

La Argentina es, en ese sentido, un caso curioso porque tiene una Constitución que, en principio, debería darle un punto de partida “con ventaja” sobre otros países con Constituciones más confusas.

Pero la larga tradición cultural del intervencionismo (que responde a lo que la doctrina llama la “Constitución Material”de los países) se terminó imponiendo sobre el perfil trazado por los constituyentes, y asi nos fue.

La ley Justina es una ley nacida de las pasiones de los sentimientos. Está claro que nadie discute las buenas intenciones. Pero los países no se hacen de buenas intenciones sino de la vigencia de buenos principios.

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