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No me hagan reír, por favor

Nada de lo que haga Cristina Fernández es creíble, si por creíble entendemos conductas que tengan como horizonte el bien del país. A Fernández nunca le interesó otra cosa que ella misma y sus intereses. La gente, la Argentina, el futuro de la nación no le importan nada.

De modo que todas las interpretaciones de su jugada del sábado por la mañana deberían hacerse a la luz de ese principio rector: todo lo que piensa y hace está en relación directa con lo que le conviene a ella.

Por lo tanto no es cierto que Cristina Fernández ha entendido que la radicalización es inconveniente para el país y que, por lo tanto, en un acto de renunciamiento a lo que ella realmente quisiera, abdica su lugar en favor de quien supo ser uno de sus más severos críticos.

Ella sabe que sus posturas extremas producen la alergia de una enorme porción del electorado, incluidas vastas franjas del peronismo. Y esa alergia ponía en peligro su triunfo. Y una derrota ponía en peligro su libertad y la seguridad del botín que robó.

Nadie en su sano juicio puede creer que Alberto Fernández -en el supuesto caso que ganara las elecciones- vaya a tener un solo decímetro cuadrado de poder y de capacidad de decisión. Todo el poder lo concentrara Cristina Fernández. La “mascara de Alberto” habrá cumplido su cometido la misma noche del escrutinio.

Es verdad que muchos recuerdan el caso de Duhalde y Néstor Kirchner, respecto de los cuales se decía lo mismo (que el poder lo iba a mantener Duhalde y que Kirchner sería un “Chirolita” del hombre fuerte de la provincia de Buenos Aires). Pero ni Duhalde es Cristina ni Alberto Fernández es Kirchner.

Duhalde era un hombre, equivocado o no, sin sentimientos bajos. En el fondo de su persona y ya hacia el final de su carrera política no tenía aspiraciones de hegemonía total; era un hombre de diálogo. Cristina no es Duhalde. Cristina sí saborea la venganza, el resentimiento y la restauración de una hegemonía unitaria.

Por otro lado Alberto Fernández no es Néstor. Alberto puede ser un cínico pero no tiene un proyecto de poder hegemónico. Siempre fue un gestor; un gestor de otro. Néstor, en cambio, siempre pensó el poder dentro de su propio puño.

De modo que esa idea de que Cristina Fernández entendió que el país es más “centrista” de lo que a ella le gustaría y que entonces se deben abandonar los extremos radicalizados, incluso si eso implica poner en la candidatura presidencial a alguien que no es ella misma, no tiene asidero. A Cristina Fernández cómo sea el país o la sociedad no le importa demasiado. Repito: lo que a ella le interesa es su libertad, su riqueza personal y su venganza. Ella entendió que esta movida puede ser la llave para conseguir las tres cosas y por eso hizo lo que hizo.

En su horizonte el rubro venganza no es menor. Quiere irritar a sus enemigos -o a los que ella, dentro de su megalomanía, define como enemigos-. Quiere dañarlos por el mero deporte de hacerlo. Y sabía que si lo intentaba sola podía perder. Por eso buscó un personaje con piel de cordero para tender el puente que la devuelva al lugar de las decisiones. Solo desde allí podrá operar el daño que masculla.

Hay otros que dudan incluso de la verdadera “moderación” de Alberto Fernández. Fue él el principal fogonero del libro “Sinceramente” en donde Cristina define como un acto de “rendición” el haber entregado la banda presidencial o en donde califica al Teatro Colón como un reducto de la oligarquía. Y también fue él quien repitió casi textualmente la amenaza que meses atrás había lanzado Luis D’Elia contra los jueces que llevaron adelante las causas de corrupción contra el kirchnerismo.

Cuando el desaforado “Luisito” lo dijo todo el mundo lo interpretó como la cara verdadera del kirchnerismo: como el sincericida que vomita la verdad porque su odio supera hasta su propia especulación política.

Pero ahora lo dijo un señor de traje y corbata, con fama de moderado y dialoguista, que advirtió que todas las sentencias de esos magistrados serán revisadas y ellos cuestionados para que confiesen que fueron “agentes del poder de turno”.

Las estrategias para ganar elecciones y conquistar incautos son variadas. Tan variadas como las propias idas y vueltas de Alberto Fernández. Pero en todo esto hay una sola cosa segura: el kirchnerismo no cambia. No se volvió democrático, no perdió sus deseos de revancha y de desquite, lo inspira el resentimiento y solo actúa por conveniencia.

Es en ese marco en que hay que analizar la jugada que protagonizó Cristina Fernández el sábadopor la mañana. ¿En ese escenario, es posible pensar que Alberto Fernández sea “obligado” a renunciar una vez que haya cumplido su cometido? Por supuesto que sí. La imagen de un Fernández preservativo no puede descartarse de ninguna manera.

Habrá que ver cuántos se “comen” el verso de la moderación. ¿Se acuerdan cuando Cristina Fernández presidenta y candidata a la reelección en 2011 le dijo a Joaquín Morales Sola que su país de referencia era Alemania? ¿Y se acuerdan que luego que ganó las elecciones sus aliados fueron Venezuela, Irán, Rusia y China? ¿Se acuerdan cuando siendo candidata en 2007 para suceder a su marido se dijo que iba a continuar el rumbo pero con más “institucionalidad” y mejor trato y después que ganó desató la ofensiva contra la “oligarquía agropecuaria”?

Ese es el kirchnerismo señores: una minoría totalitaria (los totalitarismos siempre fueron minoritarios en todo el mundo y con ropajes diversos se las arreglaron para copar el poder y luego, desde allí, someter a todos al yugo de su unicato) que no cejará en su intento de regresar al gobierno. Harán lo que tácticamente convenga para engañar a cuanto idiota útil ande dando vueltas. Una vez en el trono no cometerán los “errores” del pasado: irán por todo en serio; como sus genes lo indican, como su odio lo señala y como su conveniencia lo impone.

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